La banca

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Los recuerdos son pequeños soplidos en las orejas, como la niebla cayendo a las seis de la tarde en su pueblo. Es ahora cuando tiembla mi mano al remover los rincones infantiles de mi tiempo.

Fueron noches enteras admirando la perfecta sincronía de las montañas con el retumbe de los voladores, haciendo eco en la cordillera en forma de olla. Nunca imaginé que los efímeros detalles serían un manjar para los días raros.

Cumplía una rutina estricta: generalmente eran alrededor de las siete de la mañana cuando el acordeón de la lanfor se levantaba. Era la alarma indicando que las gradas me esperaban para verme brincar sus escalones, de dos en dos, más tarde de tres en tres. En pijamas desde siempre, y con los zambos “cabeza e’ loca” corría a saludarla. Supongo que ella también me esperaba.

Ella tenía la figura rellena de ternuras y un delantal blanco con dos bolsillos al frente para nada simples. En algunas ocasiones entre la travesura descubrí tesoros inimaginables en esos pedazos de tela. Era nítida, toda su presencia lo era. Su cabello platinado en terminales onduladas, ojos verdes azulados y un olorcito a alcanfor. Alcanfor con el que preparaba emulsiones para las dolencias de las rodillas, migrañas y heridas del alma.

Al bajar las gradas como “loca Pancha” la encontraba poniendo a punto el mostrador. En sus tareas se definiría mi paciencia por ser la heredera de su balanza antigua y de pesas oxidadas. No me disgustaba entregarme entera a las labores casi esquemáticas de la alacena. En realidad, era un disfrute para mí abrir cartones, colocar en el sitio exacto las fundas de fideos, y cuartear la levadura . Eso sí, a pesar de mis empeños nunca aprendí a envolver con papel de empaque, con el arte que lo hacía ella.

Algunas veces, la vi sumirse en cuentas para ajustar el mes con dignidad. Si algo había tejido era su popularidad de dama con honores.

Mientras ella jugaba con los números, yo contemplaba sus manos y el anillo simulando una correa en su dedo anular. Sin poder evitar imaginar un después sin su presencia. Tal vez por eso consideré memorizar cada percha y repisa, por si algún día me viese en la necesidad de traerla de vuelta. Como hoy.

La tienda y sus enseres vieron crecer de a poco mis piernas, centímetro a centímetro. En un principio sin lograr ver el rostro de los clientes, solo reconociendo voces de visitantes longevos, que acudían en busca de un consuelo detrás del mostrador. Ese mismo mostrador que fue mi trinchera cuando se trataba de escaparme de los jarabes. Tiempo después, la talla me daba para alcanzar a la madera lisa del despacho – y – como ya sabía sumar, estaba acorde a la misión de ayudante: aprendía a llenar espacios en el corazón abatido de mi vieja.

Llegó la peor de mis edades, siempre con el estómago revuelto y negada a crecer. Podría decirse, que lo único intacto de la niñez en mí, era ese deseo de volver a su cueva. La idea de tumbarme  entre los sacos de harina, imaginando el día en que pueda comprar con mi propio dinero una caja de catabunes, me generaba una felicidad que no se describe con letras. 

Las vacaciones se prolongaban en días durmiendo temprano, siendo descaradamente la consentida de sus mimos. De pronto la banca de madera respondía a todos mis anhelos. Ella cobijándome con su ponchito gris de pintas blancas mientras ensalivaba sus dedos para borrarme algunas marcas de las mejillas. Debo confesar que a nadie abracé con tanta desesperación. Nuestras formas de amor eran ritos confirmados con el repulgue de las empanadas y mi limonada tibia para dormir.

Llegaron mis quince, y con ellos la penumbra, mi hoyuelo heredado no volvió a ser el mismo. Mis presentimientos aterrados de ver la tienda cerrada y la banca en la bodega, empezaron a ser reales, hasta que su silueta acompañó por completo otro viaje en el cosmos.

Mi pecho abatido no entendía, bueno, no entiende como el trascender de una comandanta puede arrancar pedazos inconmensurables del alma. Mi aliento pedía a gritos despertar sin estar agitada al no ver las velas puestas a sus ángeles y su caligrafía inculcada por las monjas. No tuve más remedio que darme a la tarea de guardar bajo llave todas las memorias de nuestra corta vida juntas.

El tiempo injusto y mi cabeza como una burbuja volátil no han sido consecuentes.  Los recuerdos iniciaron su proceso de empaño. En mis intentos de no perder el hilo de la magia los traigo de visita, los cuento con los dedos tratando de sumergirlos en el extremo inferior izquierdo del pecho, para que se aten a los arcos costales, -y- de alguna forma permanezcan por un poco más de horas.

A partir de este tiempo que les cuento, el gris cambió de tonalidad mis reclamos, la fe y el optimismo de ver lo dulce del mundo.  Agrietada y con la lengua cada vez más afilada hice protestas al encierro del que ella también fue víctima.

Su partida definida como prematura le puso final a muchos de mis romanticismos. Me inclinó a crear historias inventadas del viaje que no tuvimos juntas. Aunque no puedo mentir, en silencio, me confío a sus bendiciones, como único remedio cuando la salida me atemoriza.

En fin, me despido recordando mi escondite favorito, sus ojos de laguna, gesto cansado, su olorcito único, la saliva en mis mejillas, la limonada tibia, su amor por las violetas -pero- sobre todo, la banca de madera que sé nos reunirá en una nueva estrella.

Dedicado a la mamá Fanny.

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