De papel

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Su silueta solitaria espera de pie allá arriba. Hasta ahí ha llegado esquivando la penumbra, que lo ocupa casi todo. Parece inmóvil, pero si lo miras fijo —como lo hago yo— notarás, a pesar de la escasa luz, lo sigiloso de sus movimientos. Son casi imperceptibles, pero no puedo dejar de reparar en ellos. A tientas se acerca la guitarra al pecho, se acomoda el colgante y se pasa una mano por el pelo. Antes —adivino— habrá tomado el último bocado de agua mentolada que él mismo ha embotellado, y que solo él sabe que contiene —la receta nunca es la misma—. En la oscuridad vislumbro sus dedos temblorosos —que supongo sudorosos, como los míos— deslizándose nerviosamente por la curvatura que dibuja su guitarra, como reconociendo a ese instrumento más que conocido. Juntos treparán hasta el clavijero, para darle a las cuerdas los ajustes finales: los últimos toques antes de “el toque”. Su figura incrustada en la de la guitarra da forma a una sola sombra: la de un ser fantástico. Como un centauro con guitarra en lugar de caballo. Le veo inclinar el mentón hacia ella, como si quisiera confiarle un último secretoantes de sentirse revelado-s. Como dos viejos amigos que se toman de la mano antes de saltar al agua. Como un par de compañeros de escenario que se abrazan para desearsebuena suerte antes de que su cuadro empiece.

La luz se enciende de golpe y le cae, sin demasiada sensatez, cegándolo por segundos. Como un balde de aguaque le empapa la coronilla, las canas, los hombros. La cabeza se le ilumina, como cuando a los dibujos animados les asalta una idea. A él, igual que a mí, en ese momento no le asaltan nada más que nervios. Estiro el cuello. Desde mi asiento eso es todo lo que ahora alcanzo a ver: la luz que se le chorrea por el rostro. Entrecierra los ojos hasta habituarse a esa nueva, súbita y algo incómoda claridad. Me pregunto si será suficiente para que su mirada llegue al papel que cuelga del atril que tiene frente a él. Me remuevo en el asiento, inquieta. El estómago se me revuelve también. Mis piernas demasiado largas oscilanincesantes bajo la silla, víctimas de nerviosismo ajeno. El escenario parece un desierto infinito, y él, su único sobreviviente: un bichito sorprendido bajo su escondite por un montón de ojos curiosos —un escondite ridículo: si ese sitio está hecho para que todos lo vean—. Si no fuera porque sé que ha llegado hasta ahí por voluntad propia, pensaría que lo han dejado en posición, como a un soldadito de plástico olvidado en cualquier rincón, y encontrado después, conservando la pose. Sobre esa intemperie a la que todos miran expectantes, solo un hombre y su guitarra, aferrándose a ella como única armadura. Se ve tan solo, tan desamparado, tan observado, que siento el impulso de subir a hacerle compañía. El silencio se entrecorta con murmullos, risitas entre las butacas y uno que otro estornudo inoportuno. Aclara la garganta. Atisbo el temblor ligero en su pierna izquierda. Tiemblo. Toma una bocanada de aire. Yo contengo la respiración. Me mira. Le miro. Sonríe y vuelve la mirada al frente. Ya está. Es ahora. O nunca. Cierro los ojos, aprieto los puños, y le escucho soltar el primera acorde.Los dedos se me encogen dentro de las zapatillas y en lacabeza mi memoria da saltos para adelantarse a la palabra que completa la letra. Sé que no estaré tranquila hasta que la canción termine. Me sucede siempre, cuando le escucho cantar. 

Su voz se va acercando de a poco, sonando tanfamiliar. Trae consigo tantas mañanas tibias, cuando esosmismos sonidos desde el corredor entraban en puntillas a hacerme despertar, para devolverme las ganas de laescuela un día más. Y tantas tardes, tantas noches, cuando sentado junto a mí se abre como un viejo cancionero, y las hojas revolotean con su aliento, removiendo telarañas que están hechas de canciones. Las que he escuchado desde siempre —desde niña, desde el vientre—, y las que no había escuchado hasta ahí. Las que cantaron otros, y las que solo sabe él. Me sorprende siempre, cuando vuelvo a hojearlo, pasando las yemas de mis dedos por las páginasque de él se desprenden. Y permanezco a su lado, contemplando sus hojas flotar por todo el cuarto, deseando que así pasen las horas. Porque al final del día yo quiero ser, como él, de papel.

Lo miro solo en ese escenario que se mira tan vacío. Y él tan lleno de melodías, de palabras, de canciones con historias. Tantas, que creo que nunca acabará de cantarlas —contarlas— todas. Y le miro las manos, cayendo justo a tiempo donde deben llegar. Y le miro los dedos, deslizándose por las cuerdas, sacando esos sonidos que yo nunca podré imitar. Hablando con ellas. Pidiéndoles la armonía precisa que ellas saben dar. La música que solo él sabe sacar. Yo me quedo a su lado, escuchándolo, porque no hay nada más que le pueda dar. No soy capaz de entender, ni emular ese misterio que fabrican sus dedos.Aquí estoy —estuve, estaré—, para escuchar. Para mirarlo con detalle y recordar. Para maravillarme y suspirar. Para acompañarlo, en su sonido, y su silencio. Para contagiarme de sus nervios. Y aplaudir al final. La lluvia bailará. La Nati cantará. Y yo estaré aquí junto —justo—para escuchar.

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