“Usas un espejo de cristal para ver tu cara; usas obras de arte para ver tu alma.”
George Bernard Shaw
Memorias de mis putas tristes no es el mejor libro de García Márquez, pero es buen libro. Qué vemos en ese libro del Gabo: un viejo que, próximo a cumplir 90 años, decide “regalarse una puta virgen”. Un argumento estremecedor en una época donde los “demonios” de la corrección política y moral están desatados, buscando ver a quién colgar en la soga. Es verdad, el argumento de esta novela corta es bastante singular. Pero también lo fue, en su momento, Justine de Sade, Madame Bovary de Flaubert, Lolita de Nabokov, Crimen y Castigo de Dostoievski o El Decamerón de Boccaccio; todas obras maestras de la literatura universal. Leer una obra literaria (una obra artística en general) con los ojos de la sanción, con la mirada de la militancia feminista o sexo género diverso-disidente; desde la feligresía católica, la militancia vegana, comunista o terraplanista… en suma, la que sea; es perder la posibilidad del encuentro de la obra con la sensibilidad estética que anida en lo humano. Tal transposición implica un achicamiento de los sentidos, del placer de la obra de arte como un objeto concreto que impacta y conmueve por su potencia estética, por su radical belleza. Esas voluntades morales y moralizantes se pierden, como dirían los románticos, la experiencia del arte.
Cuando uno va al cine a ver «El último tango en París», uno va porque intuye que va a ver una potencia estética en la pantalla. Ver a Marlon violar a María sin contemplación; en un claro y viril acto fálico-machista y miserable, es un espectáculo visual que nos conmueve hasta el dolor y la pena…nos agrada. Nos agrada porque toca una miseria humana que también nos constituye, pero que no exteriorizamos. Nos conmueve porque allí se ven reflejadas nuestras más íntimas pasiones enfermas… ¿humanas? Sabemos que no es verdad, que todo ello está en el claro y vívido ejemplo de la ficción, ese envés de la realidad que, como se sabe, no la niega; sino que, a veces, la origina (“primero fue el verbo”, la invención del Creador).
¿Qué hace que odiemos a Paul, el personaje de Marlon, pero que amemos a Marlon y a María por esa escena de la mantequilla lúbrica? Es el arte reclamando sus territorios. María Schneider, carirredonda y con dientes separados; despidiendo deseo bestial en cada toma; su pelo setentoso y de mal gusto que dotaba al personaje de cierta verosimilitud. Bertolucci supo darle un sentido dramático y agónico a esas escenas; teatralizó al cine. Sin la violación, sin los jadeos de María siendo violada, mientras Marlon, asqueroso y vil, descargaba su fálica potencia sobre la joven boca abajo y consciente, cómplice al fin del acto violatorio –¡¿Cómplice?!–. Parece que sí… o no. No importa, qué más da. Es la obra la que habla y determina todo. La que crea, ciertamente, la atmósfera estética que envuelve a los espectadores y a los artistas; que hace que dancemos a un mismo ritmo estético-visual. En 1972 también hubo moralina, aun así (¡en buena hora!), ésta no nos privó del arte.
Al ver Once Upon a Time in Hollywood, obra de Tarantino, disfruté sin contemplación cómo el personaje de Brad Pitt pegaba contra un muro la cara de una hippie asesina hasta matarla sin remedio; una violencia sin filtros: Pitt, personificando a Cliff Booth (el mismo apellido del asesino de Lincoln: John Wilkes Booth, Tarantino siempre hace guiños al espectador) aplasta la cara de la hippie, una y otra vez, contra la pared, la sangre baña la pantalla. Quedamos satisfechos y vengativos. El arte como revancha necesaria.
Amamos esa obra porque Brad mata a los hippies y Leonardo quema con lanza llamas a otra hippie en la piscina. Por un momento en la sala hubo silencio: ¡Por fin el arte se venga de la realidad! Y eso nos conmovió, nos hizo pensar que, aunque sea por el recurso de la ucronía cinematográfica (reconstrucción de los hechos históricos con fines estéticos), la vida puede ser otra cosa, aunque sea en la pantalla. Por un momento, por un mágico momento, pensamos: ¿Qué habría sido de la vida de Sharon y Roman? El arte nos suspendió, por un rato, de la realidad. Nos desmandó a otro universo donde Sharon y Roman viven felices para siempre; un cuento de hadas tarantinezco, el director que estetiza la violencia.
El arte sin prejuicios
En el arte, es el espectador, sin prejuicios y sin dogmas, quien deja que la obra le cante, le diga, le revuelva los sentidos. 30 años después de El último tango en París, Gaspar Noé, director argentino, nos muestra una película compleja y difícil: Irreversible (2002), donde también hay una violación sin muchos atenuantes visuales (típico de Noé). Años después sale Love (2015) igualmente intensa y violenta. En ambas obras Noé explora la miseria humana y sus recovecos más complejos y amorales. Esa condición humana que está lejos de ser un santuario y que se afirma en la auto destrucción. El artista, por lo general, dice donde los demás no dicen. Piensa, siente y describe desde una dimensión casi a-moral, sin el prejuicio de las convenciones, sin las ataduras de los dogmas; lo cual no significa que no piense, que no tenga algún respeto por la humanidad en su conjunto; pero primero se ama a sí mismo; sus miserias y alegrías, sus victorias mínimas, los claroscuros signan su trazo, su letra, su barro, su pincelada. “La vida es un péndulo entre la risa y el llanto”, decía Byron.
Es el arte que “personifica” a la vida con sus miserias y sus nauseas… a veces con sus alegrías; el autor de la obra de arte le otorga una condición humana a su realización; es su universo interior entremezclado con sus vilezas y triunfos, con su vida desdichada o no. No tiene por qué sacar eso de sí, pero lo hace. Y eso nos conmueve porque lo vemos y lo admitimos, porque tenemos la seguridad de que eso que vemos no nos ocurrirá a nosotros; porque la belleza está allí porque sí, porque el artista-demiurgo así lo quiso y ya. El arte sólo nos despabila y nos pone de frente con nuestras miserias o nuestras pequeñas victorias. Somos voyeur de ausencias; estamos allí para mirar lo que, finalmente, podemos hacer y no hacemos, pero que percibimos nos mantiene humanos, nos verifica como seres sensibles.
Los moralismos atados a toda militancia, esos pre dogmas o dogmas, esos roces directos con la “palabra precisa” (un deber ser finalmente), con la corrección; fastidian la experiencia del arte; no precisamente para quienes profesan algún tipo de creencia política o religiosa: ellos pueden ver y leer lo que les plazca, pueden tener las tendencias estéticas que más se ajusten a su norma, a su valoración moral de la vida; ese no es mi asunto, poco me importa. El problema está cuando la sanción adquiere la forma de una moral, de un deber ser y por ello hay que señalarle al conjunto de la sociedad que tal o cual obra es mala, es perversa; que por no ajustarse al dogma que abrazan vehementemente, debe ser combatida.
Las feministas que se apostaban al frente de los cines parisinos en 1972 para boicotear El último tango en París, no son muy distintas a las que quemaron libros recientemente en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Admitamos que el libro quemado es una absoluta oda al conservadurismo religioso “biempensante”, ello no hace que esa acción restablezca el orden de justicia que dicen defender. Un libro se combate con otro libro, no quemándolo. Sobre todo porque uno supone que un libro escrito bajo esos marcos, puede ser fácilmente contra argumentable. Ahora, con esa acción, las feministas que quemaron ese libro les dieron a sus autores una visibilidad que seguramente no iban a tener. El libro será consumido vorazmente porque ahora la gente quiere ver qué tan “peligroso” era un libro que mereció ser quemado en la hoguera feminista de la FIL. ¿En serio no había una acción más sensata y política para combatir (en sentido contra argumentativo) un libro como ese? ¿Había que darle tanta publicidad? Porque finalmente eso fue lo que hicieron. Seguramente, editoriales más consagradas buscarán publicar el libraco en cuestión. ¿Quién no quiere leer un libro que haya concitado tal violencia, al extremo de que sus primeras ediciones fueron quemadas en una de las ferias del libro más importante de habla hispana? Muchos. Gracias, amigas feministas, murmuran de lejitos sus autores. Ahora muchos quieren saber de qué va el libro Pisco-Terapia Pastoral de Juan Manuel Rodríguez y Misael Ramírez. Un libro que, de seguro, es un bodrio más dentro del mercado de la autoayuda, con la prédica cansina y ultra reaccionaria de los evangélicos en su versión más pacata y ortodoxa.
Nada nuevo bajo el sol. En el siglo XIV, Boccaccio también sufrió de la censura católica. Su libro, El Decamerón, no sólo irritaba a la Iglesia Católica por su alto contenido sexual y profano, sino que, eventualmente, la obra daba cuenta de la corrupción de esa institución de la Fe. A finales del año pasado, el escultor Stéphane Simon fue abordado por la UNESCO para que cubriera sus esculturas con bragas y tangas “para no herir la sensibilidad del gran público”. Más de 600 años después, el mismo status quo moral que combatió a Boccaccio, se expresa en una institución como la UNESCO. Aunque hay que reconocer que entre Pisco-Terapia Pastoral y El Decamerón las diferencias son del cielo a la tierra. El primero es lo que es: un libro “terapéutico” para “curar” la homosexualidad y “otras desviaciones” (¿un libro así no se inhabilita solo? Yo creo que sí). El Decamerón es literatura. Un buen libro que compendia buena parte de los desmanes y abusos de la Iglesia católica en el siglo XIV.
En definitiva, en materia de arte, siempre volverán las preguntas inútiles: ¿Y para quién se hace arte? ¿Para qué sirve el arte? El artista crea su obra por y para sí mismo; su naturaleza no puede ser otra que narcisista, a pesar de los lamentos de Sartre (y el arte como compromiso social), que también era artista, un narcisista. Un artista se debe a sí mismo y a su visión estética, a esa búsqueda de la verdad en la obra. Es esa su primera función, lo demás: el compromiso social o con alguna causa en particular, es simplemente una accidente en el decurso de la obra; a veces (sólo a veces), una útil eventualidad. Pero su origen es el placer estético, la búsqueda de la verdad a través de la creación artística. Su “aura” (Benjamin) le garantiza unas particularidades únicas, irrepetibles y por tanto irreproducibles. El arte sólo puede ser verdadero. El alma del artista está inscrita en la obra y ésta no es desmontable del “allí y ahora” de la obra; de las condiciones materiales de su realización concreta, de su potencia lírica y estética inmanente; de la verdad que habla desde la obra. Todo lo exterior a la obra es circunstancial, cotidiano… vida.
Nos queda el consuelo de que el arte siempre se sobrepone a cualquier moralismo: de izquierda, de derecha, liberal, católico, comunista, musulmán, judío, feminista, terraplanista… El arte se abre paso, busca sus cauces y encuentra, a veces, en su tortuoso decurso, sensibilidades libres que dejan que el arte haga lo suyo. Voluntades más o menos adánicas que buscan en el arte su propio sentido de humanidad; gente que no se deja condicionar por sus credos y militancias al momento de cohabitar con la obra de arte. Respondiendo a la segunda pregunta formulada un par de párrafos arriba: ¿Utilidad del arte? Tal vez el arte sea el último refugio donde habita lo humano en uno, también una casa del ser.