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Y ahora, con la calma en falso, agazapados los indígenas, como gatitos del monte, desolados en el olvido de Los Andes, la ciudad apenas en ponchos, hay la atávica bandera blanca para recordar el paro y evocar su presencia, desangrándome, en la manifestación. No podría callarme, ni quiero. Y porque quiero simular a un mal Sabina diciendo que en el paro comprendí que al lugar donde has sido feliz no deberías tratar de volver, menos, por labios que te sacaron de quicio.

Resultaría que yo me estaba curando de una resaca breve, líquida, báquica, que llevaba una K en el nombre. La verdad, con el cinismo que esto representa, me atrevo a decir que no la recuerdo, aunque duerma con fotos suyas, y confunda mis manos, creyendo que son las de ella (las paseo por mi cuerpo y me tocan la cara). Fue larga, instantánea, y no por eso dejó de arder. Distante, lejana, imposible, en la noche más bella estallaría la bomba. Los transportistas reclamaban al Gobierno las medidas que consideraba necesarias por una receta de mierda; adivinen, sí, de los gringos. El Presidente, rígido el diálogo, inspirado en la Misión Ternura, y en sus constipaciones intelectuales miserables las arrojó, como piedra en río, hasta rebotar a orillas populares.

Se levantaron, se cabrearon, y mi Universidad nos obligó a ir a clases. No importaba, me encantaría relatar todo el periplo: Empezaba el caos, el mío.

—Ven ve, apura. —Me escribió la Pame—: De la Cámara nos vamos a la U. O a tu casa, a comer, y jalamos dedo. ¡Qué chuchas!

Me encantaba su entusiasmo y la valentía: fui. Taxistas, caravanas amarillentas, Únete pueblo, únete a luchar. Creo que más tarde lo haría.

—¿Mañana será normal? —Preguntó la Pame.

—¿Qué es normal acá?

La Universidad Nacional de Chimborazo estaba tensa, fría, hacía daño. Nos vamos al paro, ve. Dijo el Pancho, y yo de ley, a las bullas. Clases ambiguas, insaboras, la mediocridad instituida en las cuatro paredes de mi memoria, que era parecida a las de ese oprobioso salón que reventaba por la ignorancia de mis compañeros y estimados contertulios: me agradaban, pero amigos míos no eran. Salvo dos o tres personas.

Salimos, tomamos la Antonio José de Sucre, el recuerdo monetarista de ese patetismo nacional, avenida de la que nadie sabe —le interesa— su nombre, caminando, entusiastas por el panorama: ¡Viva el paro!

La Cristina, la Vanessa, la Selena, la Jenny, representante de quienes se tragarían las bombas, el foete, los palos, las precoces muertes, siempre odié a los indiferentes, todos juntos; alegres, jóvenes promesas, dizque, de la comunicación, dizque de Riobamba, dizque del mundo: más mensos, mijes. Pero, si ellos no tenían ganas de luchar, a quién, entonces, yo, pertenecería.

La Alfaro atiborrada del sector popular, pero no habían taxistas o buseros ¿cuál era la protesta, entonces? Dirigentes estudiantiles, el Caramelo, obreros, ancianos, jubilados, mujeres: todos pueblo. Descontentos, coreaban las canciones de siempre y de antes, aquellas que la clase media con megalomanía capitalista no cantan por miedo a que los confundan con la gente de a pie.

Una cafetería artesanal se colocaron en la Estación del Tren, ¿vamos?, vamos, le respondí a la Cris. Entonces el rayo, el relámpago, el inefable encuentro. Encuentro, encuentro; no. La vi. Sabía quién era, pero me desentendí. De buzo rojo, falda corta, mallas rotas y charoles, jodida y radiante, flacucha con cuerpo de niña, cabecita de amapola, piel de manzana, era impúdica la presencia de los manifestantes ante la revelación que se sumaba a sus filas: su conciencia la hacía hermosa. Estaba contenta, vitoreaba, ¡Fuera Moreno Fuera! Como si no pudieran callarnos jamás. “Puta, ella me gusta ve”.

—¿Quién? —Preguntó la Cris, mientras marchábamos.

—Ella. —La señalé con nuestra costumbre, inquebrantable, latinoamericana, de apuntar con los labios: Fumaba, mi montoncito de memoria y experiencia.

“¿Le conoces?”: No. Respondí: Sé quién es pero no le conozco.

No voy a escribir su nombre, porque no tengo ganas, porque sabe a Principio, y porque quiero recordar a Benedetti cuando dijo Ojalá nunca hayas leído nada de lo que te he escrito, porque me destrozaría saber que a pesar de eso no me has buscado. Si se encuentra con esta memoria, concebida con aquellos atributos que me permite la ficción, solo ella y yo comprenderíamos la complicidad que nos pertenece, aunque me haya olvidado/engañado y en el pecho me infecte, como con algún inoculador pus, su fantasma. Camilo Sesto solía estar preso entre las redes de un poema; yo, con las de esta historia.

No me quedé parado en el tiempo, ni la manifestación se me fue de las manos, peor de la cabeza. (¿Ella, o el paro?) Marchamos a la Gobernación, al Parque Sucre; charolitos y su faldita por aquí, la tropa por acá, arengas más allá. Procuraba no perderla de vista porque sería la última vez, estaba convencido, de que la vería viva, de carne y hueso, compartiendo el mismo aire, dejando de respirar por si a ella le faltaba.

Fracasé, para variar, en la misión: Me dolió no verla desaparecer. No la atisbé más, inmarcesible recuerdo. “Bueno, ya está”. Pensé. El movimiento universitario de ¿Los Alternos? ¿La Alternativa? ¿El Alternador? Anaranjados como los presos. Dan igual, siempre dan, criticaba nuestra presencia en la coreada popular: “¡No solo se viene a la foto!” “¡Estudiantes vendidos!” “¡Conciencias compradas!” ¡Qué carajo! Como si de ellos dependiera el destino del sector desterrado, empobrecido y curtido la piel; de la Patria: que siempre es el otro. “¡Esto es pueblo, imbéciles, no banderas. Mudos!” Les puteó el Tierra Tixi. Dueños de la manifestación. Sotretas. Y no critiquen la falta de unidad, así de fraccionada es la realidad. Preferí volver a casa, mi hermana me esperaba: El Estado de Excepción habría de arrancar pronto.

Después de dos cadenas nacionales que sentenciaron el destino pordiosero y miserable de la comunicación, con violines y todo, en el Ecuador, se decretó el Régimen del Terror.

—Este país escribe sus propios chistes. —Dijo mi hermana.

—¿Por qué ve?

—¿No viste? Hasta el gremio de tricicleteros se declaró en huelga.

Me llegó un mensaje al celular: ¿Quién jode? Oh, mierda…

Era ella, respondiéndome una historia.

(Aprovecho el paréntesis porque sirve para aclarar cosas o ignorarlas, sin que esto afecte la lectura. Odio, soy adverso, y no aguanto la comemierdería que representa el recurso de la red o los medios digitales y sus soportes para contar una historia. Siento que le quitan lo bello, la imposibilidad, el desenlace al cuento, o tan solo porque soy imbécil y mucho le creí al viejo Zyg cuando escribió que En vez de servir a la causa de aumentar la cantidad y mejorar la calidad de la integración humana, de la compresión mutua, la cooperación y la solidaridad, han facilitado prácticas de aislamiento, separación, exclusión, enemistad y conflictividad. Así que seré ambiguo al momento en que se presenten estos aparatos, salvo en el caso que aparezcan inexorables.)

“Hoy te vi”.

—¡Ñaña! —Grité—: ¿Qué le digo? Yo también le vi.

—Por qué no me saludaste, ponle.

“Pensé que no sabrías quién era la loquita que te hubiese saludado. Tenía miedo de que no me respondas. ¿Me pasas tu número?”

Lo envié, pensando, analizando, comiéndome el cráneo sin encontrar el momento, en qué espacio y tiempo, dónde volví a gustar a las mujeres. Gustar: una conclusión apresurada. Digamos, corrigiendo, ¿atractivo? ¿interesante?

Mi K al fin termina aquí, como si hubiera muerto a tiempo, diría Adoum.

Me contaste que estudias Literatura, que mueres por Dorian Grey —estúpida motivación para comprar al fin ese libro—; que no te gustó la Rebelión en la Granja, que vivimos en 1984, —yo apostaba por Un Mundo Feliz—, tu edad, tus aparentes 15 años, Santo Domingo, —eres de Alluriquín ve, nos reíamos—: tu acento; ese, como cantan, milagro del viento, que te llamas Paancito, que imaginabas mi voz (tan quebrada y desguarnecida como acendrada la tuya) y me querías ver de frente. Te gustó escribirme. ¿Ya no?

Pasaron 4 días del Paro Nacional: el Gobierno compró la conciencia del Transporte pero se olvidaron, maldita condición cíclica en la Historia, de la existencia del Movimiento Indígena. Chimborazo se convirtió una provincia-isla, porque fueron bajando por el cerro ¡juyayay! Cerrando las vías por aquí, tapando las vías por allá: cantaba la música que adaptaron para sus enfrentamientos. “¡Afinen puntería, guambras, juyayay!”

El desabastecimiento se sentiría días después. Algunos amigos no salían a las manifestaciones porque “mucha violencia, loco. Esa no es la manera de pedir las cosas. Al Ecuador se lo saca adelante trabajando”. Frase de mierda. “Me da miedo, Hugo, con estos indios no hay cómo salir”. Y familiares me criticaban: “¡Qué cabeza tan vacía! Suponía que era inteligente ¡Qué fracaso!” No me importó; con la tolerancia y la complacencia nunca se llegó lejos: al fin yo pude verte conmigo; tú no tenías miedo y tenías claro que encarnizarse es un Derecho Humano. No sufrías la debilidad que les hacía conformistas a los demás.

Entre el 7 y 8 de octubre me arrebataron la vida.

Me pediste que te acompañe a Villamaría, tenías hambre: “Alimentar a un foráneo te lleva al cielo directo”. A lo mejor allá haría buen clima, pensé, pero yo preferiría, en el infierno, tu compañía. Nos encontramos en la Dolorosa, caminamos por la Primera Constituyente, calle asustada, tensa. Doblamos la Loja y llegamos a la Orozco: desierta. Saquearon a las chocheras: “vinieron, y les dimos todo, todito, niño. No eran indígenas, el indio no es ladrón”. Solo mamá Aidita estaba abierta, apenas, con la lanfor como con miedo; entramos. Comiste alegre, me preguntaste cuál era el verdadero problema; te conté. Y cuándo se acabará: no sé, pero…

Mi hermana llamó. Estaba en la Giralda, los indígenas habían llegado. Escuché bombas, petardos, maldiciones, carajos.

—Nos vemos en la Gobernación. Estoy con el Freedom. —Me dijo agitada.

—¿Estás bien?

Y me colgó.

Te pregunté si querías acompañarme, puesto que el único plan que teníamos juntos era comer en Villamaría. “De ley. ¡Viva el paro!”. Me alegré de no decirte adiós, de no quedarme sintigo y la complicidad. Subíamos la Orozco, conversando, fumando: el bajativo. Preguntaste por mis ex novias. Llegamos y de mi maleta saqué una mísera mascarilla, usada días antes, que me alivió no te diera asco ponértela por lo arrugada y sudada que estaba, inensuciables instrumentos.

—Por si acaso la cosa se ponga densa como el sábado. Toma.

—¿Qué tal me veo?

—Loquita. —Te reíste, luego no.

Mareas y lluvias de ponchos cercaron el Parque Maldonado, la Gobernación, a la policía que servía y protegía al poder porque se sabe y se ha leído que “visto desde arriba el indio no existe”. Y he ahí el olor dulzón de la orina, la vaca y la conglomeración del sudor. “¡Aquí está la juventud revolucionaria, que es pobre e indígena!” Imposible no enternecerse con el recuerdo de Mama Tránsito, Dolores Cacuango, Fernando Daquilema, Ambrosio Lasso, el mismo Atahualpa, Rumiñahui y Mama Ocllo: Yupaychani, juyayay, celebraban los anacos, las alpargatas, juntitos los sombreros, como saquitos de quinoa, como les habían recomendado siempre.

—Full gente, ¿no? —Me hiciste caer en cuenta.

—Ya mismo explota esto. A veces me da miedo. ¿Dónde estará mi hermana?

La llamé pero no me contestó, así que fuimos a acostarnos en la hierba. Otra vez teníamos hambre, compramos helados.

—Después unos huevitos de codorniz, por fis. O unos huevitos chilenos.

—¡Tatay, ve!

—Si son ricazos ve, zonzo. —Me reclamaste.

Y yo sentía que la manifestación, ese atentado contra “el orden público”, que es tan solo ese morbo asqueroso al conformismo de la costumbre, las piernas deformes por la rutina, no tendría sentido si no estabas conmigo. Quería ser eterno en este caos que era hermoso, no me hacían falta alas.

Sentí tus manos, tuve tu piel en la mía, ríspidas por el detergente y el lavaplatos; eran el génesis de un azar que no lograba comprender, como en Rayuela: ¿Encontraría a La Maga?

—¿Cuándo te volveré a ver?

—Cuando Dios quiera.

Te odié; me reí aguantando el puñal. Mi relación con Dios está atrofiada por los libros, la música, la experiencia, y el libre albedrío, así que dudo mucho que Él me conceda quien me haga feliz: “Eso es un ya no”.

—Tarde me voy a ver con una amiga. Mientras tanto, te escribo para que no te olvides de mí.

Mi hermana llegó, el Alex estaba con ella. Estaba sana, salva, tranquila. Qué haces, nada. La Paancito ya se va, me pidió que la acompañe hasta la España, porque le quedaba cerca a su casa.

—Nos vemos.

Estaba convencido: No la vería más. Era mejor, el país se iba a la mierda. Tenía que formar parte de. Sentirme pedazo de. Irme a la manifestación para. Con mi hermana y el Alex volvimos a la casa y comer algo, salir de nuevo a las cuatro o a las cinco. Llegamos.

—Y a mí me criticas que me como a guambras, ve.

—Tiene mi edad, gil. —Respondí—: Y solo es mi amiga. (Arrau.)

—Ya mejor anda a comprar dos bielas de litro. —Y me dio cinco dólares—: Diez centavos de comisión.

Desfile de cervezas que iban a venían, siendo honestos fueron solo cuatro pero ya me estaba intoxicando; ya la extrañaba, la sentía.

—¡Vamos vean! —Llamó mi hermana.

Nos levantamos, cogí la máscara de Diablo Huma de ella, cogí agua, mi maleta y nos fuimos. En el transcurso, el día se ocultaba, el arrebol de las nubes anunciaban la fatuidad del recalcitrante Gobierno al no dar su brazo a torcer. “Se cael Moreno, verán”, dijo el Freedom: Apostemos un Norton. Dale, yo estaba entusiasmado, últimamente me ha agradado envenenarme el cuerpo con Norteño y 220V; me recordaba a K.

—Cuando se acabe el paro me pagas.

—Si es que se acaba. —Respondió.

El Parque Maldonado estaba en relativa calma, ponchos por doquier, el azucarado olor de la orina se confundía ahora con cáscaras de frutas que los indígenas arrojaban a los suelos y atiborraban los basureros. Me escribiste otra vez, me diste esperanza: “¿Dónde topamos?” Te mandé una foto del parque y ya venías. Tus mallas rotas y tu falda corta vinieron a darle sentido a mi terquedad por los desterrados, por los sin nombre. El atardecer encendió las alarmas de los chapas, ponte la máscara, Paancito.

—¿Perdiste la mascarilla?

—La guardé en mi casa. Es lo más lindo que me han dado. —Dijo poniéndose al Diablo Huma y acercándose—: Hueles a borracho.

Nos cogimos de la mano y empezamos a correr, cómplices, felices, universitarios, mientras los estudiantes arrojaban adoquines a la chapería. Nos rozó una bomba, pero otro la pateó, vimos como agarraron a uno y lo molían a toletes: esa era la Misión Ternura. Las sirenas me desesperaban, no había dónde huir. Pero tú no te soltabas de mi mano. ¿Adónde vamos? Ya nos cagamos. Corre, corre, se escuchaba. Y únete pueblo, únete a luchar, contra este gobierno antipopular. Riobamba no se ahueva, carajo. Más perdigones, más palo, más mierda, más gases. Encontramos alivio en la Tarqui: fatigados. Tomamos agua, te sacaste la máscara, tu ralo cabello estaba empapado “odio mi físico”. Y otra vez, el aire picaba, te confundía, me cogiste del brazo, como si yo tuviera idea de qué hacer. Volvían las tropas, las botas, los toletes, las lacrimógenas, corrimos hacia el parque, creíamos que allí estaríamos a salvo. Más adoquín para los cerdos, toletazos para el pobre que va a pie. ¡Cuánto horror habría que ver! Nos sentamos en las gradas de la Catedral, cogidos de la mano, las motos de los policías cercaban todo el parque: ya llegaban, avanzaban. Más sacadas de madre, más “uso progresivo de la fuerza”. Se nos acercaban, nos cogimos de la mano, éramos el saquito de quínoa, yo cerré los ojos sin querer ver el Armagedón. Llamó mi hermana agitada:

—¿Dónde estás? No te muevas. Si no te mueves y no estás tapado la cara no te hacen nada.

Yo vi, en ese momento, como un animal partía a toletazos a un emponchado y a su mujer.

—No estoy tan seguro.

—Ven al Municipio por la Veloz.

Corrimos, nos escabullimos. El corazón me ardía, pero estaba seguro porque iba contigo, compartiendo, diría Ismael Serrano, la dulce guerrilla urbana.

Sin la máscara, ya, estabas colorada, como tus paisanos en Santo Domingo (Alluriquín) “¿Por tu casa venden tacos?” De ley, te respondí; llegamos al Municipio.

—¿Qué hacemos? —preguntó mi hermana.

—Ya vamos a la casa. Ya recibimos palo de lo lindo. —Dijo el Freedom—. Mañana volvemos.

—¿Tú qué vas a hacer? —A la Paancito.

—Me quiero ir contigo —Te apretaste al hueco de mi abrazo.

Caminando a mi casa debatimos sobre los métodos ocultos que podrían existir en la convocatoria a los indígenas. Yo propuse adoctrinamiento e, incluso, amenazas. Mi hermana habló sobre el convenio de la OIT 169 que buscaban legitimar la Justicia Indígena siempre y cuando no violente los Derechos Humanos. Yo de la comunicación en crisis, que este semestre estoy aprendiendo, hablando piedras, por parte del Gobierno: “No hay el texto”. Llegamos a la misma conclusión: Todo está cagado. Moreno es incompetente. La Romo y el Jarrín de terror. Tú nos escuchabas, estabas cansada, Paancito, y, ya mismo, de mí también.

Vimos las Cadenas Nacionales que ahora eran entrevistas, una innovación para la comunicación gubernamental. Qué asco. “Bueno, guambras, me voy a dormir. Lavarán los platos”. Compramos tacos, y burros en el Chidos, cervezas a la vuelta de mi casa: Comes mucho, Paancito. No dejaba de pensar en la cacería de brujas de la cual fui testigo. ¿Cómo es que nos volvimos tan suicidables, tan desechables, tan pocas cosas? Y allí estabas tú, para anestesiar mi ansiedad social, el interés por la colectividad; el fantasma del precariado y tú, mujer desnuda, comiendo y bebiendo, recuperando las fuerzas que te arrebataron los apuros. De cuatro cervezas, me dejaste la mitad. No puedo sola. Tomamos juntos. Me estaba mareando, qué carajo podría pasar. Se acabaron, al fin.

—¿Quieres más? —Pregunté.

—Una más, pero —hipando—: mejor no. Quiero acordarme de esto.

—Entonces vamos al sillón. —Me quedaste viendo mal—: Digo… Aquí es incómodo.

—Tienes razón.

Me senté, al fin, libre. Revisé el teléfono: “Le metieron preso al Toro”.

Pensé: Qué huevada este man. Maldita costumbre anacrónica de culpar al cadáver y no al asesino.

Te sentaste a mi lado, subiste tus piernas a las mías. Sentía tu carne, no las tocaba con mis manos, el feminismo me lo advertía; conversamos: Me contaste el cáncer de tu madre, tu afán por trabajar en una editorial, tu aversión por los niños. Tu fantasía sexual: ser estéril. Por primera vez hablaste de tu ex novio, que “es parecido a ti”, qué mierda. Empezaste a temblar. Vamos, te doy una chompa. Fuimos a mi cuarto. Te di un poncho que me regalaron por una entrevista en Cacha: rojo sangre. Viste mis libros: Cien Años de Soledad. Los Detectives Salvajes. Entre Marx y una Mujer Desnuda. Conversación en La Catedral. Pedro Páramo: así me enamoré de mi ex, “otra vez”, pensé. Porque tenía tantos libros que nunca leí. ¡Mira, este dijo que era buenazo! Te referías a La Casa de Los Espíritus. Pensé: “¿Por qué me estás diciendo esto?”

—¿Vamos a la sala?

Fuimos, y tu última pareja siguió siendo tema. Hasta me enseñaste una carta de despedida que te dio. Tuve ilusión, creí encontrarme con la lumbrera de la Literatura, pero tan solo encontré, como dice Jorge Enrique Adoum, simplemente un máximo esfuerzo por parecer lúcido, que es la etapa superior de la desesperación, bebecita.

Sentí la urgencia de enseñarle el último mensaje que le envié a K, y no porque la extrañe, sino porque me dio pena la manera en que la han querido todo este tiempo: suspiró al final. Volvió a subir sus piernas a las mías. Me acordé de una canción: Tras tomar algunas copas, me jugaré un beso en su boca. Lo hice; olí el consentimiento.

—¿Vas a volver con él?

—No. Vuelve la próxima semana. Solo tengo que hablar con él y devolverle unas cosas.

Ahora estabas encima mío; yo apagué la luz. Te besaba con Cortázar en mi cabeza. Temblorosa humedad: estoy incómodo aquí. Sí, a mí también me estorba la ropa. Fue inefable. Te rompía, más, las mallas, tenía una mano dentro de tu espalda y otra en el interior de tu falda. Pero no dejaba de pensar en los indios y en la gente que moría enfrentando a los uniformados. Con un catálogo de besos donde solo alcanza el corazón, diría Marwan. Y al fondo Willie Colón cantando Gitana, ¿como mensaje subliminal? Luchaba contratigo, me dejabas llevarte adónde yo quisiera, preso en la cárcel de tus brazos, a tu merced, a tu voluntad y viceversa. Vamos a tu cuarto, besándome el oído, el cuello: ¡Vamos!

No te amé como hubiéramos querido. Fue un sexo débil, mediocre, invadido por el miedo, ecuatorianísimo, responsabilidad mía, o la falsa expectativa que te hiciste de mi pantalón, los reproches contramigo mismo, y te diste cuenta: “La próxima vez no calientes lo que no te vas a comer”. Y me besaste. No te fuiste, me diste la espalda, te dibujaba en ella. Me lamentaba haber olvidado la costumbre profiláctica; hace tiempo, desde el colegio, ¿ya? Ninguna mujer había conspirado tanto conmigo. Yo estaba interesado en lo que ocurría en otros lados. Las mujeres me encantaban en sus luchas, en sus quejas y sus victorias, en su sororidad, y había olvidado que también tienen carne y a veces eso les llama a quedarse contigo. Pero no: lo olvidé, desde hace cuatro años, a lo mejor. Sin cambiarse de postura, desnuda, me cambió. Y ya eran las tres de la mañana. Tu nariz de azúcar resoplaba, a veces te ahogabas. En el conticinio y con la canícula de mi cuarto que achicharraba mi piel, analizaba hasta el cansancio lo que me había pasado, el milagro de tu cuerpo sobre el mío, el aparatoso final y el exterminio de runas allá afuera. Pero aquí estás: dormida, con un brazo buscaste mi pecho. Tu mano estaba helada, y tu frente ardía: era fiebre. Te retiré las sábanas (la vi desnuda y lloré) y te vestí con un buzo improvisado, como a niña que no quiere ir a la escuela, pidiéndote que alces los brazos, sentada a los pies de la cama. No pude hacer más que esperar, ventilarte, darte besos en la frente, tocarte la cara, buscar pastillas a esa hora: Nada. Si el amor es otra cosa yo te prefería al amor. Te quedarías a dormir —¿a vivir?— aquí hasta que la calentura, y no la de las sábanas, a lo mejor sí, se nos vaya.

—Me gustan tus manos. —Susurraste—: Son tan suaves.

—Me gustas mucho.

Se calló y antes de volver a dormir: “A las seis y media me llamas un taxi”.

Llegó la hora fatal. Te vestiste, devolviste a su lugar el buzo, tus mallas estropeadas, tu falda corta, tu bucito negro, los charoles, y el poncho, que te ha encantado. Nos despedimos con un beso en la mejilla, fue amargo. Sabía fatal. Pero recordé esa canción: “En mi casa y en mi alma siempre hay un sitio para ti”. No había más nada ya. Salvo el paro: salvar el país. El amor a la patria, a los olvidados.

Desperté con buenas noticias: Los indígenas se tomaron la Gobernación, y molieron a palos al cura Tuárez. Días después la Conaie se declaró en luto por sus caídos, lloraba lo mismo. Te extrañaba mucho, Paancito. Asesinaron a Inocencio Tucumbi. Quiero encontrarle un sentido al seguir redactando lo que pasó después, pero como personaje eres complicada, me planteas problemas y me exiges un estilo. Haces lo que te da la gana conmigo. Tomo prestadas las palabras de Galo Gálvez tan solo para decirte que soy torpe con las palabras: Volvías con tu ex, descubrí un rincón rancio y putrefacto en el que se desenvolvía tu homofobia, bebías demasiado ¿cómo podías pensar en farra con tanta gente muriendo en el país? Te volví a ver el décimo día del paro: lo mismo. Yo era mendigo de tus besos, a lo mejor la miel no se hizo para la boca del asno. Estaba entre El Necio de Silvio Rodríguez y Vivir así es morir de Amor de Camilo Sesto porque me venían convidar a tanta mierda, mientras por amor tenía el alma herida. Porque yo quería seguir jugando a lo perdido, siendo más a la zurda antes que a la diestra. Melancolía: Yo me muero como viví. Era insoportable, mis dolores no eran los tuyos. Me despedí, porque quería lamerme solo las laceraciones, las heridas purulentas. Lloraste porque se confundieron mis intenciones con las tuyas, que eran tan solo de amistad. No dejé de asistir a las manifestaciones, aun con el alma mortificada.

El 13 de octubre se levantó el paro. Nunca imaginé que mi corazón quedaría como el país: tan devastado y saqueado. Me escribiste de nuevo: “sé que no me responderás, pero bueno, me alegro por lo de hoy… Y espero que estés bien”. Me cagué de nuevo, te abrí el corazón. El 19 terminé de enterrar un hijo muerto, por mis condiciones etílicas irresponsables.

No te culpo de nada. Espero que leas esto algún día: espero que vuelvas, no me interesa vigilarte, tan solo que me asumas, después sabremos qué hacer, dijo Adoum.

Yo cumplí la obligación, digamos, literaria, parecida a la angustia, de hacer algo contigo. ¿Una venganza, quizá? Lo único que sé es esto; quererte con palabras cuando ya no estás, un sucedáneo, abrazarle y hablarle a tu fantasma.

Gracias, Paancito, me hiciste sentir vivo. Gracias hermanos indígenas. Yupaychani. A los que cayeron, y a los que estuvieron, desde siempre, en pie de guerra.

 

Octubre, 2019

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