Cenizas

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Abrí los ojos muy temprano. Demasiado temprano para ser yo. Caminé descalza hasta la ventana y me asomé sin reparos, ahora que abrir la puerta es casi un acto suicida. Un delito. O mueres por ti o mueres por ellos. Así que andas haciendo fotos en la calle en plena cuarentena, le dije el otro día al Andrés. Si no me arriesgo a salir, como quieres que me muera entonces, respondió. Nos reímos (todo esto por escrito). Tiene razón, pensé, igual que ese viejo y sabio refrán: aquí el que no arriesga no muere. Somos todos mortales y anecdóticos. Y estos días, para extrañar la vida como solo podría hacerlo un muerto, para mirar el pasado a lo lejos y acordarte de cómo eras tú antes de esto, de todo lo que no fuiste capaz de hacer “en vida”. Todo lo que no fuiste capaz de sentir. Acordarte de todo lo que no pasó.

Mi celular dice que es domingo, pero eso ya no tiene importancia. Domingo y algo más: el inicio de una semana que se dice santa. No se ve, pero se huele en el aire. Huele a vacío, a abandono en este país de huérfanos. Es como un sueño, como si estuviéramos viviendo en bucle dentro de un domingo larguísimo, sin poder cambiar la hoja del calendario, me dijo el @másfeoqueundomingo el otro día. Otro día diferente, miércoles, creo que fue. Ahora es domingo para siempre, le respondí yo, sin atinar a decir nada más.

Tengo sed, fue lo primero que pensó el enfermo al abrir los ojos. Los abrió muy temprano. Demasiado temprano para ser él. Aún es demasiado temprano para ser yo, pensó. No le gustaba levantarse tan pronto, porque eso significaba pasar más tiempo sin hacer nada. Acumular tiempo muerto. Caminó descalzo hasta la ventana y se asomó sin reparos, ahora que abrir la puerta es casi un acto suicida. Un delito. O te matas tú o te matan ellos. El que llegue primero. Es domingo, pero eso ya no se distingue. Domingo, según el almanaque que cuelga de la pared descascarada, junto a la estampita del santo de su devoción. Él no puede verlo, está cada día más ciego, pero cuenta los días cada semana y los vuelve a repetir. Domingo y algo más: el inicio de un tiempo que se dice santo. Demasiada maldad para ello, pensó, el sacrilegio se olía en el aire.

Polvo eres y en polvo te convertirás, le había dicho, hace tantos días, aquel hombre pintándole la frente. Ese miércoles, cuando la ceniza era un símbolo remoto, que nada tenía que ver con sus vidas. Quién diría que ahora la ciudad estaría cubierta de ella y de un luto marginal. Después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches en el desierto, Jesús tuvo hambre, contó el cura. Cuándo acabará este ayuno, se preguntó el ciego, cuándo esta penitencia. El sacrificio que hacía incluso antes de que iniciara la cuarentena. Se alejó mientras la audiencia recitaba los pecados capitales.

Pereza, ira, lujuria, soberbia, envidia, avaricia, gula. Yo, en esta cuarentena, los he visto todos en los noticieros.

Quiten de aquí a estos muertos de hambre, murmuró una señora cuando tropezó con el ciego a la salida de la iglesia. Muerto de hambre, ese es mi nombre, así me bautizaron en la calle, por pedir limosna en esta puerta. No me quejo, tiene sentido: muero de hambre, qué más da, conozco bien su sabor. He dedicado mi vida a encontrar excusas para vivir y sobras para sobrevivir. Una limosna para este pobre ciego, por el amor de dios. No sé gritar otra cosa. No sé pedir más que pan. Mándeme a morir de cualquier otra cosa, pero de hambre no, por favor, que llevo intentando calmarla desde que nací. No me pida que deje el trabajo que no tengo, que me quede en la casa que no es mía, ajena y sobrepoblada. Me volvería loco con el hambre que me sobra.

Acá, la gente no entendía porque crecían tanto las cifras, porque tantos pasaban a ser un número más, sin nunca haber sido personas. Pero a qué salen de la casa, desobedientes. Padre, perdona a estos majaderos, porque no saben lo que hacen, rezaban a media voz.

Somos depredadores, vivimos de lo que come el otro, dijo para sí el ciego. Y nosotros, de las sobras, todo por haber llegado tarde a la repartición, esa a la que nadie nos invitó. Pero los culpables, ellos dijeron, fuimos nosotros, por habernos atrasado. No queda duda, los culpables seremos siempre los mismos, porque pobres somos y no valemos para más. El viejo se arrimó a la ventana y extendió los brazos al cielo. Quería volver a esa intemperie que era la vida, a esa compañía que era la soledad. El aire era denso y le costaba respirar. Sintió la piel pegajosa, el calor infernal. Llegaba el bochorno de la calle. Más allá, los cuerpos pudriéndose como frutas mordidas puestas al sol, al pie del bosque mutilado de cadáveres y asfalto. El ciego no los podía ver, pero podía sentirlos. Los olía en el aire. Escuchaba los gemidos de los parientes. Se habían vuelto tan cotidianos como sacar la basura a las veredas. Acá no llega nadie. Nadie se espanta, nadie se horroriza. Nadie hace nada. Y dicen que el ciego soy yo, pensó, cuando soy el único que siente todas sus miserias.

Querida ciudad sin nombre, anotó a ciegas el viejo al reverso de la receta médica, eres como el charquito sucio en el que se refleja toda esta nación gobernada por la estupidez. La ineptitud no tendrá problema en sentarse a presenciar el espectáculo de vernos morir en el basural de último modelo que construyeron para nosotros. No le importamos a nadie. Nunca hemos importado. Así como no importan los cadáveres que se hacen humo a plena luz del día. Somos tan molestos, que hasta después de muertos seguimos estorbando su idea de gran ciudad. No cabemos en sus planes, no constamos en sus planos.

Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, pero mi cuerpo, que no te puedo encargar, quedará tendido en alguna calle, abandonado en alguna esquina. Como el resto de almas en pena, deambularé recogiendo mil veces los pasos que se pierden de tanto arrastrar los pies. No nos merecemos nada, ni siquiera el infierno.

De pie en mi ventana, a kilómetros de esa gran ciudad, sentí las cenizas llegar. El viento las trae consigo, así como los últimos suspiros de aquel viejo a quien no conocí. Volví a acostarme con los ojos abiertos. Los cerré. Me inquieté y los volví a abrir. Ya no hace falta entregarme a las pesadillas para soñar con el horror. Acá los muertos me esperan.

Todo está consumado, pensó el enfermo en su covacha, y cerró los ojos por última vez.

Pereza, ira, lujuria, soberbia, envidia, avaricia, gula. Yo, en mis cuarenta días, los he sentido todos.

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