«Únanse al baile, de los que sobran

Nadie nos va a echar de más

Nadie nos quiso ayudar de verdad«.

Los Prisioneros

 

La película de Todd Phillips ha concitado toda clase de debates, no se podía esperar menos para una película que, de ante mano, ya estaba inscrita en la polémica; cientos de comentarios ya circulaban en la red antes de siquiera haber sido estrenada en los cines. Luego de su estreno, esto es aún más previsible, los debates y las discusiones adquirieron un valor más sustantivo. Joker, como dije con Roma, es una película que mira fuera de la pantalla: muestra la vida de la calle, del apartamiento del Estado que deja a sus sujetos a la buena de Dios, en el mundo olvidado de Dios; Arthur Fleck pudo decir, junto con César Vallejo: “Yo nací un día que Dios estuvo enfermo”.

Es una construcción narrativa asfixiante. La risa ahora devenida antípoda del placer o de la felicidad: ¿Cómo es posible tal inversión? No hay suspiros, es una narrativa anti orgásmica y descaradamente sutil. Lo que hay es un caos ilímite, deliberadamente así, una fractura extendida, una grieta cotidiana en perpetuo estado de descomposición. No es un claroscuro, es la mierda en la pantalla, es la mierda en formato digital que vamos a ver como espectáculo deforme de una deformidad citadina, constante, a la orden del día. Deformidad kafkiana que se ofrece sin censuras y sin atenuantes en las calles de París, Caracas o Bangladesh.

No me parece que el filme esté buscando, intencionadamente, «una fórmula ganadora»; posicionarse como una película de culto, que seguramente lo será. Hay una historia bien contada, sin estridencias. Coincido con Joaquín M. Lee (un comentario que leí en Facebook) en que la película está transitando por el «efecto Roma«. Pero más allá de los flashes y de alta vara con que la medirán los sabihondos críticos, Joker es una puesta en escena aturdidora e impecable. Joaquín Phoenix es uno de los mejores actores de su generación (es posible que sea el mejor, como sostuvo Paul Thomas Anderson); su personificación es conmovedora; a ratos es deliberadamente histriónico (actúa dentro de lo actuado), llena la pantalla con sus movimientos, con una danza casi infame, casi hermosa. Es posible que yo, un sensible más, no tan avezado en el arte de la crítica cinematográfica, no tenga esa sensibilidad fina que sí parece tener Mike Ryan, quien señaló que: “Joker cree que te sorprenderá con su violencia, pero la realidad es que sólo deja al espectador sin sentir nada”. No sé qué trabajo empírico hizo Ryan para saber que la película “deja al espectador sin sentir nada” (seguramente la película ha sido vista por varios millones de personas que no “sintieron nada”, Ryan lo sabe), tampoco sé qué tipología de soberbia sea esa, pero es bastante atrevida y suspicaz, cuando menos.

En lo que a mí respecta, seguramente con menos criterio que Mike Ryan (crítico de cine, insisto) creo que hay un discurso de lo grotesco y vil que discurre bien; que se articula a las emociones de un Arthur Fleck verosímil y cotidiano; son los sujetos que a veces, sólo a veces, salen de su madriguera-apartamento-cuchitril a un mundo donde sólo son un número (tan predecible, tan cotidiano, tan vida mundana). Entonces estos seres despreciables salen a las calles y no significan nada (una cifra marginal en los informes estadísticos); son la nada multitudinaria que nadie quiere ver, que están tapados por el asco y la moralina.

Es el chico en Buenos Aires que fuma paco, es la señora ciega que está tirada en una acera del centro de Lima pidiendo monedas; son los piedreros (pasta base, paco también) que están debajo del puente de Los Chaguaramos en Caracas. Son el lugar común que usó Todd Phillips para hacer su película. Y sí, son el lugar común (lugarcomunismo diría Igor Delgado Senior) más visiblemente despreciables; a tal punto que sobran, que nadie los va a invitar a otro baile sino el que ellos mismos convocan. Son los verdaderos villanos de un mundo que los aparta, los escupe a la calle con un asco acendrado y un desprecio soberbio. Los apartados del Estado, los “condenados de la tierra”, los villanos ya no de DC o Marvel, sino los villanos de una sociedad que no puede matarlos, pero les niega el retroviral y el Losartán; es más fino así, más impersonal, se mueren solos, como esas ratitas a las que le rocían Racumín en el lomo, mueren en tres pasitos. Seres de rincón o de huecos.

Inquiero: ¿Qué hace la soledad en los sujetos contemporáneo? ¿Tarareamos canciones o no? ¿Nos masturbamos o no? ¿Hacemos tonterías? ¿Las pensamos y las «actuamos»? ¿Navegamos en la red buscando noticias inútiles a causa de la Coca-Cola que tomamos y no nos deja dormir? Creo que sí, que en algún momento, sobre todo en la soledad y el silencio, somos un poco Joker: tristes, melancólicos, dramáticos, soñadores… enfermos. En ese sentido, la película nos mira, nos pone en la tarea de interpelarnos. Entre tanto, la ciudad sigue su curso, tan delirante y tan vacía; tan indiferente e individual. Un Estado que aparta a los que sobran, que deja que los Joker prosperen; deja que se vuelvan criaturas salvajes. El hogar: detritus. La ciudad: detritus. Los amigos: detritus. ¿Qué queda? Lo inútil. La autocompasión y la nada… el detritus. De eso vi, y mucho, en Joker.

Los Joker potencialmente pueden revelarse. Romper el anonimato que es una de las ideas-fuerza que hay detrás del filme de Phillips. La posibilidad de gritar ante el mundo que existen, que necesitan ser y estar en la sociedad tantas veces negada. Esos sujetos-sobra también reclamarán un espacio del cual creen ser parte, aunque se les cierre todos los días, en una cotidianidad ruinosa y circular. El anonimato opera como una potencia dormida, que debe ser aplacada por todas las vías. Un tiro en la frente o la privación del medicamente son por igual parte de una “muerte natural” del sobrante, del sujeto que nos incomoda porque nos devuelve la infamia que somos como sociedad, por eso la plácida hipocresía.

Creo que Phillips lo logró, que puso en relieve una historia de mierda que debía ser contada así. Sí, es posible que Arthur Fleck nos recuerde a Travis Bickle de Taxi Driver. ¿Acaso estos personajes son únicos en la vida de nuestras ciudades? No, existen, son más reales de lo que el asco social nos permite ver. Están allí, son el hombre-cucaracha que, efectivamente, transita por nuestras ciudades, sin peso en sus historias. Scorsese y Philips cuentan la historia, pero también la contó De Sica y Buñuel. Estos sujetos seguirán allí, a veces alguien los «cuenta», les «hace una película». Es más «potable» y «aséptico» verlos en el cine, que en la ruda realidad de nuestras urbes; el desprecio y el asco nos gustan más en pantalla gigante, con pochoclos y sonido HD.

2 Comentarios

  1. La caracterización e interpretación de Joaquin Phoenix es sólida, soberbia, antológica. Se adueña del personaje desde el primer plano, desde la primera carcajada, y te hunde y te arrastra en la miseria de su frágil existencia como si te arrojaran al mar con unas piedras atadas a los pies. Te hiere diciéndote que hay un centenar de personas nacidas Joker alrededor nuestro y otras que conocemos el arte Joker desde dentro, desde donde vivimos y crecimos y sabemos que duele vivir en una sociedad «normalizada de apariencias políticamente sanas».

    Al final la única manera de que les escuchen es sembrando el caos, la muerte y la destrucción pero que todo comenzó con unos orígenes tan humildes y alejados del mundo del hampa, donde las circunstancias de la vida les conducirán a ser tu verdugo, el delincuente que tanto detestas.
    Joker es tu país destruído y también el ciudadano que no se pudo defender.

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