«Quiero ser puta.»
Lo había decidido. Sin dilaciones, en hierática actitud. Solca ¿fue ella?, le daría los motivos y las circunstancias a las que respondería. No. La familia, la casa. ¡Carajo, me dan igual! «Quiero ser puta». No lo sabías, Elenita. Pero querías ser puta. Puta, como aquellas a las que la libertad les dio esa etiqueta; como la que se va con otro. Puta, como la que cobra por ejercer un oficio. Puta, pero sin chulo. Puta, sin horario, todos los días o ninguno. Puta, al fin y al cabo. Puta, de la Alfaro. «Pero puta, no nací».
—Es terminal —respondieron los médicos.
«Voy a ser puta», y recorrerías las calles entaconada de aguja, medias negras, minifalda azul. Como si fueras tan fácil, como tus colegas, Elenita.
—Mijita —jodía la vieja—. Dale las gracias a Dios por esta prueba.
Dios —le daba risa— y su misericordia, logró de ella denuestos pensamientos. El Taita nunca atendió a sus súplicas, la señal perdida, y el camino decidido por ella: «Ser Puta». «Hasta el hijo de un Dios, una vez que la vio, se fue con ella». Te sabías de memoria la letra de esa canción: La más señora de todas las putas, la más puta de todas las señoras. Qué maestro, Elenita.
—¿Qué vas a hacer? —te preguntaron—. Esto es serio.
«Ser puta». Pensó.
—Morirme, pues.
—Caduno, caduno, interpreta como le da la gana su vida —decía este esperpento, ese energúmeno de Santa Rosa, de quien rezuma su ignorancia y estulticia, se presentaba con cualquier tema. Creo que Luis, algo así, se llamaba, las lindas mujeres, rellenas, de las que podía sopesar la cantidad exacta de carne de sus muslos y sus pechos, le gustaban. «Soy hembrariego», orgulloso don Lucho. La Vieja lo celebraba: «marido es», se justificaba. Un vahído tipo, los vómitos le daban a Elenita, pero quería verlo porque le daba albores, reverberaba su deseo de ser puta, por lo excremental que era.
—¿Y ahora Elenita?
—Voy a ser puta —respondió—. Que me mate la calle, pero —se reía—: ¿un cáncer?, huevadas.
No pedía compasión, ni piedad, algo así como ese Príncipe, muerto y enterrado. La familia, riobambeña de cepa, «qué vergüenza que te guste la huevada», la hipocresía de la vieja, todos, casi, se alejaron de ella.
—¿Cómo salgo? —a la única amiga que le quedaba—: Eri, acolítame.
La quedó viendo, con sus ojitos inmensos, unas ojeras azuladas, o cetrinas intensas, que tiraban a negras: «Vamos donde la Veneno».
—Ese meco me cae mal —protestaba Elenita.
La Veneno nunca fue extranjera; había crecido en La Condamine, nombre explorador, cercenada en manos, por sus obras y gracias, de la educación católica. Vomitó de su cuerpo y alma el ominoso nombre Daniel. Pero nacía en Brasil, otras era venezolana, y había crecido en el vaho limeño, pero nunca el agravio de ser ecuatoriana:
—Pueblucho estancado que no me merece. Eu sou uma artista, causitas —con elegancia, la meliflua voz, rubia platino, chapurreando ese fatal portugués.
Atrapada, como todos, en este hueco infestado por montañas.
—Estamos luchando constantemente para recuperar la ciudad de estas vergüenzas —decía en entrevistas el intendente de policía; doctor Bermúdez—. Los operativos han sido coordinados, y las trabajadoras sexuales no volverán a pisar la Plaza Alfaro para provocar miedo e inseguridad en las familias riobambeñas. La Estación, para Riobamba.
—¿Qué hicieron con las prostitutas? —curiosos los periodistas.
—No me jodas —se indignaba la Eri, desbaratando el armario—. ¿Qué carajo les pasa? Ponte estos ligueros, te van a quedar lindos.
—Nos trataron como a putas, mismas —lloriqueaba la Veneno—: nos arrastraron, nos dieron palo. Ese Bermúdez es un asco, para mí que vive de la paja.
—Comedidamente les pedimos que se retiren —respondió.
Y no, las prostitutas eran dignas, como el viento, el sol y el tiempo. Tan antiguas como la humanidad. El trabajo dignifica a la persona.
—Mañana salimos, y ahora —coqueta siempre—: váyanse, meus bonequinhas. Me esperan.
Las llevó a la puerta de su cuarto, porque era pobre; lo que ganaba le alcanzaba para no morirse hambre, no tenía casa. Una buhardilla estudiantil, que apestaba a humedad, lo evidenciaba las manchas en cada vértice, despedida del Edificio Prometeo por gritona, era su reino; pobre, feliz en sus miserias, más rica que cualquiera. Era todo, menos una puta triste, García Márquez no contaría con ella para escribir sus memorias. Al salir vieron en columna, fila india, que llaman, a tres rijosos hombres: Un negro hecho Cristo, de pies cuadrados, agarrado a un gallo aterido, un veneco con pasteles/gelatinas atestadas de tierra y un tipo más flaco que el hambre, el corazón partido, buscando venganza, elegiaco, su cara insoportablemente sórdida y triste: corazón delator, como el cuento de terror. Apartaron a Elenita y compañía apenas abrió la vetusta puerta, cargando todas las parafernalias, la aldabaron, y la Veneno ejercería su oficio, sitio de recientes batallas, ¿ella sí nació puta?, pensaste: no. Era una artista, una adelantada al tiempo, olha que coisa mais linda, todo lo que hacía era por amor al arte. Grande, era la Veneno. ¿Se enamoraría alguna vez? Todos los días, querida. Pero nadie me mira. Y yo no tengo tiempo que perder, corazón. La vida nunca se me ha detenido, contestaba borracha cada que salían. «Estos no están listos para una mujer como yo».
—Para este camello debes ser profesional: que te hagan lo que quieran, bebé —chupando el sempiterno Lark— pero nunca, jamás, que te besen. Esas cochinadas —enfatizando— nunca, mi amor. Te largas ese rato. Y los olores, ¡uy, los olores! —su cara se deformaba, divertida—. Hay tipos que se han curtido el olor a pescadería, a mercado y a cachos, sus inseguridades, a un matrimonio fracasado, con estos debes festinar el acto, pero en los apuros, cuidadito con los dientes —acercándose, susurrando—: se resienten y no te pagan. Creen que ejercen el control, pero en realidad están cagados. Ni hables, que acaben.
—¡Qué elegancia, Veneno! —se burlaban de su hablar.
Y ella ay, mis amores, no lo entenderían, el aire misterioso de la Veneno. Nadie sabía su nombre, siempre se presentaba así, se identificaba, era su color de piel, Kruz Veneno, inerme por excelencia, bien Bolaño.
—Nos vemos mañana, Eri.
Llegó a su casa, en los Álamos, edificio crema, una pizzería y licoreras cerca, un parque, ubicación privilegiada. Excepto cuando caen las trombas y Riobamba se anega de lágrimas porque alguien está recordando una piel. La Municipalidad nunca supo atender. Pero recordaba el cáncer, la decisión instintiva de ser prostituta, al final de sus días. ¿Qué será? ¿La desazón de la existencia, el cabreo hacia la vieja, el divertirse por una vez en su vida, harta de hacerlo todo bien? Esta era su última labor, y la haría, ineluctablemente, bien. No iría a El Sótano, que estaba cerca, o al Blue, el más famoso, le daba miedo el ambiente aguardentoso de un burdel, del chongo «pucta, qué horrible palabra», siempre le encantó la calle. Y verlas, día, tarde, noche, todas feas, morenas, gordas, desamparadas. ¿Alguien velará por ellas? No, eran despojos, la refriega en sesiones de Concejo, que ahora, se enteró, buscaban aprobar una ordenanza para abolir el deseo, motivados por el oprobioso doctor Bermúdez. «Están mamados». Se ríe Elenita. Abre la puerta, va a su cuarto, cargada los ligueros, brasieres, tacos, escotes, los calconcitos rectangulares de la Veneno. «Este meco se viste mejor que yo». Los arroja y se duerme.
«Se enfriaron las camas del placer, en operativo se clausuraron dos hoteles». Leía en el zarrapastroso diario local, ínclito por matar de hambre, explotar y no pagar a sus periodistas, que le había traído la Eri, preocupada.
Qué asco, pensaste Elenita. Algo había escuchado, que al fin las putas se irían para siempre:
Con los calzones abajo, putamadre, ¿esto era periodismo?, sorprendieron a las presuntas prostitutas que operan, ¿qué?, se burlaba de la redacción, en la Estación del Ferrocarril, se enterneció: ah, mi oficina.
—Escriben huevadas, oye —se reía la Eri, piteando su Lucky Stricke de limón.
«Se encontraron en los basureros, gran cantidad de preservativos en los que se demostró que estaban siendo mal utilizados». Cómo carajo, entonces, se utiliza un condón, pensó. ¿Por qué nunca nos enseñaron qué es lo que se coloca en el tacho de basura?
—No les pagan, pues —respondió Elenita—. ¿Qué querías? Pero 40 policías cazando putas, cacha. Qué desperdicio de tiempo y recursos.
—El Bermúdez dijo que no permitirán la prostitución.
—Chch, y con los traficantes de personas sí se ahuevan, con los chulos, con los que esclavizan a las prepago sí les tiembla. Con más ganas salgo.
Se levantó precipitada de la mesa y a entaconarse, sintió una punzada en los pulmones, tosió: maldito cáncer, escupiendo sangre. ¿Ya te irásf?, preguntó la Eri. Come algo. Tú sí queres boba.
—Chais —cerrando la puerta, tosiendo todavía.
Llegó a la Plaza, vacía, triste. El pecado alegraba el entorno, pero ahora, el destierro de meretrices, le daba un aspecto prángana. Impúdico, sintió una fatiga atroz, dominical, una tos crónica, le mataba respirar, las costillas perforaban sus pulmones. Daba igual. Se sentó en la parada del bus, cercana al Café del Tren, recuerda el Paro Nacional de hace poco, al desnutrido que fue a la casa de Kruz Veneno para desquitarse de una tal Paancito, cuando la gente se enamoraba y tiraba piedras a las tropas que, embotadas, repartían toletazos a los otros nosotros, a los otros otros, como el Jorgenrique escribía, viejito eterno.
Eras linda, Elenita, un esqueletito, un palito con carácter endiablillado, cancerígena, que obligaba a arredrar a cualquier desubicado. Pero ahora querías ser puta, ¿una venganza, quizá? Una ruptura, y más tos, un dolor sordo, abyecto, inefable, cagado de localizar. El papelito que te llevaste de la casa estaba bañado de tu sangre, era ya un objeto vivo. «Deja de toser, carajo». No podías.
—¡Señorita! —un chapa, mierda—. ¡Retírese!
Se acercaba a Elenita, a la defensiva, agazapado, mano en el tolete, y en el gas, por si acaso: «peligrosas son las putas, unas ladronas y unas lanzadas», a lo mejor la vieja domesticó al chapa.
—¿No escuchaste, puta?
No: la tos te reventó los oídos. Te levantaste, y una flema de sangre trepanó el orgullo policial, el valor de la institución. «Esto te mereces vos y el Bermúdez, puercos». Pensó, sin poder hablar.
Te golpearon, Elenita. Llamaron refuerzos, te desmayaste, ¿te violarían?, ¿te pegarían? Obviamente. En el vaho de recuerdos viste a Kruz Veneno, y a las putas que estaban escondidas, encabritadas con los chapas, revuelta de bolsos, tacos, calzones. Las prostitutas caían, pero se levantaban, la vida las había arruinado peor. Se sacaban sus tacones y los usaban para defenderse, resistir, practicar su derecho humano.
Tirada en el suelo, vio caer a la Veneno. «¿De dónde salió el meco?» Ahogándote con la tos, que se calmaba de a poquitos. Nadie te violó, uno que otro te pegó. ¿Lacrimógenas? ¿En serio?, se acercó gateando a la Veneno, pero ella estaba ausente en el suelo, perdida en el asfalto. «¡Vámonos, oye!». La Veneno ya no existía. Entre el vaho de las bombas, mientras las putas sufrían en manos de las botas, apareció la Eri.
—Levanta. Corre.
—Pero, él… —dándose cuenta de lo que iba a decir—: la Veneno está tirada allá.
La Eri te salvó, te dio una pitada de Lucky para quitarte el picor de las bombas, la niebla se apoderó de la Alfaro. Fueron a Los Álamos, tosiste sangre, y descansaste, al fin. Pero un silbidito en el pecho, al respirar, no te dejaba conciliar el sueño.
La creación del Partido Unitario de Trabajadoras Abiertamente Sexuales (PUTAS), motivado por el recuerdo de Kruz Veneno, sepultada como la matrona de todas las prostitutas riobambeñas, o estancadas por el oleaje, fue recibido con mofas, burlas, epítetos que no me dan la gana de escribir por léperos; recalcitrante machismo colonial.
—Un gremio de putas —se burlaba la vieja—. ¿Y qué quieren? ¿Tirar en público? ¿Violar niños? ¿Destruir a la familia?
Todos los miércoles, Elenita, envejecida por el poco aire en el pulmón, salía a reclamar, a preguntar, a obligar a la memoria que no se olviden del crimen hacia la Veneno. De a poquitos, las compañeras de oficio, amigas de Kruz Veneno, se sumaban, hacían carteles: «¡Resistir, no tirar, otra forma de luchar!» «¡Se ve, se sienten, las putas están presentes!». La Policía tenía autorización de abatir prostitutas, pero a Bermúdez, arrinconado por todos lados, le dieron la espalda.
—Por favor —ufano lo decía—. Un marica se muere y las putas hacen huelga de celo —se le escuchaba decir off the récord.
Pero le venían denuncias, quejas, boletines de prensa, manifiestos. Los consumidores se molestaron, Con mi Chongo no te Metas, empezaron la campaña. Ninguna de ellas quería trabajar por miedo a que las maten, y las familias se destruían, las infidelidades, la violencia, desmembraba a la familia tradicional. Se acabó el sexo con amor de los casados. La economía de Riobamba al declive, porque se sumaron las trabajadoras sexuales de El Sótano, del Blue, del 100, del CopaCabana y de la Loma Caliente, arriesgadas, valientes, temerarias a las posibles reprimendas que recibirían de sus patrones, obligados a clausurar, por un tiempo. Serraban el camino al doctor Bermúdez. Todos lo odiaban. Ellas se afiliaron, y los miércoles en la Alfaro a reclamar por la impunidad ante la muerte de la Veneno. El diario nunca hablaba de ti, Elenita, ni del Eclipse de Mar, ni de la Veneno.
Pasarían los días de recalcitrantes protestas, reconocieron que las putas se organizaban mejor que el barrio de La Estación. Carlos Moreira, quien ejercía como emprendedor turístico propondría que Acercándonos a conocer las inquietudes de las trabajadoras sexuales se puede solucionar el problema en el sitio. Pero no querían compensaciones inútiles, ni indulgencias hipócritas, que permitirían a Bermúdez victimizarse, o inmolarse como el héroe de la seguridad cantonal/provincial/nacional: lo destituyeron.
Y tú, Elenita, esqueletito, te hiciste con la tierra. No llegaste a ser testigo de la ruptura, de la conquista del Partido Unitario de Trabajadoras Abiertamente Sexuales. El Concejo dimitió el proyecto para abolir el deseo. Y concentraron esfuerzos en atender a las víctimas de trata de personas, secuestro y extorsión, a brindar las garantías necesarias —aseguramiento, jubilación— para que se ejerza la prostitución libre y segura. Era ciencia ficción. Y tú, Elenita, molesta porque al final sí te mató el cáncer, reencontrada para siempre con Kruz Veneno: la más señora de todas las putas. La más puta de todas las señoras, en el paraíso no terrenal de las putas.