Llega al mundo sin ser bienvenido. A los dos días lo avientan al basurero con los ojos cerrados aún.
A los tres alguien lo levanta, y al verlo escuálido y mugroso vuelve a dejarlo en la vereda. A los cuatro, pasa mi tía Pepita, mira dentro de sus ojos y lo mete en la cartera.
A los cinco se presenta en mi puerta con un lazo rojo en el cuello. Finge elegancia, glamour. Se asienta bien los bigotes. No quiere que se le note el abandono, disimula la orfandad. Se trepa en la cama, ronroneamos. Y dejamos de contar los días.
Ahora camina a sus anchas por el pasillo: azota puertas, tumba floreros, rasga cortinas. Sus volátiles lanas me nublan todo el cuarto. Las veo flotar doradas con el sol.
Él se sienta en la ventana y me mira como si hubiera pasado toda una vida sin verme. Quizá para él sí pasó. Quizá para mí también. Parece que nunca se creyó eso de que en el mundo no había sitio para él.