“Es que la ideología tiene que ver directamente con el encubrimiento de la verdad de los hechos, con el uso del lenguaje para ofuscar u opacar la realidad al mismo tiempo que nos vuelve miopes”.
Paulo Freire
América Latina ha entrado en una época de cambios. Hace poco más de veinte años, las izquierdas iniciaron un proceso de transformación política y social que, hay que señalarlo, nos entusiasmó de muchas formas. Veíamos en esos discursos y proclamas encendidos el germen de un nuevo amanecer, de un comienzo augusto que fuese capaz de dejar atrás los largos años de neoliberalismo gubernamental, de derechas nefastas que se hicieron del poder gubernamental y arruinaron las esperanzas de millones, sobre todo de las clases más depauperadas en términos económico-sociales. Entonces la izquierda representó para muchos en esta región una especie de aire fresco, el reavival de las esperanzas por un mejor presente. Las consignas y proclamas eran, a todas luces, motivadoras y entusiastas. La primera campanada institucional-democrática en la línea anti neoliberalismo ocurre hacia fines de 1998 en Venezuela. Llegaba al poder gubernamental (vía democrática) la izquierda con una clara vocación social centrada en los más desposeídos y apartados por los gobiernos tradicionales de ese país. Tuvieron que pasar más de 25 años para que llegara al poder un Gobierno de izquierda por vías institucionales. Ya sabemos de sobra la historia de Allende en Chile y cómo las fuerzas reaccionarias internas y externas derrocaron al primer Gobierno electo abiertamente socialista en occidente.
Con Cuba siempre tuvimos nuestras diferencias sustantivas. El país caribeño siempre estuvo sometido al peso de las autocracias desde su nunca desde su independencia de España en 1898. Además, Fidel concentró para sí y sus allegados un poder que no podía ser calificado, bajo ningún concepto, como democrático; por el contrario, el Gobierno de Cuba creo instancias como los CDR (Comité de Defensa de la Revolución) que son organismos de delación y persecución. La historia de Reinaldo Arenas se encargó de develar ante el mundo las profundas formas en las cuales un régimen político destroza el alma creadora. Aunque Arenas no se rindió—a veces el arte se crece en la oscurana y la desesperación—, su escritura estuvo marcada hasta su último aliento por el fuego de la dictadura cubana. El sueño de izquierda devino en pesadilla terrible, en algo parecido a la distopía orwelliana, para hablar del caso venezolano y cubano.
Toda la euforia y algarabía política que se dio a partir de la incipiente corriente progresista en esta parte del mundo estaba atesorada por un componente ideológico — no podía ser de otra forma —, que tenía como sustento teórico y filosófico el ideario de izquierda; claro está, unos gobiernos fueron más parcos y menos eufóricos en la línea progre (Lula-Dilma, los Kirchner, Ollanta Humala y el Frente Amplio); aunque compartían los marcos generales de la izquierda, sus políticas y prácticas gubernamentales no eran del todo distantes de los formatos clásicos de la socialdemocracia; una que otra alocución más o menos encendida, pero nada que sobrepasara los límites del “correcto decir” de un izquierdismo moderado, todo lo cual no suponía un desafío u obstáculo para la hegemonía mundial. En el mismo “saco”, pero con un separador de papel, estaban los gobiernos más incómodos para los intereses hegemónicos del Sistema como Cuba, la Nicaragua de Ortega y, sobre todo, la Venezuela del chavismo. Evo Morales y Rafael Correa fueron péndulos que estaban entre la izquierda Lula-Dilma, los Kirchner y Tabaré-Mujica, con alguno que otro guiño hacia el eje Chávez-Fidel-Ortega, sobre todo a nivel retórico. En todo caso, un hilo conductor signó a todos estos gobiernos: su vocación popular. El pueblo emergió como sujeto decisional concreto y determinante; además, la retórica de izquierda, siempre seductora y atrayente, dio cuenta de las asimetrías sociales, económicas, culturales y políticas.
El pueblo se identificó con esos líderes y sus discursos altisonantes, libertarios y, especialmente, anti estatus quo. La grieta entre la dirigencia político-gubernamental tradicional de corte neoliberal, dejó un campo abierto para que los discursos populistas se posicionaran en la escena político-social latinoamericana. Hubo un momento en el que toda Sudamérica (a excepción de Colombia, donde la oligarquía aún mantiene un poder simbólico-político mayoritario) estuvo gobernada por la izquierda (incluyendo a la izquierda centrista del Chile de Bachelet).
Una serie de factores se alinearon a fines de los 90 y principios de la década de 2000 que contribuyeron al advenimiento de la izquierda al poder gubernamental. En primer lugar, el modelo neoliberal hizo aguas y no fue capaz de atender las demandas más acuciantes de las clases populares. El corporativismo gubernamental no tuvo esa vocación popular que sí prometían (en distintas proclamas y discursos) sus contrincantes de izquierda que aspiraban al poder. El denominado Caracazo de 1989 en Venezuela sería uno de los primeros síntomas de que el modelo neoliberal no estaba funcionando; los sectores medios y populares se vieron arrastrados al desespero, lo que derivó en una protesta popular sin precedentes en Venezuela.
En la misma línea (con sus especificidades), el neoliberalismo gubernamental tuvo secuelas en Argentina; la crisis económica se venía gestando hacia fines de la década del 90 y alcanzaría su clímax en las protestas anti gubernamentales, lo que ocasionó el quiebre institucional y para diciembre de 2001 el entonces presidente Fernando de la Rúa se ve en la obligación de renunciar a su cargo, tras los cánticos de protesta del “¡Que se vayan todos!”. Este malestar social y político se venía gestando desde fines de la década del 70 en toda la región con algunas variantes y especificidades de cada país; malestar que fue cociéndose a fuego lento durante la “década perdida” (80); el neoliberalismo abrió paso a su némesis: la izquierda latinoamericana en sus distintas versiones.
El populismo y sus “encantos” masivos aparecen en la grieta abierta entre las demandas insatisfechas por los gobiernos neoliberales latinoamericanos y el hastío de la política producto de las promesas incumplidas; pero sobre todo porque en tiempos neoliberales, la política y lo político parecen confinarse al ámbito de lo privado (una especie de profesionalización corporativa de la política). Este tipo de situaciones, entre otras, hace que emerja la opción populista como figura primordial; el discurso animoso anti estatus quo representa para las clases sociales más desfavorecidas (esos sujetos subalternizado de la política neoliberal) un filón de esperanza para salir de la pesadilla neoliberal. Para Benjamín Arditi[1], haciendo interpretación de algunas posturas de Margaret Canovan, el populismo se movía en ciertos ejes discursivos: “Su estilo discursivo se caracteriza por el uso de un lenguaje simple y directo y por proponer soluciones políticas igualmente simples y directas para resolver los problemas de la gente común. Por último, hay un cierto ánimo populista que se caracteriza por “el tono evangelista de un movimiento motivado por el entusiasmo” y una tendencia a enfocar las emociones colectivas en un líder carismático”. (Arditi, 2004:05). Arditi, epígono de Canovan, sostiene que la opción populista se afinca en las decepciones del sujeto pueblo; esas decepciones se transforman, una vez aparecido el líder populista, en esperanzas, en una suerte de “fe” que prospera en la medida que se desarrolla un tipo específico de retórica que da cuenta de las asimetrías económicas y sociales; sobre todo, ese discurso develaría las formas perversas en las que la clase dominante en el poder gubernamental, en conjunción con los poderes fácticos tradicionales (nacionales e internacionales), terminan por hacer políticas que favorecen a las corporaciones y golpean al pueblo.
Hay
que destacar un hecho incontrovertible: buena parte de ese discurso es legítimo
porque pone en evidencia las formas en las cuales el poder gubernamental tradicional-conservador
deja de lado, en la mayoría de los casos, las políticas sociales hacia los
sectores más desfavorecidos, afirmando su gestión sobre los fundamentos
políticos y programáticos del credo neoliberal. En principio, lo que los
populistas denuncian a viva voz está lejos de ser mentira. El diagnóstico es
certero. A partir de allí, se desarrolla toda una compleja dinámica
retórico-afectiva que busca avanzar sólidamente sobre los imaginarios y
pensamientos del sujeto pueblo subalternizado. Entonces, el discurso y las
prácticas populistas se articula orgánicamente a los deseos y aspiraciones del
sujeto subalternizado; se armonizan y danzan sobre las expectativas de
redención social.
[1] Arditi, B. (2004). El populismo como espectro de la democracia. Una respuesta a Canovan. Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales. Número 191. Volumen 47. Universidad Nacional Autónoma de México.
El Neoliberal, el líder que busca ampliar más la brecha entre la burocracia estatal y el pueblo asalariado. El populista que mantiene la brecha, y despilfarra lo que tiene y no tiene el Estado.
Es la hora del Idealista Moderado, que disminuya la brecha entre la burocracia y el trabajador privado. Iguale SBU. Se establezca un techo salarial burocrático (5 salarios y no más de 10). Extinción de dominio para el corrupto. Entre otras.
Hola Marcelo. Sí, la idea es salir del binarimos derecha e izquierda y comenzar a entender que el buen Gobierno demanda de decisiones firmes, ponderadas y que respondan a las grandes mayorías. Recurrir a los mejores especialistas para echar a andar propuestas sólidas y, sobre todo, trascendentes. De igual forma, los mejores deben también tener un alto compromiso ético y una altísima vocación social. Gracias por leerme, muy amable de su parte.