—Duele —dijo, recordando últimas memorias que había tenido desde mediados de abril—. Pica —y murió, ¿no?
¿Qué habría de ser?, más allá de la afección respiratoria, el hambre que aterraba con los dientes apretados. El paisaje, las personas como paisajes, las rutas como el único camino que merecía avanzar, caminar. Pero no, «duele». E iba más allá de la pierna que, atrofiada, no la dejaba avanzar, descubrir, circular. En octubre empezaste a trabajar, y no sabrías que serían tiempos violentos. Los primeros días iluminados, clarividentes, como la Escritora —sí, con mayúsculas—, que nos acompaña siempre, y el hachazo: Paro Nacional.
No te dejarían, —no, cómo lo iban a hacer—, abandonada a tu suerte, a que la inanición sucumba en tu estómago con más agujeros que tus zapatos, porque hay quienes aprenden a tener hambre desde la infancia. No, se preocuparon por ti, te dieron de comer, la universidad era siempre la razón por la cual podías levantarte, rengueando. Ver a los muchachos, a esa especie que siempre está en peligro de extinción en el Ecuador, sobre todo en estos días: los universitarios. Sentados heterogéneamente en el suelo, desparramados como criaturas sin masa concisa, hervidos de caspa, ateridos de cansancio y estrés, esperando que ella llegue y le digan: «Buenas tardes», si es que lo eran. La Universidad era noctámbula, de la calle, de las horas frías, de las peligrosas, estaba siempre En Movimiento, porque ese es el espíritu de la academia. Y ella se acercaba, pequeña, desequilibrada, porque una piernita era más pequeña que la otra, inclinada, como torre de campanario italiano.
—¿Puede darnos abriendo la puerta? —preguntaban todos, dependíamos de ella.
—Ya, ya —contestaba—. Ya voy jóvenes.
Y se iba a esconder en su buhardilla, su trinchera cargada de trapeadores, sin luz, húmeda, a no sé qué hacer. Pero no atendía a nadie cuando estaba dentro de su oficina. Salía, firme, oblicua inevitablemente, conocía todas las llaves del piso de la carrera de Comunicación, no tenía tiempo para las dudas.
—Verán jóvenes, verán cómo está el curso…
Y otros comenzaban con rezonga: «Son los de la mañana vea». «Acaso somos nosotros», unos cuántos lluchos pero afrentosos, animales inofensivos: «¿Questá vea?», y recordaban que ese era su trabajo. Olvidaron que la puerquedad no es una cualidad por la cual enorgullecerse.
Los chicos faltaron por las paralizaciones del movimiento indígena. Y tú también te ausentaste porque por donde vivías, la rabia se había encarnecido con todos. Culpables o no, todos debían formar parte de la «lucha popular». Sin embargo, consciente eras, el Gobierno siempre le mete la mano al desposeído, con el eufemismo de contribuciones «solidarias obligatorias» pero querías trabajar. Los chicos, ¿te echarían en falta?, nunca creíste que algún momento lo harían, ni que piensen un poquito en ti. Volvieron para casi ya medio mes. Un semestre común, corriente. Escuchabas que te trataban como la señora que abre la puerta, la del aseo, o de alguna actividad que envuelve al servicio. Creo que a nadie le interesaba el nombre que llevaría a cuestas, ¿para qué?, no limpiaría mejor, no abriría más rápido los cursos si lo supieran. Se acabó el ciclo, cumpliendo tiempos establecidos, excepto la paralización. Colgaste las llaves en su percha, una llave gigante, cerraste tu oficina llena de motas de polvo y escobas, saliste de la Universidad, envuelta en esa oscuridad que te acaricia los sacos de los pulmones, ya los chicos volvían a sus «ranchos», nunca pensaste que no volverías a verlos jamás.
Le daba ilusión la idea de volver, para abril falta tan poco, pensabas, y ya era momento de alistar el cuero, el pellejo, la patita invalida para madrugar, coger el bus, esperar que te cobren quince centavos por si alguien quería, un vil controlador, pasarse de vivo. Escuchaste, porque siempre se oye en el mercado, en la calle, ahora inertes, supuestamente, sobre un bicho que, silente, asesinaba a los chinos. Al igual que el rijoso muchacho del cuento anterior pensó: «Acá qué va a llegar». No faltaba más, cruzando océanos había llegado. Pero por parte de la Municipalidad no había planes, proyectos o alguna contingencia para evitar que se apesten sus pequeños ciudadanos. Daba la impresión de que sí, que estaríamos bien, que todo estaba listo. Caería marzo, ya medio tercero del año, y cercaron al país, lo sitiaron, lo pusieron en el corralito, en el aprisco andino, y del estero salado para que el país amazónico no se infecte. Lo cual resultó, tan solo, y por una brillante manifestación de estupidez gubernamental, en la tragicomediaecuatoriana que ahora se vive. Ya mucho antes, un chilenito de anteojos señalaba que todo lo que comienza como comedia acaba como tragedia. Pero basta, yo solo estoy contando lo que le pasó a la señora del aseo, no soy fiscal, ni juez para señalar, aunque no tengo miedo a hacerlo, las corruptas, y no la incompetencia que para eso sí son vivísimos, manos que hoy nos cuidan y en las que estamos sumergidos.
No llegaba la notificación, la llamada, esa que te diga: «Ya ven, te necesitamos», tampoco tenías conocimiento si efectuarían tu sueldo, ¿tenías derecho a él en estas situaciones? Otra vez, el recuerdo de la infancia, el hambre, el ardor de la gastritis. Ibas a salir, inexorablemente, exponerte a que ese malicioso inquilino se apodere de tu cuerpo y se burle de tu pierna. Compraste mascarillas, guantes y alcoholes. No esperarías a que una institución que ni se acuerda de ti, —si el gobierno, si la universidad, si el ministerio—, te dé el dinero que te debe. No, el instinto de supervivencia comprobaría el tesón del que estaba hecho tu cuerpo, excepto, como sabemos, tu extremidad inferior. Al comprarlas, sabías que tendrías para comer. Sola eras, tus parientes se avergonzaban de ti por pequeña, por pobre. No importaba. Te sentías realizada en ese pequeño rincón del corazón en donde el amor por uno mismo es soberano dueño del territorio en donde habita.
Atravesó el centro de la ciudad, nunca se imaginaría que los parques, la estación, se olería asustada. Riobamba no ha sido cobarde nunca, recordabas las manifestaciones donde decían que ella nunca se ahuevaba, carajo. Pero ahora, todos atestaban los supermercados, olvidándose de las tiendas de barrio, pero nadie quería comprar sus mascarillas, ningún insumo, no estaban apestadas, pero con el olor que tú emanabas, lastimosamente, obligaban a creer que traerían cualquier tipo de maldición allí dentro.
—Un dólar joven… —le dijo a un gordo municipal, sin papada, justo antes de que este le tosa en la cara—. Para que no ande con esa coscoja.
Él le arrebató el cubre bocas, tiró los guantes y las cajas de gel, y ella al suelo, de los cuales se aprovecharon los riobambeños inquietos por no ser contaminados y tener afectaciones virulentas. Nadie se percató, porque su cuerpo y su presencia eran minúsculas y el irrespeto a la autoridad por ser una vendedora informal, de esas que se ganan al día el pan, pero pierden a diario la vida, no era tan grande como el miedo.
—Irase nomás seño, si no quiere que le caiga la multa.
Dijo tosiéndole en la cara el obeso oficial Viscaino, si no seguía atormentado en la cárcel bañado en sorullos. ¿Cómo pudo volver a trabajar para la municipalidad?, creo que al narrador del cuento también le parece un misterio, pero… ahí está, los personajes siempre se salen con la suya.
Derrotada, sucia, coja, pensaste que este día no sería el mejor para volver a ese viejo oficio del comercio ambulante. Sentías bichos en el cuerpo, apenas por el hambre, tal vez, porque la ansiedad de tener alimento en tu boca o agua en tu lengua se hacía cada vez más latente, su ausencia se marcaba, formaban otra presencia. Más y más bichos. Volvió a su ¿casa?, ¿eso era una casa? Viste las paredes sin lacar, apenas ladrillos con el cemento colocado «voluntariosísimamente» sin ganas, los restos de un arroz vacío, como tus tripas, algunas tazas, la luz tenue que daba una bombilla al borde de la muerte. Te acostaste y seguiste pensando que tenías bichos en el cuerpo, se sentía sucia, bañarse no era ni siquiera la alternativa, puesto que no había el recurso indispensable, no tenía agua. Caminó hacia su estera, y espero a que el día siguiente traiga mejores vientos y brisas, la sábana se había empapado porque ciertos animales satisfacían sus necesidades biológicas cerca de tu calle, ¿calle?, y a veces aquel desperdicio atravesaba las pequeñas hendijas de su cuarto.
Sábanas sucias, esteras frías, animalitos imaginarios rondando por su cuerpo, ya la noche no podría, —claro que podría—, alcanzar niveles elegíacos. Pero sí, la bombilla exhaló y más oscuridad. Estornudó y la espalda empezó a picarle un poco. «Vamos a dormir, mejor». Y así lo hizo, pero a la madrugada no podía evitar las cosquillas que le hacían ciertas patitas microscópicas, como la suya, al caminar por su cuerpo. La madrugada no era todavía aquella que te da un nimbo de luz, ni un haz, ni una espada entrando por una ventana, que no era, sino, una cortina apenas, sin cristal. Al día siguiente no pudo levantarse de la estera. Con la luz del sol alcanzó a ver su cuerpo, no podía abrir un ojo, y tenía hambre de nuevo. Ronchas, ampollas, y bichitos, parásitos externos, rondaban su cuerpo. Le dio ganas de vomitar, no pudo levantarse del dolor, por la quemadura de las mordidas de estos insectos, mientras ellos saltaban de sus piernas a su estómago, a su cara, a sus ojos, y a su boca. Con el dolor que te provocaba moverte, el hambre fue siendo tan solo un recuerdo, tendrías asuntos más importantes que atender.
Y pasarían los días, ¿qué mes estamos hoy?, los muertos en Riobamba empezaban a tomar protagonismo, el ministro de salud tomaba las riendas de lo que, supuestamente, estaba todo en orden en la ciudad. La Gobernadora se justificaba porque «el mundo no estuvo preparado, nosotros estamos aprendiendo». Otros sectores se dedicaban a cortar, si no eran cabezas, el dinero que merecía la educación. Y cabezas, hablando, metafóricamente, claro está, porque la señora mencionada anteriormente está anclada, atornillada, en la gobernación de esta provincia, que el único consuelo que ahora tiene es la regeneración del glaciar de esa montaña gigante, que ha visto nuestra transformación de siervos en aves enjauladas y los abrazos kilométricamente prohibidos. Nadie se enteraba que te estabas muriendo, porque eran estos momentos en que la muerte, no valía pena alguna. Era evidente que, por las pulgas que se habían anegado en tu piel, paseos interminables desde la puntita del pie, con su pierna atrofiada, hasta el alma, aquella, intacta que tenías, y todavía no quería exhalarse de tu cuerpo, quería que sufras más. Los pocos vecinos que ella tenía se dieron cuenta de que algo ocurría, que algo dolía en el interior de aquel tugurio en el que era rica con sus miserias, porque decía que no le hacía falta nada. La fiebre le calcinó los riñones, envuelta en esa fatiga causada por el hambre y no tenías agua para apaciguar, porque la tregua no se atisbaba, esa tos seca que te reventó los tímpanos de cada oído.
Semanas de no verte, irrumpieron en tu casita inhabitada, era su hija, que logró escapar del Guayas regresando a pie, cruzando por Cacha, y, esperemos que no, contaminando Yaruquíes. Al verla más purulenta que a uno del Bueno Suceso, te deberían hacer procesión a ti también, has sufrido más que un mártir religioso, solo te faltaban aquellos estigmas en tus manos y tus pies, déjanos meter el dedo en tu costado, se acercó. Al verla, cociéndose en fiebre, movió su estera, la olió.
—Hace cuánto es que no se baña, mamá —y viendo todo el escenario rupestre—: ¿No tiene mascarilla, mamá?, ¿No trabajaba en esa universidad?
Tenía afonía, y por la violencia de la tos se había quedado sorda.
—¿Que si todavía quiero tu amistad, mija? —y tosió otra vez.
Le tocó la frente y se freía con esa temperatura, se imaginaba que fue infectada en alguno de esos viajes que solía pegarse de norte a sur en la ciudad, le contaba, claro, ella nunca fue testigo. Le pareció innecesario crecer con ella porque le estancaba, le daba vergüenza, ¿y si mejor salía y el pasado se modificaba para nunca haber entrado a esa casa, aproximadamente, si le calza la palabra? No, podría ser cruel, pero a la madre no podía dejarla más huérfana al revés. Improvisó un barbijo con un chal, y salieron del hogar. La imagen de estos cuerpos encendía la desconfianza de los taxistas, pasaban de largo, la gente corría en dirección contraria cuando las veían cerca. Su hija ya no soportaba esta cruz que significaría el cuerpo de su madre, el sudor, el dolor de espalda, sus hombros atestados con el peso y la piernita inerme colgando como péndulo, sin voluntad. «No puedo más», se desplomaron en el suelo. Cerca de allí, vio la protesta, «¿Otra vez estas en huelga de celo?», pensó. Pero no, un periodista asustado, sin enfocar sus rostros, recopilaba los datos, informaciones, requisitos indispensables de la comunicación social, para la nota del diario donde lo explotaban.
—Otros municipios sí ayudaron a nuestras compañeras, y acá, ¿qué? —no tenía miedo en señalarlo, Kruz Veneno—: Nos quieren matar de hambre, nunca quisieron que estemos aquí, está bien, pero por lo menos, ayúdennos, no podemos trabajar. No tenemos dónde quedarnos, hasta los hoteles nos cerraron las puertas, ¿cómo quieren que nos quedemos en casa si no tenemos una?
Estos reclamos no cayeron en saco roto, puesto que días después, la vicealcaldesa de la ciudad, «¿altruismo cobarde?», se encargó de abastecer a las prostitutas. Kruz Veneno agradeció en nombre de todas sus compañeras, pero al momento del diálogo, recordó que su trabajo, se ha convertido en uno de los más golpeados:
—Todos los días, señorita —le decía a la periodista, ahora, el otro ya no salió por espanto— recibimos los maltratos de la policía, nos vienen a agredir verbalmente, todos los días. Vinieron hasta a faltarnos el respeto, nosotras tenemos la grabación. Nos han dicho de todo, menos que somos seres humanos.
La entrevista pudo haber quedado allí, pero mientras contaba esto que también es relevante, y el narrador se distraía, la señora de la limpieza había terminado por agonizar en el suelo. Inerte en la acera, la ambulancia la había llevado, la insertaron en un pliego de cartulina hecho caja, porque se aprendió ese protocolo del Modelo Exitoso, y a su hija le enviaron de vuelta a la parodia de construcción en la que su madre vivía, que le darían noticias muy pronto, mientras se dio cuenta que las pulgas también se aferraron a su cuerpo.
Ahora ella era quién no sabía qué hacer. La peste de pulgas fue solucionada con alcohol, aceite, manzanilla, limón, entre más medicina natural/popular. No se quedó en el tugurio materno, puesto que tenía amigos que le acogieron pródigamente, recordando esos tiempos en los que abrazarse, besarse, quererse no estaba prohibido. Ella había accedido a la cremación que ofrecía el Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social, porque eso había que hacer con los infectados por Covid-19, no había cómo decirle adiós, como ella hubiera deseado. Se contactó con una funeraria que podría agilizar el proceso, días después le entregaron las cenizas de quien supondría ser la madre. Eso era todo, de aquí, estaría de nuevo sola. Nadie le guardó luto, más que su hija, que por respeto, volvió a la construcción paródica, la llamaron:
—Me enteré lo de tu mami, qué pena, oye —le decían desde el otro lado—. ¿Cuándo será que podremos irle a ver en el cementerio?
—Mi mamá está conmigo, tengo las cenizas.
—¿Segura?, aquí dice que está enterrada en el cementerio municipal, publicaron la lista de fallecidos por este virus.
Cortó estrepitosamente la llamada, y se acercó a la morgue del hospital, donde señalaron y confirmaron que no constaba como entregado el cuerpo de su madre. Nadie lo había ido a retirar. Le dolía el pecho, ¿cómo era posible que las velas encendidas sean por otras muertes que ahora dejaban de cobrar sentido? Aquellos restos no le pertenecían.
Al no ser un caso aislado de cuerpos extraviados, los viudos, huérfanos, los desmembrados por el virus, y por la incapacidad estatal, más desgarrados por la corrupción que no daba tregua, en mascarillas, kits alimenticios, insumos médicos, se organizaron en las inmediaciones de la Gobernación para reclamar por los suyos. Tan solo querían respuesta, razones, argumentos que validen la estulticia por la cual el corazón se sentía olvidado de lo caliente que la sangre nos pone a galopar. Horas después, se escuchó la sirena de la Institución Policial, para mermar las consignas con las que los deudos exigían alguna luz por los suyos ya extintos. Entre amenazas, golpes, bombas, —qué lindo recuerdo de octubre—, desalojaron la sucursal del Ejecutivo. ¿Dónde estaba Doña Gloria?
En un cuarto, oscuro, una señora con una piernita inválida se despertaba, o no, por última vez. Se moría de frío, tenía ronchitas en la piel, y en su pie una etiqueta, como los cuerpos cuando fallecen, se quitó la sábana blanca, estaba desnuda, vio a su alrededor, más cuerpos cubiertos por la tela blanquera, otros envueltos en fundas de basura regados por el suelo, recordó a los chicos de la Universidad, su corazón se volcó, y sus ampollas volvieron a brincar:
—Duele —dijo, recordando últimas memorias que había tenido desde mediados de abril—. Pica —y murió, ¿no?