El negro Cancio

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Entre la maleza y la vegetación de la lluvia arbórea creció quien se llamaría, por la corrupción y la inexorable coerción ejercida por las fuerzas disidentes de movimientos armados, Víctor Cancio. Nacido en 1978, pero rejuvenecido 10 años por el Registro Civil lagoagrense. Joven de 31 años, aquellos días, negro gigantesco, de pies cuadrados y cicatrices de Cristo en la inmolación por los pecados de inicuos seguidores: Amén.

Huyó, entonces, de Angostura a los 20 añitos, cuando Colombia y la inteligencia gringa bombardearón al Camaleón. Se embarcó en una Baños, y desde ese entonces, el negro, hecho un Cristo, se instaló en Riobamba, tierra invadida de volcanes. Cuarteada la piel, paspa pura, resaltando las llagas de sus piernas, cara y brazos, se convirtió en un serrano más, un indio del montón. Nadie, nunca, lo encontró hasta su muerte. Olvidó las armas, las técnicas y estrategias para matar sigiloso, como un gatito, al igual que serpientes sin cascabel para devorar sus presas.

No extrañó la clandestinidad, ni las grandes cantidades de dinero que llegó a contar; se ganaba la vida cargando los víveres de señoras adineradas, o como decía él mismo: “Hamburguesadas cuando empiezan a oler plata”, en San Alfonso. Vivía en la Junín, ¿calle de histórica?, se apropió de un edificio patrimonial color durazno, con ventanales gigantes, y una puerta diminuta que el negro destrozó para hacerla su hogar. Unos Chávez, vaya a saber su suerte, se criaron en ella, 14 hermanitos, cholitos, al igual que él ahora. El árbol de higos fue lo que más le agradaba de aquella construcción colonial.

—¡Negro! —le llamó doña Martha, verdulera del mercado—. Carga esto, muévete, la señora ya se me va. 20 dolaritos, mi reina. —Sacando de su pecho otros diez arrugados de vuelto.

Llevó a cuestas compras ajenas, caminando, tras una vieja; mayor a su edad, ella empezó a evocar temas ajenos a los conocimientos del negro, que era un runa más, y por lo tanto, dizque, ignorante. Gracias, mijo. Cómprate crema para esos brazos y esa cara. Le dio miserias, y el negro no habló. Sentía rabia cuando compasión de él sentían. Fue el cuarto de los insurgentes. Un olímpico fusilando chapas, y rebanando lengua de los sapos. Pero con 20 años no has vivido nada de eso, ve negro. Sigue soñando. Le decía María Chacaguasay, carnicera del mercado. “Mejor toma esto”. Le alcanzó, en una franela llena de aceite,un pollo raquítico, sin plumas en el pescuezo, asustado.

—No como huevadas. —El ex guerrillero indignado. —Deja de ser lelo, es de pelea, para que críes, negro mudo, convéncete. Crías animal, vas a la Vasija, y ganas más plata que siendo carguero. Escuché que te quieren mandar porque asustas a la gente con esas patas y esa cara, haz caso, convéncete negro.

Víctor Cancio, obediencia de cristianos y resiliencia espiritista, se animó para criar a la vergüenza aviara. Los entrenamientos gallináceo fueron recordados como aquellos terribles aplicados a los humanos en épocas castrenses. De acuerdo a los registros insurgentes, inventados por él, y sometidos a la profundidad de la selva en el callejón interandino, invadida por él. Contaba con la antigua creencia, ¿creencia que inventó, o de vagancia consumada, al darle la carne robada en secos, caldos, el Ejecutivo, y asados, de sus paisanos, para fortalecer carácter y alma, asesinados ante sus ojos? De que el canibalismo endurecía al mismo animal, y que patear hasta la muerte a sus compañeros, formaba el carácter de quien habría de conquistar las galleras riobambeñas: no.

El tiempo apremiaba, el gallo cultivaba, dizque, sus primeras conquistas, pero no ganaba los encuentros. Gallo tuerto, desalado derecho, medio mudo, porque no cantaba y porque no ganaba. “Gallito, ve, haz favor”. Rezaban nuestro obispos Víctor y Fausto, encomendando al zambo, fusilero en vidas pasadas, al Señor del Buen Sucedo, que se cuenta, movió su patita de cera en La Sultana para morar, cual inquilino, ajeno a todo, en Riobamba; la divinidad presente: ciudad santa.

“Ve, Simón”. Como a su compadre Trinidad, lo nombró. “Si no ganas esta huevada, nos vamos a morirnos de hambre”. Y pateaba pico, crestas y patas. Encadenado al árbol de higos, le gritaba el negro, mientras untaba grasa ¿o mentol? al anémico gallo, harto de comer huevos y criollas de su especie. Desarrolló capacidades humanas endémicas y racionales: Lo odiaba.

El gran encuentro fracasó, agripado con la aviar, Victor Cancio, laxo, cuarto negro al mando de Raúl Reyes, amaneció. “Moriremos de hambre, Simón Trinidad”. Susurró al gallo. Pero, de perfil, el animal, con sus garras, y su muda anual de plumaje que, diagnósticos científicos y obras misericordiosas de Dios, apaciguarían la agresividad del gallo, saltó a la cabecera, confundido por el hambre africana, sudamericana y riobambeña, vio en las llagas de su amo, Víctor Cancio, el balanceado que le pertenecía.

Picotazo, tras pico, desangraba al negro, cegaban al carguero, quien llevaba los debes y haberes en Angostura, joven de 20 o 30 y 40 tantos, que se sabe, o se ignora, al ser un saco de huesos desordenados, importa tan menos.

Simón, llamado como Trinidad en Las Farc, el gallo devoró su carne, bebió su sangre, como si fuera el hijo del Dios verdadero, el negro alimentando la bravuconería y la territorialidad del ave en la casa de la Junín. Victor Cancio murió sin recuerdos, pésames, partes y lloros.

Demolieron la Junín con el negro, el gallo y el árbol de higos, quien sería el único que contaría su historia, inventada o cierta, con Simón. Muerto el negro acabado el gallo, el ave murió intoxicado y en su lembranza se mereció, como su amo, tan solo, y diginficándolos, tan solo, y menos, el olvido, adoptando costumbres carroñeras de comer animales muertos o asesinándolos, en ocasiones.

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