Eco

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¿Duele mucho?, averiguan a la distancia, cuidando de no acercarse demasiado para no ensuciarse las manos. Claro que duele, cómo no va a doler, pienso con rabia, con el pelo enmarañado de tanto retorcerse contra la almohada durante las pesadillas, entretejiéndose en la cabeza como un nido. Un nido sin pájaros, sin ideas, sin ilusiones. Un nido marchito, incubando nada más que malos sueños humedecidos por el sudor y las lágrimas. Duele, sí, alcanzo a musitar, sin fuerzas para atreverme a abrir los ojos, sin ganas de mirarles, pero mi voz no parece salir de aquí, la escucho retumbar cerca y sé que otra vez no logra atravesar esta fosa, vuelve a quedarse atrapada en el eco de mi tumba. Llevo veintiún días tumbada en esta cama de la que no creo —nadie cree— poder levantarme, demasiadas noches desde que empezó esta fiebre, y con ella una avalancha de malas noticias —una tras otra, sin descanso— que ellos se empeñan en hacer pasar por alucinaciones mías.

¿Cuánto duele?, insisten expectantes, con el deseo morboso de ser los primeros en distorsionar las últimas novedades del caso, los dedos fríos dentro de sus guantes antisépticos a la caza de cualquier detalle que les suene irrelevante, listos para anotarlo en sus libretas maltrechas de donde a diario desgarran hojas pobladas de tachones que trepan como arañas sobre los nombres de las víctimas más frescas. Las van eliminando inmutables, como si marcaran una lista de compras. Los he visto arrugarlas y probar su puntería contra el tacho de basura en los recreos, para matar su aburrimiento, dicen —preferiría que mataran su apatía—. Como sea, no atinan nunca, y los nombres de esas mujeres acaban deformes y tirados alrededor del basurero, tal como he visto que sucede con sus cuerpos. Es justo así como lo veo en las pesadillas: aparecen muertas y nadie sabe cómo. No: en realidad lo saben todos, pero sucede tan seguido que ya nadie se molesta en levantar la vista y el dedo para señalar al asesino. La escena se repite todas las noches, varias veces por noche: una masacre inexplicable, estúpida, donde siempre pierden ellas. La angustia no termina cuando despierto ahogada en sudor y llanto, preguntándome si habrán matado a alguna de verdad. La libreta con los nombres y los gritos que sigo escuchando al despertar me hacen pensar que sí. No me dejan levantarme, llevan días intentando convencerme de que no vale la pena. Quieren hacerme creer que estoy loca, pero no voy a caer esta vez.

No alucino, en serio. No puede ser que todo esto me lo esté imaginando. Mis pesadillas, aunque tenebrosas, las recuerdo bien: las oigo llorar bajito detrás de las puertas antes de que todo suceda. Y entonces sucede sin más: las matan. Las matan a plena luz del día. En silencio. En todos lados. A todas horas. En media calle. En sus casas. En los parques, las escuelas. A la vista de todos, que da casi lo mismo que a la de nadie. Grandes y chicas. Viejas y niñas. Nada de eso importa. Las matan sin sentir culpa. Por puro placer. Como cuando matas una cucaracha. Como cuando al fin atrapas a ese piojo que te estorbaba en la cabeza y lo aplastas con satisfacción, sin pensarlo dos veces. Las matan como si lo merecieran. ¿Por qué? No entiendo, nunca entiendo. Ni antes ni después de despertar. Por cualquier cosa, supongo, la causa es lo de menos para ellos: las culpables son siempre ellas. Dicen que andan dando motivos, pero yo nunca los veo. Las matan por abrir la boca. Por sentir. Por pensar. Por moverse. Por decidir. Las matan por existir. Y yo estoy dentro de esa guerra, las veo forcejear, escucho sus gritos… y luego los lamentos de quienes encuentran sus cuerpos en migajas desperdigadas por las calles. Las matan intentando callarlas, pero solo consiguen levantar un griterío infernal. Y yo lo veo todo, pero no puedo hacer nada, estoy también maniatada, por eso es más cruel el sueño. Despierto con el vómito saliendo a borbotones, y ellos rodeándome con caras de asombro, miedo, asco y risitas nerviosas. Y quiero levantarme y mirar por la ventana, para asegurarme de que ahí afuera mis sueños no se cumplen. Que no se cumplan, mi único deseo es que mis sueños no se cumplan. Al amanecer todo parece volver a la calma, y durante el día no hay más que silencio. Y yo que ya he visto como el silencio mata, prefiero imitar sus gritos para no olvidar sus voces.

¿Cuánto duele?, vuelven a preguntar, intransigentes. Demasiado, respondo. Tanto, que esta vez —como todas las otras veces— ya no creo soportar. Ya no quiero ver. No quiero escuchar nada más. ¿Por qué tengo que ser yo la única que alucina en este manicomio? No saben cómo lucho por levantarme de esta cama, deseando que la pesadilla termine, que esta vez sí pueda abrir los ojos antes de que otro grito me estremezca. Desvariando de dolor y aun así manoteando para librarme de su anestesia. No, no me amortigüen, que no quiero dejar de sentir. Prefiero las pesadillas a su incomprensión. Prefiero la memoria tormentosa ante la supuesta calma del olvido. Prefiero escucharlas a ellas y convertirme en el eco de sus gritos.

Tiembla, les escucho murmurar a mis espaldas a tiempo que anotan el nuevo síntoma. ¿Escalofríos?, pregunta uno, yo lo dejo sin respuesta. Esto, hasta donde yo sé, se llama llanto. ¿Es que no ven? Llanto es todo lo que tengo. Nada más. Y una rabia que me hace temblar. Una necesidad inmensa de llorarme a mí misma en mi propio sepulcro donde nadie más llora, donde adivino mañana solo llorará mi madre. No es ni amnesia ni locura lo que tengo. Y a veces quisiera tenerlas. Sufro de empatía crónica, anoten; no como ustedes, pobres inmunes y omnipotentes, que creen que hacen bien evitando contagiarse.

¿Dónde duele?, regresan ansiosos por ponerle nombre a esta enfermedad sin cura, por anotar una nueva cifra en sus estadísticas, por marcarle un punto fijo a este dolor indefinido, regado por todo el cuerpo. Y ya no es tanto su deseo de aliviarme, les gana la soberbia de sentirse poderosos. Han asesinado a una más, acabo de escuchar su grito. Pero ellos no me escucharán. Cómo mostrarles si no quieren ver. Para qué más preguntas, si no hay nada nuevo en este dolor. ¿Qué donde duele? Donde siempre. Duele donde siempre me ha dolido. Duele como nunca antes. Duelen ellas. Duelen todas. Y ellos tan como si nada, tan invictos, tan ilesos. Inmaculados en sus batas blancas, protegiéndose las manos con guantes, no vaya a ser que los acusen de lavárselas. Y me sorprende, me abruma, casi me conmueve… me duele que a ellos no les duela como a mí.

Y llorando bajito en mi tumba, mecida en la marea que forman mis lágrimas me vuelvo a dormir.

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