Por Mariana Moreno
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−Estamos perdidos, −me dije−; sin rumbo ni horizonte. No quería levantarme, siempre he aborrecido madrugar, pero la cita era temprano y no podía llegar tarde. El reloj marcaba veinte para las 4am y la causa que animaba mi vigilia, ahora insignificante, me dirigió hacia esa extrañamente apetecible caja de cigarros. No había nadie despierto a esa hora. Era el momento perfecto para sacar uno, encenderlo dentro de la habitación y disfrutarlo con esa frescura de rocío que solo se siente en las mañanas. Con la otra mano abrí el libro de turno y me abismé entre sus páginas unos cuantos minutos hasta que estuvo listo el café. Me habían repetido innumerables veces las consecuencias morales y físicas de mis «vicios en ayunas». No me importaba, hasta ahora no me importa y, la verdad, dudo que en algún momento llegue a importarme; nadie me dio jamás un buen motivo para detenerme; qué más da, todo a la larga resulta pernicioso. De todos modos, siempre he pensado en morir joven y, en consecuencia, he preferido elegir el placer de cualquier acto que tenga como fin la sublimación de las emociones.
Y es que no es fácil tener paciencia cuando se ve el propio vientre destripado al borde de la carretera. No es fácil vivir presenciando a diario el propio desangramiento. No hace mucho pensaba en lo populares que se han vuelto nociones como «la responsabilidad afectiva», «el control de las emociones», «la contención de la ira», «la gestión efectiva de sentimientos y pensamientos». Y pese a considerarlo sumamente importante, confieso que me cuesta creer que la maldad sea nuestra naturaleza, ¿o es que vivimos en un sistema que nos obliga a convertirnos en torpes bestias? Y sí, estoy consciente de que en cada caso es diferente, pero… ¿por qué la violencia sin motivo?, ¿por qué el desenfreno? Sinceramente no entiendo la necesidad de ir por la vida con un puñal escondido tras la espalda porque, afrontémoslo, es ese el mecanismo que decidimos emplear para relacionarnos con la gente. Digo, ¿por qué la desconfianza?
Y el silencio… no siempre significa miedo. Es de esas cosas que se aprenden solo envejeciendo. A veces significa…
−Por eso estamos perdidos..., −repetí mientras exhalaba mi primera bocanada de humo… la primera del día−. Entonces mi mente se nubló con muchas cosas, no sé, hechos aleatorios y sin conexión aparente, pero que parecían conducir todos a desenlaces catastróficos. No lo niego, a veces me siento un poco culpable por esta complacencia hedonista y perversa en la autodestrucción, por esta sed insaciable que encuentra sosiego únicamente en la fuente del pavor y el desenfreno. ¿Qué tan cerca tengo que estar de la muerte para dirigir el timón de la nave hacia otra dirección? A veces no puedo evitar sentir que estoy enloqueciendo, y aun así continúo confiando en mis facultades: es absurdo y temerario. Pensé en el amor y en lo paradójicas que son las emociones que lo atraviesan; en lo complicado que se nos hace cultivar lo que amamos, en lo fácil que es autodestruirse y derrumbar de un solo soplo lo edificado, como un castillo de naipes. «El control racional de las emociones» es, en estos tiempos, «la meta», «el verdadero desafío»… como si herir fuese la norma. Y, al final de cuentas, quizás ni siquiera se trata de contención, sino de empatía.
Me levanté de un brinco. Disfruté como es debido de esa primera calada filosófica. Volver a los 17 fue la canción que elegí para comenzar el día, entre otras cosas…, y me dispuse a alistar todo para salir al hospital. Es un poema hecho canción, y duele; me encanta por eso, porque cala hondo. No es una respuesta exhaustiva a la interrogante del caos, pero sí que es un gemido de dolor que llama la atención, o quizás, más que dolor, es un suspiro al final de la agonía, un suspiro poema que es también canto, canto reivindicativo que lejos de quedarse en lo estético trasciende a un plano más íntimo del ser humano en el que, además de cumplir una función social y política, que ya es bastante, hace las veces de remembranza de que el amor aún existe.
Una vez en camino, Volver a los 17 sonaba por segunda ocasión… esta vez por orden aleatorio:
Solo el amor con su ciencia, nos vuelve tan inocentes
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Faltaban pocos días para octubre, Martín se había esforzado en elegir un abrigo y un pañuelo para ir a esa maldita cita médica. Su alarma sonó a las 6am. El dolor de espalda le impedía despegar el cuerpo de la cama. Cinco para las 7, ya estaba tarde y la ansiedad que sentía no era de esas que motivaba al cuerpo a apresurarse. Al contrario, la energía con la que había amanecido le alcanzó apenas para lavarse la cara y cepillarse los dientes. Era lo máximo que podía hacer por su aspecto y, sinceramente, no le interesaba la opinión de nadie. El desayuno… ni siquiera lo miró.
Para las 8am ya se encontraba sentado en la sala de espera del hospital, al parecer, contra su voluntad. Lo digo porque a varios metros de la sala, del otro lado de una pequeña placita, estaba parada una anciana que parecía ser su madre. Ella lo llamaba con insistencia, quería que se acerque para realizar algún trámite, quién sabe. Y él, pese a estar mirándola a la cara y pese a comprender perfectamente su llamado, prefirió ignorarla. Apartó la mirada de la puerta con evidente sarcasmo al tiempo que sacaba de un bolsillo de su maleta una mugrosa biblia. Con una sola mano agitó el libro para que se abriera una página al azar y −como si se desconectara del mundo− se sumió en la lectura. Unos minutos después, la anciana se había aproximado. Sujetándolo del hombro le dijo temerosa un par de frases y él, sacudiendo la biblia, se puso la maleta al hombro y salió vociferando y haciendo vibrar el paso. La señora tomó aliento un par de segundos antes de salir corriendo atrás del chico.
El amor es torbellino
De pureza original
Hasta el feroz animal
Susurra su dulce trino
Detiene a los peregrinos
Libera a los prisioneros
El amor con sus esmeros
Al viejo lo vuelve niño
Y al malo solo el cariño
Lo vuelve puro y sincero
***
Una semana después, al regresar al hospital, supe por un amigo que Martín había muerto.
No me conmovió su muerte, pero sentí malestar y fiebre. El vómito vino después.
Ese día percibí en mis entrañas más que nunca el rastro efímero y perecedero del ser en este mundo; somos pincelada que desaparece con el tiempo, nada eterno, por tanto, nada por lo que valga la pena angustiarse. No existe el retorno, una vez encendido el fuego, una vez abierta la vena, no hay marcha atrás.
Cuando yace el cuerpo desmembrado al borde de la acera, no hay tiempo para reflexiones. La agonía siempre implacable late en el último estímulo de dolor, tan cruel y reacio como el asfalto mismo de la carretera. Tan frío como la indiferencia. −Nada más, qué tonto fui…−. El dolor no tiene un rostro, tiene varios: siniestros todos, y tantos que cada uno de ellos se vuelve imposible de precisar. Y no importa, la verdad es que nada de eso importa porque mientras la sangre corre, los ojos permanecen cerrados, como intentando conciliar el sueño luego de confirmar una sospecha:
Volando cual serafín, al cielo le puso aretes...
Referencias:
Parra, V. (1962). Volver a los 17. Editorial: Los Andes.