El mal

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Ilustración: Edwin Anilema Troya. Archivo El Espectador

“(…) actuó, en todo momento, dentro de los límites impuestos por sus obligaciones de conciencia: se comportó en armonía con la norma general; examinó las órdenes recibidas para comprobar su ‘manifiesta’ legalidad, o normalidad, y no tuvo que recurrir a la consulta de su ‘conciencia’, ya que no pertenecía al grupo de quienes desconocían las leyes de su país, sino todo lo contrario.”

Hannah Arendt
Eichman en Jerusalén, un estudio sobre la banalidad del mal.

La noticia recorrió muy rápido todos los puntos cardinales. La mediocracia se encargó de llevar la información “a medio mundo”: A un negro norteamericano un milico blanco le aprisionó el cuello tanto como pudo que le cortó el aire, lo que provocó, a posteriori, la muerte por asfixia de aquel hombre. El milico hacía su trabajo: un sujeto burocrático que cumplía con su deber. Seguramente, un sujeto común, sin méritos excepcionales. Su pequeño poder consistía en ser cabal en sus funciones… y con arma automática al cinto. Un sujeto configurado para la violencia, para subyugar al otro porque, nos duela o no, puede. Puede porque el Estado es reaccionario y tiene para sí el monopolio legítimo de la violencia. Puede porque ya lo había hecho antes; porque forma parte de la formación policial, no nos llamemos a engaño. El problema pasa, también, por la institucionalización de la violencia.

Derek Chauvin es un operador armado del Estado y tiene licencia para actuar, ciertamente no tiene licencia para matar, pero sí para infligir daño, movilizar algún sospechoso. El límite para sobrepasarse o no en sus funciones seguramente es muy delgado. Es posible que esta práctica de colocar la rodilla en el cuello del aprehendido no sea nueva, ya la habíamos visto en películas gringas de acción. Chauvin y sus colegas ya lo habían hecho antes, forma parte del proceso policial instituido (violencia legítima) para neutralizar a un posible sospechoso. Pero dos cosas salieron mal aquel día 25 de mayo de 2020 para Derek Chauvin y sus colegas (¡vaya año que va andando!): varias cámaras de teléfonos móviles eternizarían el momento y, ¡terrible fatalidad!, la muerte del sospechoso Floyd. Se viralizaron las imágenes; poco tiempo después, Floyd moría por asfixia, según la experticia realizada por el patólogo Michael Baden.

— “Fuck camera!”—, deben estar rumiando Chauvin y sus cómplices. Esta vez no se salieron con la suya. Lo que está mal es el procedimiento en sí mismo. Lo que está mal es la violencia estatal representada en los organismos policiales; sus abusos constantes en nombre del Estado y porque pueden hacerlo. Por eso la otra violencia, la soberana (la potencia reclamativa de los sujetos subalternos), no se hizo esperar. El desborde de las emociones salió a la calle sin atenuantes. Todo este malestar debe dar resultados. La violencia legitimada, aquella que proviene del malestar social, es distinta a la violencia legítima del Estado. Ahora se confrontan dos violencias: una es reaccionaria, auto preservante, auto referencial y hegemónica. La otra, la violencia reclamativa y legitimada, es soberana y reivindicativa; es un tipo de violencia con sentido restitutivo (que reclama otro orden, un nuevo contrato social que implique mejores formas de estar y vivir juntos); sobre todo, reclama por un sistema social más justo.

¿Qué termina por confirmar la muerte de George Floyd? Que el mal está entre nosotros, que es humano, demasiado humano. En el juicio a Adolf Eichmann en 1961, Hannah Arendt observó en aquel burócrata de la muerte los signos distintivos del mal. No de un mal metafísico o infernal; sino de un mal cotidiano y común. La racionalidad técnico-burocrática desdibujó (acaso borró) en Eichmann cualquier posibilidad de juicio crítico. Su frialdad y aplomo ante el jurado judío en Israel en 1961 demostraban la firmeza de sus actos. Arendt describe al criminal nazi casi como un baldado espiritual, un sujeto que se olvida a la primera mirada: episódico, común, gris. Eso sí: sobre determinado por la racionalidad del Estado alemán, principalmente por un sentido superior del deber, de la norma. Minutos antes de ser ahorcado por sus crímenes, Eichmann dijo sus últimas palabras: “Tuve que obedecer las reglas de la guerra y las de mi bandera. Estoy listo”. “Estoy listo”, dijo el burócrata de la muerte; igualmente pudo haber dicho, no lo sabremos nunca, pero podemos hacer el ejercicio imaginativo partiendo de la convicción de sus palabras finales: “estoy preparado para cumplir mi condena porque, finalmente, actué apegado al deber”.

Su moralidad (occidental y atravesada por la lógica judeo-cristiana de la tensión entre el bien y el mal) fue suprimida a tal punto que nunca pudo reparar—hacer juicio valorativo—en sus acciones. Actuó conforme los imperativos del Estado. Una máquina de hacer cosas, ¿las cosas que hacía?: condenar a la muerte o a la inanición a miles de judíos en los campos de concentración. Más aún, al enviarlos a la cámara de gases a que respiraran hasta morir una solución de Zyklon B. Adolf Eichmann, luego de hacer su trabajo, iba a su casa, besaba a su mujer y conversaba apaciblemente sobre lo hermosa que está la tarde aquel miércoles de cualquier mes de 1943.

No era un sujeto amoral, claro que no. Era un sujeto que, incluso, hacía el “bien”, cumplía con su trabajo: “exterminar a la plaga judía”. Para tales aberraciones, es necesario estar convencido de otro tipo de “bien”, así éste implique, de facto, la aniquilación de otros seres humanos. Eichmann estaba motivado por un “bien” mayor y más simple, nada elaborado: Hacer bien su trabajo. Actuaba apegado a la norma y a su deber. No tenía por qué pedir perdón, así lo deja entrever en sus palabras finales. Era un hombre de honor, aunque ese honor significara la muerte de miles de humanos en esas cámaras de Zyklon B. El mal que identificó Arendt en el militar nazi poco o nada tenían que ver con las fabulaciones metafísicas de un mal “más allá”; este mal era humano y consciente. Aunque la lectura de Arendt no lo señala, incluso niega la esa posibilidad, soy de los que cree que Eichmann estaba inoculado por el mal de las ideologías, sobre todo aquéllas que adquieren el valor de un dogma, de una fe, de un (como en Adolf Eichmann) deber ser. ¿Qué motivación “superior” puede tener un humano para matar a tantas personas?

En todo caso, este mal que vio Arendt en el criminal nazi es la verificación de una condición humana terrible y aniquiladora; una que anida en esa “zona gris” que intermedia entre la emoción y la pasión; una que puede ser avivada por demagogos y embaucadores y que distorsiona el juicio, la razón. Por eso el papel de la política, Arendt lo sabía y lo señalaba, también tiene que ver con la vigilia, sobre todo con una actitud atenta y constante respecto a los órdenes del discurso, sobre todo del discurso político. Todos esos discursos redentores, salvacionistas y emancipadores, todos, incluso los de Cristo—y admitiendo de plano la bondad en esos discursos de El Salvador—, conllevaron a acciones violentas y malvadas en su sentido más humano. El mal es humano, vivimos con él. No cesa en su realización. Es absurdo creer que no existe, que tiene algo de inhumano (¡qué expresión tan contradictoria para referirse al mal!).

Los medios de comunicación posicionaron la terrible noticia del asesinado de Floyd, una cámara de celular hizo la diferencia, ¡enhorabuena!, el mundo veía, casi en tiempo real, cómo la desproporción, el mal expresándose, se hacía viral en las multipantallas, en diferentes formatos. En este tiempo de sensibilidades y sentires, todos pegaron el grito al cielo: “¡Malditos racistas de mierda!”, “¡Hijos de… insensible!”; imprecaciones en varios idiomas. El malestar de la gente, sobre todo de los sectores pobres, recorre las calles de EEUU y otras partes del mundo; Jordan Sancho, jugador del Borussia Dortmund, exigió justicia para Floyd al momento de celebrar su gol. Los progres de todo el mundo levantaban la voz en contra del asesinato de Floyd.

Ahora bien, no hace tanto tiempo, en la Venezuela de 2017, las imágenes y videos de una tanqueta atropellando a unos civiles, específicamente pasando por encima de un chico (primero de ida, luego de venida como para rematarlo) también se hicieron virales; también recorrieron buena parte del mundo. No hubo el mismo efecto. En ese año, el Gobierno bolivariano se cargó a su cuenta más de 150 personas asesinadas a manos de grupos militares y civiles paramilitares armados por el propio Gobierno. La izquierda, los progres latinoamericanos no hicieron mayor alharaca; en cambio, se afincaban en la crítica al sistema capitalista —no faltaba más—, pero sobre la convulsa Venezuela de 2017 no se dijo mayor cosa. La progresía sabe cuándo decir, derramar tinta y gritos a los cuatro vientos, pero sabe también hacer (cada tanto) unos silencios muy parecidos y cercanos a la complicidad. No hubo críticas de Atilio Borón, ni de Alfredo Serrano Mancilla, ni de Enrique Dussel, ni Boaventura de Sousa, ni de Chantal Mouffe, ni de Pablo Iglesias, ni de Juan Carlos Monedero, entre otros; un silencio militante y obsecuente, muy parecido a la disciplina militar. Esa también es una expresión del mal: callar ante la injusticia y el atropello dondequiera que estén.

A menos que haya injusticias “buenas” e injusticias “malas”. Para esa izquierda, la injusticia contra Floyd debe ser castigada de forma aleccionadora, tanto así que hasta merece una revuelta popular en contra del Estado represor gringo.   Una izquierda que hoy está indignada y dolida por lo que pasó con Floyd, asunto que resulta absolutamente válido y legítimo. ¿Pero dónde estuvo la potencia reclamativa de la izquierda ante las protestas populares de 2017 en Venezuela, donde además hubo decenas de muertes a manos de los cuerpos represivos del Estado y de los organismos paraestatales como los Colectivos de Paz? Sí, Colectivos de Paz; el significante (Colectivos de Paz) desdiciendo al significado (lo que en realidad son: instrumentos del poder gubernamental que usa para reprimir a quienes se le oponen). La rimbombancia nominativa enmascarando la aniquilación del otro. Ya Orwell lo sabía: el Ministerio de la Paz es en realidad el Ministerio de la Guerra.  Como quiera que sea, no hubo pronunciamientos de la izquierda; los más decentes hicieron silencio. Otros, al modo Borón, condenaban a los condenados: los pobres que salieron por miles a reclamarle al despótico Gobierno.

Claro, Borón, con hábil y candente pluma, dicotomiza (siguiendo la línea populista de Laclau) el campo político y establece el asunto en términos agonales; no es el pueblo quien reclama (el pueblo está con el Gobierno, deja entrever el intelectual argentino), es la CIA y su plan desestabilizador la que está detrás de las protestas en Venezuela; ese artificio de la palabra, ese camuflaje y artilugio de expresar deseos como si fuesen interpretaciones, son también condiciones del mal. Borón dijo, en plena ebullición de las protestas, lo siguiente: “Desgraciadamente ahora le toca hablar a las armas, antes de que, como dijera en su tiempo Simón Bolívar, el chavismo tenga que reconocer que también él ha ‘arado en el mar’ y que toda su esperanzadora y valiente empresa de emancipación nacional y social haya saltado por el aire y desaparecido sin dejar rastros. No hay que escatimar esfuerzo alguno para evitar tan desastroso desenlace”. “(…) ahora le toca hablar a las armas”… y las armas hablaron: más de 150 muertos en ese periodo de protestas, cientos de encarcelamientos (aún hoy hay más de 400 presos políticos y de consciencia en Venezuela, entre ellos Javier Vivas Santana por, cito: “Instigación al Odio Social”). “Instigación al odio social”, como si cualquier programa del presidente de la Asamblea Nacional Constituyente de Venezuela, Diosdado Cabello, no fuese una “cátedra” de infamia y de real instigación al odio social. Amigo lector, prenda su TV y busque el programa Con el mazo dando y entenderá de lo que hablo. La infamia no está en crisis.

El mal es humano. Nada nuevo bajo el sol. Hay que combatir el mal, claro que sí, pero en todas sus expresiones. No podemos condenar selectivamente unas atrocidades y otras no. El campo del mal se combate desde donde quiera que se esté. ¡Qué triste y lamentable lo que sucedió con George Floyd! Indignante de todas las formas posibles y pensables. No obstante, esto es la punta de un iceberg que es muy profundo, sobre todo para aquel país donde hay heridas abiertas por un pasado racista ominoso en sentido amplio. Pero la crítica y la condena al mal no deben ser medidas con parámetros ideológicos y menos partidarios. El mal que le inflige una persona a otra, sobre todo cuando aquélla está desvalida, sin fuerzas para contrarrestar la maldad, se condena sin ambages. Es la otra parte humana que no debemos perder de vista: la indignación ante la injusticia, venga de donde venga. Condeno, con todas las letras del abecedario humano, el asesinato de Floyd, así como condené el asesinato de estudiantes a manos del Gobierno venezolano a través de sus órganos represivos institucionales y parainstitucionales. Estas injusticias seguirán pasando, claro que sí; lo importante es hacer las críticas y las impugnaciones a todo el mal, venga de donde venga.

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