El presidente Evo Morales renunció, la sombra del 21 de febrero de 2016 lo persiguió hasta el día de hoy. La OEA, habilitada por el presidente Morales para hacer la auditoría al proceso electoral del pasado 20 de octubre de 2019, en el Análisis de Integridad Electoral (nombre técnico del informe) de 13 páginas, dictaminó que hubo irregularidades y vicios en todo el proceso de la elección presidencial, fue apenas un INFORME PRELIMINAR y todo ello desató, en menos de 5 horas, la alocución del presidente Evo descabezando al Tribunal Supremo Electoral y convocando a elecciones presidenciales, luego de haberse proclamado presidente; finalmente, vino la renuncia ante las protestas populares. La presión popular, no sólo de las oligarquías, sino también de los humildes, torció la historia de Bolivia. No son todos los oligarcas quienes salen a la calle; también hay pueblo, y mucho. Veremos qué pasará en lo sucesivo en la tierra de Morales y de Mesa, por cierto, ex embajador itinerante, nombrado por el presidente Morales, para las discusiones con Chile sobre el legítimo derecho de Bolivia a una salida al mar. Insisto: ahora serán dos las posiciones de la militancia pétrea sobre el asunto Bolivia: golpe de Estado racista o silencio. Esa militancia se “correrá” de un análisis sensato y optará por la rabieta o el mutismo, a la espera de la pauta discursiva que le asigne el aparato.
Ahora bien, las causas justas se luchan, se disputan y se defienden. Ellas en sí mismas no son entidades morales; son causas, banderas, luchas por reivindicaciones: por mejores salarios para las maestras, en contra de los abusos infantiles, de las lógicas perversas de la explotación sexual, del maltrato animal, en fin, de todas las injusticias humanas; todas esas causas son motivos para conmoverse y adherir a ellas. Pero no hay que deificar y menos a los sujetos-dirigentes-vanguardia que las abrazan con fervor desmedido y conveniente, que se hacen del clamor popular para obtener el poder político o económico, o para preservarlo; estafadores que hacen de la demagogia una forma de vida-negocio. ¿Hay que luchar en contra de las desigualdades humanas?, sí, definitivamente; ¿es una obligación luchar en contra de las desigualdades humanas?, no, definitivamente. La hegemonía se ha encargado de asignarles lugares a las personas en el mundo. Su eficacia radica, precisamente, en su capacidad para des politizar, hacer que la gente pierda empatía por los dolores y despojos humanos. Le ha corporativizado el alma a la gente, a ricos y, sobre todo, a pobres. Los dolores y las penas de los demás, de los diferentes y otros, no conmueven tanto como deberían. La tarea del político es interpretar esas formas en las cuales la hegemonía se desplaza plácidamente ofreciendo sus seducciones a todo dar y por todos lados. Ahora mismo, la hegemonía está “jugando sola”, construye a sus propios “adversarios”, salen de su metabolismo (no hay otro), son los Soros o las Greta Thunberg o el me too “madonniano”; y, por irónico que parezca, son esas expresiones las más eficaces para “luchar” contra la hegemonía. Aunque ya sabemos que no hay allí ni un ápice de condición contra hegemónica.
Las revueltas populares tienen un carácter inorgánico por lo general; encienden la llamarada, pero no queman el bosque. No hay voluntad contra hegemónica; hay, eso sí, dispersión, ira, circunstancias particulares que invitan al movimiento espasmódico y coyuntural; pero no hay una voluntad de quiebre y, por ahora, no se avizora. Los márgenes de lucha se establecen dentro del orden hegemónico, lo que hace que las pequeñas “anomalías del sistema”, se re articulen y vuelvan a un estado de normalidad. La hegemonía restringe esos márgenes, los diluye pues su asunto no tiene tanto que ver con batallas concretas (aunque no abandone esa línea), sus movimientos son más líquidos, pero no menos hegemónicos y eficaces. Mientras los grupos insurgentes, minorías con muchas razones pero sin potencia contra hegemónica, hacen pequeños movimientos, pellizcos de hormiga a un elefante que no pierde su compostura y firmeza. El drama está en que no hay proyecto civilizatorio que se oponga a la hegemonía actuante.
¿No es acaso más estratégico transitar por los caminos que provee esa hegemonía para poder, desde dentro de su metabolismo, crear pequeños movimientos distintivos, sin la pretensión de ruptura definitiva? Cuando la pretensión de ruptura se hace eco, cuando se amarra a un país todo en la aventura de querer quemar el bosque (sin estrategia, sin alianzas profundas y realmente contra hegemónicas), las consecuencias las paga un pueblo, las paga la gente, no quienes llevan en la boca y en las acciones la supuesta lucha emancipadora. Los dictadores o sátrapas siempre viven bien, así se le opongan a la hegemonía, aunque a veces salen muy mal parados o en forma horizontal directo al ataúd. Estoy pensando en el castrismo en Cuba. Estoy pensando en las miles de familias rotas por la “libertad” y la “dignidad”. La dignidad, esa “dignidad” no vale mucho cuando se rompen los lazos de familia, cuando la gente está sometida a la indignidad de vivir de la trampa para poder juntar unos pesos para comer. La dignidad de los discursos y proclamas nada tienen que ver con la indignidad de la prostitución de chicos y chicas en el malecón de la Habana.
Pero la izquierda, cierta izquierda, prefiere vivir con los anteojos empañados por la ilusión; no repara en el sufrimiento de los pueblos reales; prefiere el enunciado animoso, aquel que se ajusta a sus ficciones de “cuadro revolucionario”. La romantización ideológica es una fuerza que hace que la realidad se suspenda, como toda ideología política, termina por negar la realidad; esas militancias que no ven sino desde la “palabra precisa y la sonrisa perfecta” (qué bella estrofa). Se reactualiza, aun abrazando los valores de la izquierda, un discurso y, sobre todo, una aspiración mítico-religiosa inscrita en occidente desde su propia constitución, pero con un ligero toque, que finalmente sucumbe a la idea central judeo-cristiana del porvenir: el cielo prometido de una sociedad sin clases. El oxímoron se explica solo.
En definitiva, las acciones políticas se articulan, o debería ser así, a partir de ciertas disposiciones interpretativas. Un acto político debería estar guiado por una voluntad indagatoria y, a la vez, interpeladora de lo dado; aún de aquello por lo cual se lucha. Pasa que los partidos políticos y las militancias a rajatabla “se lanzan a la batalla” sin comprender bien (en muchos casos) contra qué luchan, sin comprender qué voluntad opera tras la explotación humana; se lanzan, así nomás, al combate: es la pedrada intencionada a la estación del metro de Santiago de Chile, la quema de la estatua de Colón, la remera del Che con la foto de Korda. Hay, para qué negarlo, cierta seducción en este tipo de actos; cierta actitud de “matar al padre” que no deja de llamar la atención. Pero “matar al padre” debe ser un acto de consciencia, un acto deconstructivo radical. Desde luego, acciones así, políticas, están desprovistas del tipo de militancias “todo o nada”.
Entonces, el acto de “matar al padre”, por legítimo que sea, debe tener un sentido, un anclaje racional y una dirección; allí entra la política y lo político, le confiere un margen de posibilidad y de sentido a una acción que, en muchos casos, es inorgánica, voluntariosa, firme y decidida; pero puede ser fácilmente repelida por “facinerosa” o “anti social” por parte de los organismos estatales que salen en defensa de la seguridad, apelando al uso legal y legítimo de la fuerza del Estado. Es el Estado prohibitivo que no deja que el reclamo tenga margen de acción; para ello están las formas habituales (y diluyentes) de la petición formal: formularios, proyectos, reclamos en formatos preestablecidos, filas en las oficinas estatales, entre otras formas de disipar el reclamo. El reclamo, su fuerza disruptiva, es contenido en nombre de la legalidad y la legitimidad. Pero cuando el reclamo adquiere el tenor de la ruptura, entonces no hay fuerza legal ni legítima que se oponga. Ahora bien, lo que sí resulta peligroso, como parece que sucede en Bolivia, es que las fuerzas más reaccionarias se hagan de las banderas legítimas del pueblo y se valgan de su potencia rebelde para acceder al poder gubernamental.
En suma, la actitud contra hegemónica debe ser también voluntad comprensivo-analítica. Ver cómo se construye el tejido de la hegemonía y, sobre todo, cómo se posiciona y naturaliza, es parte de la lucha. La eficacia hegemónica está, entre otras cosas, en su capacidad de reproducir conductas seriadas, masificantes. Una actitud interpeladora nada tiene que ver con la pedrada o la consigna, tiene que ver con la puesta en acción de un pensamiento crítico radical de todo cuanto hay, de todo cuanto existe; de la incomodidad que da vivir en un mundo roto. Las ideologías políticas pueden, definitivamente, conspirar contra la libertad de pensar; cuando hay guiones, cuando se marcan las reglas a partir de lo debido o lo indebido, el pensamiento se apoca, las personas van sutilmente adhiriendo a las consignas, al marchismo, al concentrismo, a los lugares comunes de la política (en la versión chica de los partidos y las líneas del aparato). Al parecer, en política, hay que ser un poco ateo de todo. Lo que soy yo, sigo conmoviéndome con el dolor humano, combato la injusticia en todos los espacios donde participo, sin ambages, siendo fiel a mi pensamiento; ahora bien, mi vida no se va allí (no temo confesarlo ni pido disculpas), mi vida se va con mi hija, la Natalia, de la cual soy un confeso y religioso militante.
Crítica de la ideología en Marx. Eikasia. Revista de Filosofía, año III, 13 (septiembre 2007). http://www.revistadefilosofia.org.
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