Vivimos en una sociedad que exige lucir bien. Estar sano se ha convertido en la norma. La convalecencia es socialmente indeseable y su existencia está relegada a la clandestinidad, la autocensura como método de regulación del sujeto. “En una sociedad del éxito, la derrota y el sufrimiento se tragan en dosis crecientes de malestar invisibilizado y privatizado. Luchar y no ganar cansa. Pero ahora el cansancio no es épico, es clínico. La derrota es íntima y la solución toma forma de pastilla” (Garcés, 2022, pág. 58). Por tal motivo es necesario contribuir a abrir un espacio para realizar una crítica encarnada a la representación de la locura en la Historia, una crítica a la mirada médica y al diagnóstico como sentencias irrefutables sobre el cuerpo. Esta propuesta se enmarca en este contexto y toma como referencia la fenomenología y otras teorías para asumir conceptos clave de la salud mental desde otros saberes y sensibilidades. No se puede negar la realidad que vivimos las personas neurodivergentes; nuestros derechos humanos continúan siendo sistemáticamente vulnerados y los aspectos sociales y estructurales que nos atraviesan obedecen a enfoques biomédicos negligentes. La violenta frontera entre lo normal y lo anormal parece arrastrar de la manera más evidente la carga cristiana del bien y del mal. Y es en el saber objetivo de la ciencia donde se apoya una ética social que avala el proyecto de normalización, un proyecto que al final de cuentas no es objetivo sino moral.
Por eso busco alternativas filosóficas para pensar la salud mental desde una visión crítica, que no individualice la enfermedad, sino que la analice en función de los factores socioculturales que la atraviesan. De modo que se logre comprender que lo que necesita una persona con un trastorno la mayoría de las veces no son fármacos, sino una mejor calidad de vida. Como respuesta a esta problemática surge este proyecto, como un llamado para luchar contra toda la violencia estructural inscrita sobre nuestros cuerpos. Como un espacio de interpretación y resiliencia frente al poder simbólico con el que se continúa excluyendo a los “rostros de la locura”. Si no pugnamos por ese campo de representación para nuestros cuerpos, seguiremos invisibles, seguiremos siendo abandonados en lo más doloroso y profundo de la violencia simbólica. Por eso es importante tener en cuenta que, para tratar la experiencia individual del trastorno, más que una mirada estrictamemente médica, lo que se requiere es una mirada que ponga en cuestión todo lo que este malestar culturalmente representa.
Estamos cansados de ser juzgados desde el estigma. Es el mismo lenguaje el que naturaliza la enfermedad e invisibiliza la vulneración histórica (Bourdieu, 1991). Los cuerpos se manifiestan y se ocultan en el lenguaje y, como resultado, detona una “lucha por el poder, la lucha por antonomasia. El enfermo solo sabe que el sistema busca desplazar su subjetividad en el campo de la representación; y, como consecuencia, ocurre una disputa” (Garcés, 2022). Esa disputa es un llamado a la expresión colectiva de la protesta contra la precarización y contra la represión a la que han sido históricamente sometidos nuestros cuerpos. Por eso es de vital importancia plantear reflexiones sobre las categorías de identidad y enfermedad, pues solo así se puede construir la posibilidad de romper ese paradigma violento y dar paso a la existencia del cuerpo como multiplicidad (Chávez Mondragón, 2016), desde un marco epistémico que no catalogue a “lo enfermo” como una posición identitaria que necesariamente es relegada a una valoración negativa (Méndez, 2016, pág. 79). No es lo mismo estar poseído que tener una enfermedad, pero esta diferencia no la elige el individuo, sino el contexto o las circunstancias espacio temporales que lo rodean.
Intentar hacer una arqueología es siempre arriesgarse a caer en el error, en tanto que exhumar los restos para reconstruir una imagen implica no solo redialectizar o resubjetivizar las circunstancias, circunstancias que Benjamin llamaba “peligros”, sino que consiste también en situar y contextualizar. En Enfermedad mental y personalidad, Foucault rescata la idea de Boutroux de que toda ley psicológica, desde la más general hasta la más particular, es relativa a una “fase de la humanidad” (Chávez Mondragón, 2016, pág. 247), y es que la enfermedad no tiene realidad y valor de enfermedad más que en una cultura que la reconoce como tal (Foucault en Chávez Mondragón, pág. 248). Así, la imagen del “loco” perdura, y aunque sea diferente, su connotación sigue siendo negativa. Ahora “el loco” encarna la risa, pero no la risa del bufón insolente, sino la risa nerviosa del miedo a la muerte simbólica, a la extinción de la propia subjetividad en el espacio social porque la representación mermada del cuerpo “enfermo” en esta sociedad lo convierte en un muerto en vida, en un cuerpo que existe, pero que no cuenta.
Por eso apelo al “nosotros”. Para desplazar el debate hacia la colectividad, que es la instancia misma donde se disputan las relaciones de poder que entretejen esto que llamamos vida. Hago uso de la primera persona del plural no por una simple cuestión de estilo, sino como una estrategia para pensarnos en común y reclamar un espacio que nos ha sido históricamente negado. Uso la palabra y la convierto en lenguaje político de reivindicación para abrirnos camino entre la violencia del sistema y recobrar el poder sobre nuestros cuerpos, ya no solo como dasein, ser-en-el-mundo, sino como “sujeto colectivo”. Somos cuerpo, es cierto, y eso también nos hace sujetos sociales. “No podemos vivir como si no estuviéramos en el mundo” (Machado en Garcés, 2022, pág. 69).
Entonces el acto de reescribir el cuerpo en esta propuesta puede ser dos cosas: un gesto de amor y, al mismo tiempo, un contraataque de guerra. La reinvención o reescritura del cuerpo no es otra cosa que la construcción del sentido del ser en cuanto sujeto social, es la búsqueda de la subjetivación en la práctica, porque el lenguaje inscrito en el cuerpo deviene en acción. En la escritura colectiva, en ese ejercicio de resubjetivización se esconde un proceso creativo que no consiste en describir el pasado, sino que consiste en reinventar una realidad a partir de restos de ceniza, de fragmentos de imágenes que aún perduran. La imaginación y el montaje, como lo plantea Didi-Huberman y lo rescata Marín, son características inherentes a este proceso. Por eso abro esta invitación a imaginar desde esta otra mirada, una que nos abre camino, que nos permite cavar en la historia para narrar esas realidades negadas de cuerpos que no interesan, de mentes que no cuentan, de voces que provienen del más exterior de los encierros.
Por Mariana Moreno