Animal de galaxia

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¡A ver, a ver!

¿Por dónde empiezo? No, mejor, conversando y analizando la conducta humana y este lenguaje del que me estoy apropiando por necesidad, tan complejo e  innecesario, lleno de ruido, como ruido de los años que he estado con ella, me molesta, ¿por dónde termino? Les cuento, comento, sin dilaciones: soy gigante, a veces pequeño, como un ratoncito silvestre, me encojo o vuelo a mis interpretaciones, pero no me juzguen, no me malintencionen, no hagan ese cariacontecimiento con el que siento pena. Tengo dos huevos prehistóricos negros en mi blanca cabecita ovalada. Y estoy cubierto por un material parecido a los sudarios, esos egipcios, en donde envolvían a sus momias. Qué bella costumbre que impusimos a Oriente, tras construir sus pirámides. Me envuelve una gran capa morada pero, para ser próximo y hacerme con el ambiente que me rodea, llamémoslo poncho. He visto a muchos usarlo acá, el cuerpo triangular, cuneiforme, coronados por un sombrero que, es curioso, lo protegen de la lluvia con fundas plásticas de colores. Ellos, los indígenas, —¿o indios?, ¿runas?, no lo sé— concienciaron a esta aldea, generando un prurito racismo por parte de otros simios encartonados en corbatas y bolsos, lo que se había superado, evolucionado, en mi planeta. Y sí, cuento «mi planeta», porque soy de otros cielos, un Animal de Galaxia, un poco lilas, a veces morados.  Pero ellos son extraños, ¿no será esa esponjita de amor que tienen en lugar de corazón?, le escuché decir a Bichito alguna vez, citando a ese ecuatoriano que le encanta al Intruso.  Ella, a quien protejo, es graciosa, baila y canta, se mueve al compás de unas olas imaginarias que por ubicarnos a una altura considerable —agradezco no necesitar este contaminado oxígeno para sobrevivir, sino ya habría muerto de inanición o intoxicado—, 2750 metros sobre el nivel de ese estanque de lágrimas gigante que llaman mar, parecido a las lagunas malvas que hay en mi planeta, se las inventa y son reales, más que una certeza verbal, se materializan en sus maneras. Le dicen Gaia, a nosotros, a ella y a A, mi compañero que se amarga como un Domingo sin sol, y cuando lo hace fosforece su cetrino color, nos provoca un poquito de risa, pero es feliz con esa circunstancia.  Tiene el cabello arrebolado, envuelto en llamas y un perfil acendrado donde no encaja cualquiera.

Últimamente la he notado extraña, ¿estará enferma?,  para ser práctico, porque en estos lares todos se precisan en fechas, la involución es tremenda, desde el 21 de enero o antes, desde el 16. Así de curioso me encuentro y siento.  A también parece haber sido contagiado con algo, su aire está ausente, ¿ese covid-19, será?, no, los más de 500 casos vendrían después, ¿se tornaría demasiado humano? Podría atreverme a decir que es a causa de mi irresponsabilidad por distraerme un momento. Pero la quiero, y acepto sus decisiones, es por ello que no ataco al Intruso cada que Gaia viaja a ese ominoso barrio que llaman Bellavista, —su silencio, la quietud es un tigre agazapado que saltará y siento que la hará daño, nada como Santa Rosa, el nuestro— a ver al polizón de nuestra relación compuesta por 3 seres hollando esta tierra, por un rato. 

El 16, cuando llegó a casa, Gaia iba y venía, revolvía el armario, se picaba la cabeza, me interné en su cuerpo y sentí que su alma estaba irreflexiva, se pintó de un color cerúleo, bastante extraño, ella se viste de verde.  Me despidió de su adentros, y reboté entre su ropa.

—¿Estás bien? —pregunté y vi de soslayo a A, daba la impresión de haber sido vapuleado—. ¿Qué les pasa?

—Dile que no  —me dijo como tosiendo, A.

Estaba inerme, y era extraño verlo así. Generalmente, él es quien da guía cuando nos sentimos perdidos, pero ahora, supino en la cómoda, me entristecía.

—¿Qué vas a hacer? —pregunté a Gaia.

Fue demasiado tarde, porque empezó a sonreírle a ese anacrónico aparato que los humanos llevan a todas partes, una extensión, extremidad, más de su cuerpo.  ¿Aprenderán lo suficiente que es la telepatía? Revisé a quién escribía. Era el tipo, a quien A llama El Intruso; flaco, usaba anteojos, y también llamaba a Gaia, Gaia. No aguanté la curiosidad —costumbre demasiada humana—,  y salí a buscarlo.  Lo encontré cerca de ese parque dedicado a sus nodrizas, madres, que llaman, y lo estudié.  Fui a su cuarto, la escribía mientras estaba leyendo un libro, Los Detectives Salvajes, o algo así decían esas letras que en la mente de ella resultan góticas.  Había sentido un deseo en mis tripas por arrancarle el libro y comprender, descifrar qué es lo que ese humano pensaba. Lo veía andar por toda la casa, bebe mucho café, ¿vive solo? No. Hay más camas, ¿por qué estando tan abandonado está cómodo? Él también se ríe. Habla con Gaia. Me huele a maíz tostado, fui a ver cómo se alimenta. ¿Y el azúcar? Me dio repulsión verlo tomar esa bebida más negra que qué sin dulce y sentir placer. Qué extraños son los humanos.  Fue a buscar su maleta, de ella sacó una media negra, la aplastaba como con furia, como con ansias, la tiró en un sillón, aproveché que se retiró de la sala, creo que fue a ver una computadora, y me acerqué a ella, la sentí, la toqué, la aplasté: era relajante. Ya llega, escóndete, Deditos Grandes, pensé.

—No, ve —le hablaba a la extensión de su cuerpo—. Todavía no. Espérate un chance. ¿Cómo le voy a decir que salga conmigo? Pareces lelo, mija.

¿Salir? ¿Qué es ser «lelo»? Tenía alguna intención con ella. Me las olía, lo sentía en mi sudario. Se concentraba en su trabajo, como estaba solo, aparentemente, no había quién lo distraiga.

—Tengo una idea, pero no sé si valga, mija —seguía conversando. Una voz más gruesa le respondía del otro lado—. Un chapa municipal, de tránsito, no sé. ¿Crees que me publiquen? Huelga de Celo ya está, ¿y después qué escribo?

Un poco ansioso el niño por escribir. ¿Lo hará bien? Tendría que averiguarlo.  Pero este, supongo, no es el momento. Leeré Huelga de Celo si Gaia lo hace.

Al verlo concentrado, decidí marcharme con unos versos de un viejo que tenía demasiadas arrugas en la voz y usaba un bombín, el corazón, yo lo vi, le ardía al Intruso cuando él cantaba.

Devuelta a casa, Gaia seguía pegada a su aparato, como si la vida dependiera de ello. A estaba aletargado, herido, la primera vez que lo sentía prosaico.

—¿Todo bien? —le pregunté.

—Solo mírala —señalando con su pincita que tenía por manos—. Se olvidará de nosotros.

Me senté a su lado escuchando la risa de Gaia, tranquilo, le dije, está viviendo.

—¿Y el otro? —mirándome mal.

—¿El otro, qué?

No me respondió.  Después de un momento dijo que tenía miedo. 

Al siguiente día Gaia tenía un innecesario seminario en su Universidad, ¿cómo se llamaba? ¿Lo recuerdas, A? Nos quedamos dormidos, lo que es extraño, porque ninguno de los dos necesita hacerlo para recuperar energías, era el desgano, el desinterés de ir.  Nos atrasamos, no recuerdo cómo fuimos a ese lugar. Detesto que los humanos no puedan volar. Ella podía hacerlo antes, pero ahora, presa en ese amasijo de carne y hueso, tiene que adaptarse a caminar, ir en la Línea 8 o un taxi, y encima dar moneditas de oro o plata, por aquello. Qué luctuosa que es la vida terrestre.  El Intruso estuvo cerca, y desprendió un olor a verde prado, ese hedor en el que se envuelve quien confiado, ¿estaba?, se siente. Se giró, midió a Gaia, y con una sonrisa torpe, «sonrisa de quien quiere excusarse la recaída en el vicio»: Gaia, déjale sentar a la Pame, le dijo. Y ella, víctima de un ataque de risa, no podíamos controlarla, pero ineluctablemente vivía despierta, contestó que sí. El flacucho de lentes se sentía contento, lo mirábamos, creía que por hacerla reír estaba todo resuelto.

—Vámonos, salgamos de acá —le dijimos al unísono.

Se levantó y, sin hacer ruido, como gatitos del monte, vicuñas de páramo, abandonamos las ponencias. Al salir vimos la figura del Intruso buscar a Gaia, nos dio satisfacción que no la encuentre. 

Volvimos a verlo en las gradas. Subiendo, o bajando, siempre es lo mismo, depende de la perspectiva, los humanos se complican por las simples condiciones de un arriba y otro abajo.

—Hola —sonrió y extendió sus cinco dedos, abriendo la palma.

Gaia apenas lo vio y corrimos hacia el auditorio.  Una chica, más baja que él, daba la impresión de ser dueña de ella misma le dijo algo, percibí un «Así te gustan, que no te hagan caso». Él esbozó una mueca, buscando justificación, recogiendo sus hombros.

Los días con el Intruso se habrían vuelto corrientes, y con Gaia era distinto, sufría confusión, parecidos a los síntomas del cólera. Un otro la atormentaba, la acusaba, con bigotito a la mexicana y el carbón del cielo, porque se volvió sombrío, destellarte, no cesaba de tronar.

Llegamos al momento en que Gaia y el Intruso se involucraron, se sintieron, y amenizaron la ausencia compartida, con esa fuerza que solo posee la fuerza y para A fue ubicarse en las antípodas del sufrimiento. Aquella tarde, Gaia estaba aterida de, robándome lo que plagia el Intruso, tiempo y frío. Vistió su cuerpo de flores, en el pecho, en lo más recóndito de su inmarcesible alma. El intruso, una chompa cetrina, de militar, ¿cómplice de las dictaduras?, no. Él, en estos días, siente nausea de esa vergüenza, esa violencia en su historia más latinoamericana que los indios y su relación con las bombas lacrimógenas, el fuete, que es lo mismo que decir látigo, y el patrón.  Pero, bueno, bueno, ya estoy comenzando a razonar por caminos sinuosos, fuera del recipiente.  El hecho es que aquella tarde, A y yo quisimos alegrar a Gaia porque el amor intercalado que sentimos es implacable, va más allá de su cuerpo, de su risa, la sentimos y veíamos que la conversación con el Intruso cesaba, mermaba en sus intervenciones, atenuantes para la amargura de A: Le regalamos un arcoíris.    Dejaron de hablarse, yo era un intermediario entre ambos, estaba al borde de la locura; no soy ninguna paloma mensajera.  

—Fúgate —le recomendó, pero después—: Mentira, yo inquietando al mal. 

Nos trasladamos para ver la realidad del esmirriado entrometido; hacía nada y viendo el mensaje que Gaia le había enviado, desprendió nuevamente ese olor a pradera, a vaca. 

—¿Y ahora ve? —¿es que este humano nunca se separa de esta pelinegra que nos aterra?— ¿Qué le digo?

—¡Qué sí pues, gil! ¡Deja de parecer tonto, la chica te está haciendo caso!

«¡Mentira!», gritó A.  Huimos porque sentí que nos descubrirían.  Usaré el dialecto de esta sierra encuarentenada a día de hoy, mientras dicto mi memoria: Carajo.  ¿Qué le está pasando a Gaia?

«Voy a estar afuerita de tu curso», estaba escrito, nos imaginábamos su risa. 

—Portaraste vivo, vivo mijo —le dijo la pequeña. 

No, no lo íbamos a permitir, A presentaría tos seca, fiebre y dificultades respiratorias —A, nosotros no necesitamos aire—, al momento de concretarse ese encuentro, porque si algo era certero, es que las in-condiciones, las imposibilidades, reducen el intereses entre seres humanos.  Así que nos apoderamos del cuerpo de su profesor y pusimos palabras innecesariamente precisas para evitar el encuentro. 

—Hasta las doce, verán. 

Les encomendó un trabajo grupal, entonces en la extremidad de plástico que Gaia carga se leyó la excusa.  «Bien», suspiramos ambos. 

—Ya no me voy, ve —le dijo cariacontecido el Intruso a su vampiresa amiga—.  Dice que tiene que hacer un trabajo grupal.

Eso, ríndete, decía A, pero no contamos con el recalcitrante carácter de su amiga.  A lo mejor ella comprende el ánima femenina mejor que nosotros, que recomendó al chico lo siguiente:

—¡Ay, ve! Dile, escríbele: ¿Quieres que te vaya a ver?, eso le va a gustar, zonzo.

—Pero…—con el corazón hecho un nudo—: ¿y si dice que no, o ya no me responde?

—Ella se pierde —A, y yo reímos porque no encontrábamos en él algo que era valioso no desperdiciar. 

«Vive por la Condamine.  Solo si puedes, o sino quedamos en algún lado que sea cerca para ambos.  Ahí avísame igual, con confianza».

—Ya ves, menso —le dijo la chica de piel ceniza—.  Ya ándate, ¿qué haces aquí?

El Intruso corrió desde la facultad a la parada del bus, sabía que debía coger la 8, pero se le sentía nervioso, no podía agarrarse de los asideros, al sentarse le temblaban las piernas, abrió su libro para sentir nauseas, calor, retumbaba su estómago, ¿el cólera?, ¿el covid-19? (todavía no llegaban casos a Chimborazo). Los nervios, la tricotilomanía, la ansiedad.  «Tranquilo», se pensaba, agarró su media cargada de granos.  ¿Tenía que decirle? Yo no lo entiendo, ¿qué hace con ella?, con furia la oprimía, y se quejaba, como si supiera que la vida se recorta con cada suspiro.   «En la esquina hay una de hamburguesas.  Se llama RodriBurger, es seguro».  Tenía desconfianza, también, se lo olía.  El Intruso nunca pisaba nuestra localidad, era un polizón para aquellos que se dedican al comercio en emblemático espacio.  Hogar que vio nacer a sus chapas adiposos y las transgéneros que se hacían llamar Kruz Veneno. Pero ellos, esos personajes resultan ficticios, ¿no? ¿Los conoció el Intruso?, pobrecito. 

«Ve a la puerta principal de La Conda», porque incluso el niño se había perdido.  Es muy torpe y tiene escalofrío, está con miedo. 

—¿Dónde estabas? —se acercó con dos chicas más, riendo. 

—Por allá —señaló una tercena—.  Creí que era por esa esquina. 

Me senté con el Intruso y pude verle cerca, al fin, con Gaia presente.  Se lo veía nervioso, tenía la lengua echa un ovillo, el alma alborotada, el cabello con grasa que se lo confundía en los bordes de la nariz.  Tiene un agujero en la cabeza, no es calvicie, son desprendimientos provocados.  Estoy sentado a su lado y mira a Gaia, ¿qué te pasa, niño?, con el tiempo que transcurría, se sentaron juntos, y él la miraba, y ella a él, a escondidas.  Me interné, era cerúleo, como Gaia cuando hablaron la primera vez.  Ella, zarandeada, malva, colores que electrifican por su placidez al encontrarse juntos, y contentos.  El Intruso debía irse temprano, a las 3 de la mañana partía a la capital de este paisito que nadie sabe dónde mismo queda por la miopía. 

—Te acompaño —dijo Gaia—.  Perdóname por aburrirte tanto. 

—No, no es eso… Yo tampoco acabo lo del Seminario. 

Se levantaron, caminaron por Santa Rosa.  «¿Qué estás haciendo?», le preguntamos juntos A y yo.  «No lo sé», dijo ella, y al Intruso, ¿en qué bus vas?

—La uno o la dos. 

Cruzaron las calles, supongo que era la García Moreno, y tenían que llegar a la José Joaquín de Olmedo, recuerdo de ese hombre, que por prócer de la patria, como siempre, su  memoria y honor se construye por las calles que lo nombran.  Llegaron a los Bomberos, A decidió quedarse, o volver, no sé, se extinguió por un momento.  Me percaté que ambos tenían el pecho inflamado, pero más el Intruso, ¿qué se imaginaba?, percibía que estaba turbado, más asténico de lo que lo he construído.  Ya no lo soportaba, tenía que hacerlo, sus vísceras lo reclamaban, su hígado se giraba, tomaba las decisiones por él, de aquello dependería su suerte al día siguiente, al día después y al de ahora, encerrados para toda la vida, porque se dio cuenta que vivir, quedarse, estaba prohibido, había que confinarse en casa para combatir la pandemia: Agarró su mano.  Lo vi, pero por presbicia, quise aguardar un momento, puede que estos sentidos, los humanos, me estén fallando.  Con fuerza correspondió Gaia, pero era muy apresurante esa vida comunicante, así que desagraciafortunadamente ella le dijo:

—¿Por qué me la tomas?

El Intruso balbuceó, ¡A, debes ver esto!, se heló, cada brizna de su piel señalaba peligro o miedo al rechazo que Gaia manifestaba.  No pudo justificarse y soltó, instintivamente, la suya, volvió a sentirlas huérfanas de calor, de tiempo perdido: Triunfamos. 

—Perdóname —alcanzó a decirle. 

Caminaron, y era oscuro. 

—¿Sabes qué?  Puedes quedarte aquí.  Este lugar es peligroso —paralizado estaba él por el desasosiego—.  Mejor ya vuelve. 
—A mí me cuidan —viendo el poste de luz tenue en donde me había posado para verlos mejor—.  Mira, ya llegamos, la línea uno, ¿no?

—Sí. 

La Olmedo siempre erizaba los nervios, sea el día o la noche, todos saben que es un caldo de cultivo para que aquellos humanos, amigos de lo ajeno, hagan lo suyo.  A esas horas, no había que esperar menos.  ¿Quién los esparaba en la oscuridad?, si el Intruso estaba solo, su suerte sería distinta, yo le correspondo a Gaia.  Llegaron, se instalaron en una pared, una señal de tránsito rezaba que era la parada, material atávico que aquí nadie respeta.

Ejercicios de imaginación, él estaba ansioso, y con la sospecha de siempre, las manos empapadas de agua con sal, que los humanos desprenden cuando se les cuelan los nervios en el alma y les delata la cara.  La veía, otra vez a su mano, era inevitable, ella correspondía. 

—Mira —señalando que se acercaba un autobús—. ¿Es esa?

Él rezaba, aunque ateo, porque no.  ¿Qué buscabas, niño? El corazón se le había precipitado, su alma se sentía un pajarito encerrado en una jaula de metal y carne.  Otro bus, no es ese, dijo, esa es la 3.  Y ya se acercaba a su cadera, a su piel de manzana, cautas manos que se encerraban en el material que conformaba su piel de la Tierra, del agua, de las frutas que ella bebe y se alimenta; cargadas de los ingredientes que aprovechaba del sol.  Gaia, ¿no te acuerdas de A?, al Intruso se lo veía caer. 

—¿Y ese? —venía otro Ecoturisa y Prado.

—Esa es la 14.

Era el soplo en el que ambos ya, no lo sé, se sentían seguros.  Inconscientes, turbados, ostensiblemente y sin cambios de postura, se apoyaban juntos en aquella pared de adobe que vería pasar toda la historia de la ciudad: sus luchas, sus memorias y las veces que aquí, los procesos de enamoramiento, prerrogativas del Chimborazo cada que se lo ve y el cielo se hace inmenso, cósmico, como Gaia, como los dos juntos, son imposibles.  Yo empezaba a sentir cariño y olfateaba felicidad confusa en las hebras de ella.  Y él, viéndola, su cabeza bermeja, hacia la suya, en 45 grados exactos, no había terceros, y era el espacio en que los humanos juegan a los cíclopes, se superponen unos a otros, y yo vi en la imaginación del Intruso que soñaba con verla a horcajadas sobre su vientre.  De soslayo unas luces intensas de un cualquier colectivo petrificaron a ambos, los devanaron, se fosilizaron en aquella pared maloliente de recuerdos: Era la 1.  Leí un «carajo» en la mente del niño inquieto, un «no fue suficiente», imprecado, ante la presencia del transporte público acercándose.  El 1 instalado en el parabrisas de aquel camión se hacía gigante, ellos lo vieron, y yo los seguía cerca, por el Edificio Prometeo, que acoge putas y venezolanos.  «Aunque no vuelva, vuelvo a ser feliz», cantaba la cabeza del ajeno.  Sabía que todo acabó, que no habría más visitas, más acontecimientos que suscitaban la extrema sinceridad hacia uno, increpando a su cobardía, al sudor de sus manos, al ¿amor?, que se truncaría con la llegada de un oportunista que se dirigía a Bellavista, por no ser el arrebatamiento de la pasión su mayor impulso.  De espaldas, él alzó un brazo para que se detenga el chofer.  Pero ellos seguían juntos, hollándose con sus ojos, apisonando terreno, porque no querían perderse ningún detalle de lo que tenían enfrente, compartiendo el mismo aliento, inhalando el dióxido que emanan los humanos.  Llegó, él la miró como quien observa una golosina, un premio, un regalo de quién no ha dejado inscripción, un azar que todavía, a día de hoy, no se puede comprender.  La inevitable pandemia, los enamorados que se dicen después «esa boca que cuando una la tiene cerca y sonríe es como un suspiro al alma».  Aparcó y personajes de la noche, con más hambre que miedo de aquella calleja, apearon de él, y el controlador los vio.  Distraje al conductor que estaba aletargado por pertenecer a la clase encallecida.  Ellos estaban en lo propio:

—Ya llegó —y él escarbó en ese aliento a fruta fresca, madura, entera—.  Te va a dejar.

Y en un instinto que solo se lo alcanza con las imprudencias que exige el amor, ella se acercó, él cerró sus ojos, bajo esa lluvia de miel en el pelo, y dibujaba la inmensidad, lo eterno, lo onírico; hundió la voz en sus otros labios.  Y lo demás, esas partes del relato, si no los fulmina este bicho que infecta y mata, las contará el Intruso, que dejó de serlo, porque ahora tiene nombre y se atornilla en Gaia. 

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