Lo primero que veo son mis manos. Son libres y no sé bien qué hacer con ellas. Me refriego los ojos somnolientos y me resbalo por el filo de la cama, sosteniéndome de las cobijas hasta que mis pies tocan el piso. En el pasillo, mi mamá corretea a medio vestirse, apurada, siempre apurada, cojeando con un zapato puesto mientras busca el otro debajo de la cama. Se mete al baño y la veo cepillarse los dientes al tiempo que salta para encajarse el zapato que tiene en la mano. Apenas le queda tiempo para mirarse al espejo. Al salir, detiene su carrera un segundo para darme un beso de despedida, me acaricia el pelo y sale corriendo al trabajo. Allá no puedo seguirla, no tengo edad para eso. Yo me quedo en la casa, soñando más despierta que dormida. El tiempo pasa lento y nada importa demasiado. Lo que más me gusta es tumbarme y esconderme en la hierba crecida, soñándome invisible, diminuta, mirando los insectos vivir, tomándolos en mis manos como si fueran los protagonistas de las historias que invento, riendo con el cosquilleo de su caminar. Incitándoles a migrar cada vez que levanto una piedra o un trozo de madera podrida, escombros de la casa abandonada donde nací. Me gusta ese juego: la idea de ser capaz de provocar, con una sola mano, una conmoción que remueva las vidas de los otros. Voy sola, creándome y cazando compañeros de aventura, metiéndome al bolsillo sapos, saltamontes, mariquitas, chanchitos de tierra. Mirándoles desde arriba, me siento gigante ante ellos. No soy gigante ante nadie más.
Tengo miedo de quedarme sin mamá, por eso la persigo como su sombra. La sigo a todos lados, como si todavía no me diera cuenta de que soy otra, soy alguien a parte de ella. Envolviéndome en el cordón umbilical camino tras ella, a veces arrastrándolo por el suelo mientras cabeceo de sueño, otras batiéndolo como una cuerda para jugar con él, de la cocina a la piedra de lavar, de la cama al espejo, como si ambas nos moviéramos por un tablero de flechas invisibles que nos enseñan el camino marcado por la rutina. Nunca se detiene, no tiene tiempo para eso. Va de aquí para allá sin darse un respiro, suspira solo delante del espejo. ¿Qué ves, mamá?, le pregunto todos los días mientras ella se estira las canas. ¿Qué hay ahí?, quiero saber. Todos pasan por ahí antes de salir. Yo me cuelgo del lavabo, intentando descubrirlo, pero no alcanzo a mirar.
Crezco. La escuela no es lo que imaginé. El primer día lloro sin consuelo hasta la salida. Las profes me miran entre la rabia y la lástima, con unas ganas malévolas de callarme. Me apodan la llorona, pero está bien, es normal porque soy niña, dicen. En la escuela me enseñan a “cuidar mis palabras”. Fracasan. Mi papá dice que soy como un caracol porque hablo para adentro y es raro verme fuera de mí misma, aunque yo siento que este es el tiempo en que más hablo y menos pienso. Sueño mucho, eso sí, con los ojos abiertos sobre todo. Entre mi sonambulismo y mi silencio, con la cara manchada y las rodillas raspadas, crezco, en medio de dos hermanas con las que jugamos a modelar vestidos hechos con sábanas, sintiéndonos bonitas, sin mucha idea todavía, afortunadamente, de la belleza.
Los días pasan. Todas las mañanas, todos se miran al espejo antes de irse y yo me paro al frente para comprobar si este será el día en el que por fin resolveré su misterio, en el que por fin sabré mirarlo. Mientras tanto, la vida pasa lento y nada importa demasiado. Solo se agita cuando mi mamá pasa como un torbellino a mi lado, transformando lo crudo en cocinado, lo sucio en lavado, lo roto en cosido, la herida de mi rodilla en un vendaje bien hecho.
Crezco. Un día descubro que por fin, parándome en puntitas, alcanzo a mirar dentro del marco del espejo. Del otro lado se asoma una niña de ojos soñadores y curiosos. La miro sorprendida. Saludo y ella me devuelve el saludo. Sonrío y ella sonríe. Soy yo, esa niña soy yo. Me gusto. Mucho gusto, le digo, estoy feliz de conocerme. Algo me dice que este primer tiempo está a punto de acabar, y yo me prometo seguir en este juego, salir ahí afuera sin olvidarme de sonreírle siempre a la niña del espejo, de ser su dulce compañía y hacerle saber todos los días que pase lo que pase, yo estoy con ella. Fin del primer tiempo. Avizoro el segundo con las piernas temblando.
* * *
El segundo tiempo me toma por sorpresa antes de que acabe el recreo, con rubor en las mejillas y un hilo de sangre chorreándome por las piernas. La sangre sale de mí, pero yo no quiero que me pertenezca, no quiero que sea mía. Tengo las manos tembleques, como presintiendo algo, temiendo por su libertad. Ahora el tiempo pasa de prisa y todo me importa demasiado. Y me sorprendo a mí misma forzándome a poner los pies en la tierra. Voy buscando cómo decir eso que quiero poder decir, intentando sacar a la luz las flores —y también la basura— que tengo creciendo dentro. Fracaso un millón de veces. Fingiendo que tengo un plan, me lanzo a la calle como si supiera a dónde voy, aunque todos me digan que soy demasiado joven para saberlo. Intuyo que debe haber otra forma de vivir, pero todavía no he descubierto que se puede ver más allá del alambrado.
La niña del espejo ha crecido tanto como yo, y se esconde en la vergüenza de mi cuerpo incompleto, inseguro, en los nudos de mi pelo indeciso. Sigue mirándome tiernamente aun cuando yo no quiero mirarla, aun cuando intento ocultarla debajo del vapor que deja mi aliento en el cristal. A ratos me siento diminuta, a ratos me deseo invisible. No quiero mirarme al espejo. Hoy no. ¿Hasta cuándo? ¿Cuándo voy por fin a ser eso que ellos llaman una mujer? En susurros o a gritos, el mundo me va enseñando a odiarme y yo voy cediendo débil, dejando que los demás me pongan en mi contra. Hay que ser bonita, hay que ser buena. Hay que cumplir las reglas. ¿Por qué? Porque es así, porque eso es lo normal. Me propongo todo eso, me empeño en ser la pieza que encaje en el rompecabezas. Pero cuando me miro al espejo, la piel oscura, los dientes chuecos, la nariz grande, los defectos… El espejo es el enemigo al que no puedo dejar de apuntar. Me veo, me re-veo, me analizo de frente y de perfil, me gusto y me disgusto en un dos por tres, y todos parecen ser mis rivales, incluso yo. Y ella, la niña, sigue ahí, sonriéndome cada vez que me acerco, está siempre para mí aun cuando yo no estoy para ella. Me fastidia su incondicional y desmesurada lealtad. No deberíamos ser amigas, le digo, por algo estamos enfrentadas. Mírate, pareces extraviada, desentonas ahí donde vas, y no quiero ser como tú. Voy a dejar de hacerte caso, deja tú de remedarme, no quiero que se burlen de mí como lo hacen contigo. Desvío la mirada, le tuerzo los ojos, le saco la lengua. Dejo de observarme y miro a las otras. Debo preocuparme por ser como ellas. Sí, todo estará mejor si soy como ellas. Quiero ser como ellas. ¿De verdad quiero soy como ellas? Lo que sea con tal de ser otra, lo que sea con tal de no ser yo.
Mi mamá sigue corriendo cada vez más cansada, mirándose de reojo al espejo antes de escurrirse por el caño de la rutina, pero yo ya no quiero seguirla. Empiezo a comprender sus suspiros, y ahora es ella quien intenta seguirme los pasos. Ya sé que hace rato que existo fuera de su vientre y he decidido empezar a halar para mi lado. Nos movemos en sentidos contrarios, y en medio de ambas el cordón umbilical se estira y sangra hasta hacernos daño.
Se escucha por fin el silbato que avisa el final del segundo tiempo. Por suerte viene un tercero, y aunque no sé si estoy lista para ello, aunque a estas alturas del partido ya no sé si lograré salir triunfante, aunque me encuentro exhausta, sin comodines ni tiempo fuera y tentada a abandonar la cancha, por alguna razón inexplicable verlo llegar me trae calma.
* * *
El tiempo pasa, a veces arrastrándose lento como mis pies somnolientos cuando aterrizan después de un vuelo turbulento entre mis sueños, o como las ideas perezosas que rondan por mi cabeza; otras veces corriendo imparable como mi mamá, pero ha dejado de importarme su nivel de velocidad, he dejado de fijarme en el velocímetro y le puesto una pausa definitiva al cronometro. Vuelvo al espejo todas las mañanas, y aunque a veces mi reflejo juegue a ocultarse tras el vidrio empañado por mis dudas estoy tranquila, ya sé que no estoy sola. La chica en el espejo aparece entonces, y cuando lo hace, puedo mirarla y reconocerme y sonreírme. Esta soy yo. Aquí estoy, aquí he estado siempre. La niña del espejo ha estado esperándome siempre, y yo he pretendido evadirla, he fingido que puedo sin ella, me he empeñado en negarla, en no mirarla de frente sino en enfrentarme contra ella. Esa niña soy yo, lo había olvidado. Ya no me asusta como antes encontrarme distinta cada vez: ya sé que hay muchas formas de mirarse, muchos agujeros por donde todavía me hace falta espiar.
Sigo encontrándome, perdiéndome y volviéndome a buscar. He descubierto que el secreto está en coserse y volverse a descoser una y otra vez, y hoy soy yo quien cuando quiero suelto la aguja en el pajar. Sigo perdida, pero ya no es tanto el miedo porque estoy conmigo misma y me hago buena compañía; porque soy más de una, somos yo y la chica en el espejo, y juntas podemos ser cuantas queramos. No debo cuidar mis palabras ni ser la pieza que encaje en ese rompecabezas inservible. No debo intentar fingir ser como ellas ni mirarlas por debajo de este delirio de inferioridad. Tampoco hoy tengo claro el camino, pero estoy lista para continuar flotando sin rumbo fijo en el torrente emocionante y agridulce de la incertidumbre, ahogándome de tanto en tanto y pataleando hasta salir a flote.
Mi mamá disminuye al fin la marcha. Recojo el cordón deshilachado, desperdigado por el piso ensangrentado, lo envuelvo y lo guardo para llevarlo en mi bolsillo, a mi lado, pero ya no colgando de mí. Y le beso la frente y le acaricio el pelo. Me agacho para despegar sus zapatos del suelo asquerosamente pegajoso, y le tiendo mis manos, que son libres de nuevo, para salir a caminar junto a ella.