“Podemos imaginarlo todo, predecirlo todo, salvo hasta dónde podemos hundirnos” EM Cioran
En la prédica populista, la política y lo político van de la mano de una redefinición profunda de la democracia; ya no más democracia representativa liberal-burguesa (o democracia delegativa-corporativa) dice el populismo. Con el nuevo orden populista, la democracia es acompañada de dos nuevos apellidos (participativa y protagónica). Esta redefinición supuso un nuevo esquema de relaciones entre los sujetos que detentan el poder decisional-gubernamental y el sujeto pueblo. Supone el retorno de la política (deja de ser un asunto de pocos para ser un asunto de todos) y devuelve al demos sus fundamentos decisionales y gubernamentales. La democracia populista propone el participacionismo y el asambleísmo para que el pueblo no sea un sujeto paciente de la política, sino un sujeto-agente activo-decisor de su propio destino.
Todo lo cual (en principio) parece justo, loable y necesario. Valga decir que el sujeto pueblo cree firmemente en ese nuevo esquema, lo hace sentirse parte del Gobierno. La lógica participacionista y asambleísta recorría América Latina. En Venezuela se promovieron grupos de debates y hasta se promulgó la Ley Orgánica de los Consejos Comunales y otro entramado de leyes y normativas que no hacían más que afianzar la democracia participativa y protagónica. Esta dinámica política de nuevo cuño emulaba el esquema participacionista y asambleísta cubano, aunque con un “detalle”: el Gobierno cubano estaba lejos de ser un ejemplo de democracia por su origen y, sobre todo, por las formas de mantenerse en el poder. Una mirada rasante y algo desprevenida, advierte una coherencia sistémica entre las promesas de democracia participativa y protagónica y las acciones populistas. Al ver el avance de la democracia radical sustantiva (otra de las formas de denominar a la democracia participativa y protagónica), difícilmente alguien diría: “eso es una dictadura”. Por el contrario, y como suelen decir los populistas, este esquema gubernamental favorece a la democracia, profundiza su accionar dado que le devuelve la voz, el voto y, principalmente, las decisiones al pueblo como sujeto soberano y constructor de su propio devenir histórico-social.
Hasta acá todo marcha de lo mejor. La democracia participativa y protagónica echa andar. No obstante, en el particular caso venezolano, todos esos formatos de participación y decisión son cooptados por el poder estatal-gubernamental. Los Consejos Comunales (CC) son apéndices del aparato Gobierno-Partido. Su accionar estará absolutamente condicionando y dirigido desde la racionalidad gubernamental y partidista. Los márgenes sobre los cuales acciona la nueva democracia participativa y protagónica están absolutamente determinados y establecidos por los aparatos gubernamentales. Hay, eso sí, un “efecto participación” que, al final, termina siendo un artilugio que sabe cómo posicionarse y hacer creer a la gente que, en definitiva, se está construyendo una nueva racionalidad democrática e institucional. No es así (por lo menos en el caso venezolano).
Es posible que algunas decisiones de carácter menor sean tomadas desde la lógica democrática participativa y protagónica; eso sí, sin que esas acciones toquen en absoluto el nuevo status quo gubernamental populista. Es sólo un “pedacito de cielo” democratizador, nada que pueda alterar las decisiones que siguen siendo tomadas desde las alturas del poder gubernamental. Hay que destacar algo fundamental: el efecto “participacionista” es muy eficiente, no hay que negarlo. El sistema participacionista opera más a un nivel retórico-emotivo, como artilugio (¿magia?) que hace creer a la gente, a los cientos de miles de sujetos subalternizados, que están redefiniendo, desde sus cimientos, las formas democráticas convencionales. Toda esta retórica va en sintonía con un entramado legal-institucional que se ajusta a la prédica populista de democracia participativa y protagónica; a ello habría que sumarle algunos mínimos, minúsculos procesos decisionales en esas estructuras como los consejos comunales o las comunas, hablando del caso de Venezuela.
El deseo de participación y redención es tan fuerte y tan dinamizador, que muchos, muchísimos creen que sí, que en efecto están desmontando el Estado liberal-burgués. Es ese deseo de alelados lo que termina siendo instrumentalizado por el aparato Gobierno-Partido. Las leyes y normativas que acompañan a la lógica democratizadora rupturista y emancipadora quedan congeladas en un marco tieso, inoperantes en tanto que, bajo ninguna forma, tocan los intereses de la nueva corporación política en el poder. Resulta curioso que ninguno de esos nuevos formatos de participación y decisión política contravengan los designios del poder gubernamental. Al contrario, son aparatos (aparaticos) del gran aparato Gobierno-Partido. Sirven para la movilización acrítica y para la agitación de masas; transmiten las líneas del Gobierno-Partido y, en buena proporción, fungen como instancias de delación y persecución para todo aquel que no siga la línea establecida desde la centralidad del aparato.
Si en la democracia representativa el pueblo era percibido como un actor pasivo y receptor de políticas públicas, nunca como constructor de su propio devenir político-social, pues la política estaba enmarcada en los límites de una participación política que se fundamenta principalmente en el voto universal, directo y secreto; en el esquema populista de democracia participativa y protagónica, el sujeto pueblo se siente reivindicado; hay toda una compleja operación efectista que puede resumirse en la siguiente formulación: desde el aparato Gobierno–Partido se promueve una retórica envalentonada y díscola en contra de los poderes fácticos y se dice, por todos los medios posibles, que hay que redefinir la democracia, que ya el esquema liberal-burgués no puede signar el camino de la refundación de la patria; luego se crea todo el marco legal e institucional que vehiculizaría el nuevo orden político-institucional, todo lo cual garantizaría (no se sabe bien a razón de qué alquimia política) la nueva democracia participativa y protagónica. Pero no sólo no se inaugura ese nuevo orden democrático, sino que se refuerzan, por ejemplo, las redes clientelares y partidistas. El pueblo, en su afán legítimo de participación y protagonismo, no percibe que está siendo instrumentalizado; de hecho (hay que señalarlo), ver con claridad el artilugio no es fácil; dado que sí, los mecanismos están, las instituciones también y todo ello entronca con los deseos del pueblo… pero, al nacer la democracia participativa y protagónica —hablo del caso venezolano—, nace igualmente un férreo aparato de control, supervisión y vigilancia que impide cualquier tipo de movimiento autónomo.
No deja de ser curioso que esos mecanismos de participación y protagonismo, en más de veinte años de chavismo, no hayan exigido cuentas claras en el manejo del presupuesto público, sobre todo si se observan las cientos de denuncias que se le hacen al Gobierno nacional y los altísimos índices de corrupción y despilfarro que exhibe la Revolución Bolivariana. Llama igualmente la atención que, por ejemplo, las protestas en contra del Gobierno de EEUU o en contra de los sectores opositores al chavismo, sean organizadas por los consejos comunales y todo el andamiaje participativo y protagónico creado desde el propio Estado. Estos organismos de base operan bajo la lógica militante: organizan las marchas, concentraciones y eventos pro Gobierno-Partido.
Es interesante, cuando menos, ver cómo ese músculo participacionista y protagónico no tenga el mismo empuje para criticar y/o cuestionar algunas políticas gubernamentales o estatales en Venezuela, como por ejemplo, la puesta en marcha del Decreto N˚ 2.248 que otorga concesiones muy ventajosas a empresas como Gold Reserve Inc. y otras, para explotar más del 12% del territorio al sur de ese país (111.843,70 km²) en el denominado Arco Minero del Orinoco[1]. Sin embargo, varios movimientos sociales y consejos comunales han levantado protestas muy enérgicas en contra de los terribles incendios que ahora mismo destruyen grandes extensiones territoriales de la Amazonía brasilera. Como se aprecia, el vínculo de estas asociaciones y movimientos nacidos y crecidos en los marcos de la democracia participativa y protagónica, se desarrollan a partir de los imperativos y mandatos de los poderes constituidos; están estructurados (y así se auto afirman) a partir de una relación simbiótica con el aparato Gobierno-Partido, vinculación que se fundamenta en un estricto orden de subordinación y dependencia, todo lo cual refuerza la lógica centralista y desvirtúa cualquier intento mínimamente serio de democracia participativa y protagónica.
En la Venezuela revolucionaria, la democracia es participativa y protagónica en tanto y cuanto reproduzca las lógicas de la centralidad gubernamental que la ha confeccionado como un traje a la medida; en el momento en que algún movimiento de base (llámese consejo comunal o cualquier movimiento social) comience a pensar y accionar por sí mismo y desde su autonomía constitutiva y programática, entonces (según la práctica instalada desde los aparatos) eso desvirtúa al movimiento, aburguesa y pervierte sus funciones. Ese órgano de la democracia participativa y protagónica no está asumiendo la línea establecida por el aparato y por tanto no representa los intereses del pueblo.
Los aparaticos creen que, de facto, están participando en la construcción de un nuevo modelo de democracia que, al final, termina maquillando los viejos esquemas liberales, pero bajo la engañifa del participacionismo y protagonismo de base. Es, hasta cierto punto, previsible que el sujeto pueblo crea que participa y decide sobre el destino político, económico y social del país. La visión corporativa de la democracia no le dio ese margen de acción; no sólo se lo negó, sino que ratificó en su propio accionar que la política y lo político eran asuntos de sujetos biempensantes, de prohombres que estaban dotados de ciertas cualidades especiales para ejercer la acción gubernamental en nombre de las mayorías. La prédica populista devuelve, sólo en apariencia, la acción política al sujeto pueblo. Promulga leyes y promueve espacios de participación que así lo confirman… pero hay algo que no se puede obviar en los análisis: esa participación política de base estará, en lo sucesivo, condicionada por los aparatos, quienes se encargarán de que cada decisión que se tome en esos órganos de (aparente) cogobierno, sea absolutamente funcional, puto a punto, al aparato Gobierno-Partido. En el caso venezolano, los consejos comunales son organismos del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), el partido del Gobierno (leer la contracción “del” cuando debería ser la preposición “de”) y no instancias de participación política que, entre otras cosas, sirvan de contrapeso al Gobierno, el Estado y sus instituciones.
Haciendo lectura crítica de la democracia participativa y protagónica impulsada por los gobiernos populistas latinoamericano, el caso Venezuela adquiere una notoriedad especial. En esos intentos de redefinición de la democracia que propició el chavismo en Venezuela, se observa un muy medido cálculo político-partidista; algo así como: “está bien, vamos a darle un marco legal e institucional para que la democracia participativa y protagónica sea una realidad”. Eso nadie lo discute. Como en ningún país del continente, Venezuela logró avances significativos en materia democrática y su redefinición; creó mecanismos de participación nunca antes vistos, pero además, los dotó de un marco legal-institucional que está en íntima correspondencia con los postulados y conceptos más avanzados de la democracia participativa y protagónica.
Ahora bien, es necesario señalar que estos cambios se establecieron a partir de una compleja mecánica decisional: por un lado se generaron las condiciones materiales (legales e institucionales) para que la democracia participativa y protagónica tomara cuerpo. Por otro lado, todas esas instancias de participación democrática fueron materialmente intervenidas por la lógica del aparato Gobierno-Partido. Sí, es cierto, como en ningún país del continente americano se lograron avances significativos en materia democrática, pero todos esos avances se desvirtuaron en el mismo momento en que la vigilancia y el tutelaje partidario y gubernamental dirigían todas y cada una de las decisiones que se tomaban en esas instancias de aparente cogobierno. La centralidad del Gobierno-Partido no sólo se expresaba en las decisiones gubernamentales, como ya se ha insistido, todas y cada una de las instancias de base, llamadas coherentemente “poder popular”, son un espejo fiel de las acciones del binomio (biunidad) Gobierno-Partido.
Si miramos en términos estrictamente procedimentales, Venezuela es, junto con Cuba, el país de la región que más ha avanzado en materia de democracia participativa y protagónica. De hecho, ambos países tienen instancias plebiscitarias y parlamentarias de base impulsadas desde el propio Estado; el asambleísmo es una constante en ambos. Es decir, y de acuerdo a esos datos, Venezuela y Cuba serían los países más democráticos de la región si nos apegamos al credo de la democracia participativa y protagónica. Si a ello se suma que en ambos países, como en ningún otro de la región, se hacen elecciones de forma constante (sólo en Venezuela se han realizado más de 25 elecciones en los últimos veinte años), no sólo se negaría el carácter dictatorial que le adjudican (algunos mandatarios y líderes políticos) a ambos países, sino que serían ejemplo a emular por otras democracias del mundo.
Definitivamente, como sostuvo insistentemente Norberto Bobbio, la democracia occidental debe entrar en un profundo orden de redefinición (¿acaso refundación?) desde sus propios cimientos. En sus preceptos doctrinarios y filosóficos la democracia participativa y protagónica es superadora del viejo esquema democrático liberal-burgués. El problema de este tipo de propuestas democráticas de nuevo cuño, como se ve en el caso de Venezuela y Cuba, es que hay una instrumentalización de esos esquemas participativos y protagónicos para favorecer a la facción gubernamental de turno, para impedir que esos mecanismos de acción política legítimos y constituyentes (esos que emanan de la soberanía originaria que reside en el pueblo) tomen cuerpo y sirvan de contrapeso al poder gubernamental y estatal.
El poder constituido (el Estado-Gobierno) dicta, dirige, configura y, por encima de todo, condiciona las formas y procesos de la democracia participativa y protagónica y su acción constituyente originaria; se asegura que la democracia nueva juegue a su favor, por eso la promueve a más no poder. Pero se asegura un asunto más: la legitimación de su accionar como un gobierno no sólo democrático, sino ultra-recontra democrático; sabe que para legitimarse ante el mundo necesita de estos mecanismos; difícilmente alguien dirá: “¡Eh, pero eso es una dictadura!”. No lo es porque está legítimamente amparada en una redefinición profunda de la democracia, que ahora es participativa y protagónica: la gente vota más, existen mecanismos de discusión en cada esquina, la lógica asamblearia ha tomado cuerpo en todos los rincones y hay normativas que le otorgan más poder al pueblo.
La apariencia echa a andar y toma cuerpo. UNIDOS-PODEMOS en España dice que no hay país en el mundo que tenga tanta democracia como Venezuela. Alberto Fernández, candidato presidencial argentino por el opositor partido Frente de Todos ha señalado sobre el Gobierno venezolano que: “no hay una dictadura pero sí un Gobierno autoritario”. A esta declaración, el candidato a vicepresidente por CAMBIEMOS, Miguel Ángel Pichetto, ha ripostado diciendo: «lo que dijo Fernández es una cosa ridícula, Venezuela es una dictadura atroz». Si lo vemos desprevenidamente y bajo la formalidad democrática, si no miramos con anteojos críticos, entonces no sólo hay democracia en Venezuela, sino que existe una híper democracia. Fernández tiene razón: no hay, stricto sensu, una dictadura en Venezuela. Lo que no señaló Fernández (lo propio hace UNIDOS-PODEMOS) es que todo el andamiaje democrático e institucional en el país caribeño es absolutamente funcional al chavismo.
Lo que UNIDOS-PODEMOS y Alberto Fernández
“olvidan” en su caracterización a secas
del Gobierno venezolano es que éste le hizo varios ajustes a la democracia para
que operara convenientemente a favor de la facción gubernamental. En fin, la democracia también puede ser un truco-trampa para
la propia democracia; cuando se amaña para que sus reglas, funcionamiento e
instituciones jueguen en favor de unos y en contra de otros, la democracia es
un instrumento del poder, no un sistema de gobierno. En efecto, no son
gobiernos dictatoriales, pero se acercan mucho a un oxímoron cada vez más
perverso y practicado por algunos gobiernos: dictadura constitucional-institucional.
En estos casos, para decirlo en términos hobbesianos: La democracia es el lobo
de la democracia.
[1]Para una mejor comprensión del Decreto N˚ 2.248 y sus consecuencias ecológicas, sociales, políticas, económicas y culturales; se recomienda la lectura de los boletines 1 y 2 redactados por un grupo de especialistas provenientes de diferentes campos del saber y la ciencia (antropólogos, economistas, sociólogos, ambientalistas, educadores, lingüistas, ingenieros, entre otros) denominados como Plataforma Contra el Arco Minero