Por Liliana Fassi
Cuando Érica bajó del micro en la Capital, sintió el estómago revuelto.
Ahora me doy cuenta de que fue una premonición, pero ya es demasiado tarde. ¿Por qué tuve que venir? Tendría que haber tirado a la basura la caja que tenía mamá. Deseché tantas cosas cuando vacié su casa para venderla… Me habría evitado lo que me está pasando…
Niña mía, ojalá no te hubieras puesto a investigar. Ahora ves que no era conveniente. ¿Por qué tu madre habrá guardado lo que no debía? Lo hizo a mis espaldas. Si yo hubiera sabido…
Érica había viajado para hacer el trámite de forma personal. Lo que había encontrado era un demonio que necesitaba exorcizar. Tenía que develar el secreto más oscuro de su vida.
Cuando salió de la terminal de ómnibus, el calor de enero la dejó sin aire. El sudor la invadió en segundos. En su GPS tenía grabado el recorrido que debía hacer; eran pocas cuadras, pero las suficientes para que las suelas de sus sandalias aullaran al pisar el cemento ardiente.
Entrar al edificio del Ministerio de Inmigraciones fue reparador; el aire acondicionado estaba programado en una temperatura invernal. Una empleada la guió hasta el archivo donde se alineaban cientos de libros ordenados por eventos y fechas. Allí, en el sector donde se registraba el arribo de inmigrantes en el año 1945, debían estar los nombres de Greta, su madre, y de su abuelo Anton.
—Érica, ¿te gustaría ir esta tarde al zoológico?
—¡Sí, abuelo! Quiero ver los monitos…
—Claro, mi niña. Y después iremos a tomar un helado.
—Padre, no deberías consentirla tanto –dijo Greta-. Así, terminará haciendo lo que desea y no lo que debe.
—Greta, deja que la niña disfrute.
Niña mía, te daba lo que podía. Y ahora quisiera protegerte de lo que te ocurrirá, pero no puedo…
El abuelo parecía saber todo lo que yo quería, me dejaba comer galletitas en el auto aunque le llenara de migas los asientos, me traía regalos cuando volvía de esos viajes misteriosos, subía a la calesita conmigo, pero sobre todo, lo más importante para mí era que me sonreía siempre, al contrario de mamá. ¿Cómo es posible que haya sido…? Sin embargo, una sola cosa me negó siempre…
La archivista encontró el acta que buscaba: la entrada a la Argentina de Anton Meyer, de 50 años de edad, alemán, católico, de ocupación: panadero. Con él llegaba Greta, nacida en Berlín en 1935, hija de Anton Meyer y Elke Klein. Una nota al margen decía que su lugar de destino era Villa Edén. Allí había nacido Érica. Era un pequeño pueblo encaramado en la falda de la montaña en una provincia del interior.
Ella sabía que antes de la guerra sus abuelos habían sido dueños de una panadería. El barrio entero había desaparecido una noche en que los aliados bombardearon Berlín. Elke había muerto bajo los escombros, mientras que Anton y Greta habían sobrevivido milagrosamente. En 1945, cuando el conflicto llegaba a su fin, ellos habían logrado salir de Alemania hacia la Argentina.
En el libro de ingresos el nombre de su abuelo era el que conocía; sin embargo, no coincidía con el que había encontrado en su búsqueda.
Niña mía, nunca debiste saber la verdad. Cuántas veces le dije a tu madre que debíamos ser cuidadosos. Desde pequeña ya eras entrometida y ahora tu curiosidad te llevó a esto.
—Abuelo, contame de la guerra…
—Ten cuidado con lo que le cuentas –dijo Greta-. Si no, por las noches tiene pesadillas y debo levantarme a tranquilizarla.
—Te propongo algo mejor –dijo Anton, acariciándole la cabeza-. Voy a contarte un cuento que me contaba mi madre cuando era un niño.
—¡Sí, abuelo! ¡Por favor!
—Había una vez un duende que tenía un nombre secreto. Se llamaba Rumpelstiltskin, pero nadie lo sabía; todos lo conocían como el enano saltarín. Un día…
Cuántas veces me habré dormido mientras me contabas ese cuento, abuelo. Y al día siguiente te pedía que me lo volvieras a contar. Y nunca te cansaste de hacerlo…. ¿Cómo puede ser cierto esto que no quiero saber? “Si te duermes antes, niña mía, nunca llegarás a conocer el nombre secreto”, me decías.
El nombre secreto. El cuento regresó como un viento helado: el del duende maligno que amenaza con apoderarse del príncipe si la reina no averigua su nombre.
Érica volvió a la terminal de ómnibus decidida a ir a Villa Edén. Ella y su madre se habían mudado dos veces después de la muerte de Anton, pero, aunque recordaba algunos detalles, no podía traer a su memoria los nombres de los pueblos. Sólo se acordaba de la mudanza a Victoria cuando tenía doce años. Allí habían vivido hasta ahora.
Ese tiempo siempre fue un vacío en mi vida y ahora sé por qué.
Supo que a primera hora de la mañana salía un micro que pasaba por Villa Edén. Decidió buscar un hotel donde alojarse esa noche; no podría dormir, como le ocurría desde la muerte de Greta, pero sus piernas descansarían.
Caminaba tan aislada de la realidad, que cruzó la calle sin atender al tránsito. Un chirrido de frenos la sobresaltó: un viejo Volkswagen negro con los vidrios oscuros había frenado a poco más de un metro de ella. No distinguía quién conducía a través de los cristales, pero se disculpó con un gesto y siguió andando.
Niña mía, viajar a Villa Edén fue uno más de todos los errores que cometiste…
Si hubiera sabido, si me hubiera dado cuenta… pero ¿cómo podía sospechar?
Cuando entraba a la habitación del hotel sonó su celular; era un número privado. No solía aceptar esas llamadas, pero un impulso la llevó a atender. Una voz masculina dijo: «Deje el pasado en paz».
Los dolorosos latidos en la garganta y el temblor en las piernas la obligaron a sentarse. Ya conocía los síntomas: su presión arterial se había disparado hasta llegar a un límite peligroso. ¿Por qué esa advertencia? Alguien tenía su número de teléfono. Alguien sabía lo que estaba haciendo. ¿Quién? Sin embargo, estaba decidida a seguir adelante a pesar de todo. Necesitaba saber.
Niña mía, debiste hacer caso…
En el viaje a Villa Edén, mientras intentaba recuperar algunos recuerdos, volvió a sonar el teléfono. Era la misma voz: «Todavía está a tiempo. Vuelva a su vida tranquila de jubilada, a sus clases de yoga, a sus salidas con amigas. Olvídese de todo esto».
No tendría que haber atendido… Era como estar metida en una novela… no podía ser real lo que me estaba pasando. Si siguiera casada con Lucas, él me habría disuadido. Siempre lo lograba… Ahora me arrepiento, pero ya es tarde…
Descendió del colectivo en Villa Edén con una angustia mayor que la que había sentido el día anterior en la Capital.
—Érica –dijo su abuelo un día-, ven a ver. Han nacido conejitos. Te gustarán, pero todavía no puedes tocarlos. Son muy pequeños.
—Abuelo, ¿por qué encerrás los conejitos ahí? Son como unos galponcitos chiquitos.
—Para que estén protegidos durante la noche y también para que no puedan escapar. Son muy hábiles para huir.
—Pero se van a lastimar con las púas.
—Toma, –dijo Anton, poniendo un conejo en sus brazos-. ¿Ves qué piel tan suave tiene?
—Pero, abuelo, ¿por qué la otra vez había más conejos?
—Deja de hacer tantas preguntas. Ven, mi niña, vamos a la plaza.
¡Galponcitos! ¡Qué inocente que era!
Niña mía, eras incansable con tus preguntas…
Villa Edén seguía siendo un pequeño pueblo serrano alejado del bullicio de los turistas. Conservaba la plaza con árboles añosos, las casas de estilo colonial, las calles de tierra. Sin embargo, esa calma no atenuaba su temor. Miraba hacia atrás con frecuencia, alterada por los ruidos y las voces. El miedo trepaba desde su vientre y se enroscaba en su garganta.
Algo me viene a la memoria… los paseos de la mano del abuelo…
Entró a la iglesia y se sentó en el último banco. Siempre la tranquilizaba ese silencio, distinto a cualquier otro. Ahora lo necesitaba: su presión arterial no paraba de subir y bajar a pesar de los medicamentos.
Ellos me traían a misa todos los domingos. ¿Cómo podían…?
Niña mía, sigues sin entender…
Retomó su caminata y pasó frente al lugar donde había estado la casa de Anton: lo que quedaba era un terreno baldío, lleno de malezas. No había rastros de la vivienda ni del criadero. Una cuadra más allá, donde había vivido con su madre, se levantaban dos locales comerciales. Sintió una profunda tristeza: su borroso paisaje infantil era ahora una amenaza.
La empleada del Registro Civil de Villa Edén escarbó en los archivos hasta dar con el acta de defunción de su abuelo. Anton Meyer era el nombre que aparecía en el documento, pero al margen había una nota que lo ligaba a un legajo que en algún momento había estado vedado para su consulta. Como ya no era así, la mujer buscó en una base de datos e imprimió el contenido. Mientras Érica leía, su mundo terminó de trastocarse.
En la caja hallada en la casa de su madre, junto a los pasaportes a nombre de Anton y Greta Meyer, expedidos por la Cruz Roja en Génova y sellados por el Consulado Argentino, había también dos fotos: la de un castillo medieval y la de un hombre joven, vestido con un uniforme negro. La visión de las medallas en el pecho y la banda en la manga izquierda apenas le habían dado tiempo para correr al baño a vomitar. Eso era lo que había desencadenado su búsqueda; ahí estaba el origen de la pesadilla que estaba viviendo. Había navegado por infinidad de páginas referidas a la Segunda Guerra Mundial, cuando encontró una fotografía idéntica a la que había guardado su madre. Al pie, estaba el nombre que aparecía en el informe desclasificado.
—Abuelo, si el fotógrafo está en la plaza, ¿nos podemos sacar una foto los dos juntos?
—¿Sabes, mi niña? Tengo una idea mejor: ¿Qué te parece si vamos al arroyo, nos quitamos las medias y entramos al agua?
—Pero, abuelo, yo quiero sacarme una foto con vos.
—Escucha, podemos invitar a tu madre y hacer un picnic. Le pediremos que prepare algo para comer y pasaremos un lindo día de campo.
—Padre –dijo Greta-, podemos hacer el picnic si quieres, pero entrar al agua está fuera de discusión. Érica se resfriará y yo tendré que pasar la noche despierta, escuchándola toser.
Érica leyó una vez más el nombre: Fritz von Schäffer. Ya no podía negar que ese hombre era su abuelo. La fecha de ingreso de los Meyer a Buenos Aires era apenas posterior a su desaparición de Alemania. Fritz von Schäffer, director de un campo de exterminio, condecorado por su lealtad al Führer y su eficiencia para descubrir y detener a miles de judíos refugiados en casas de traidores al Reich. Ella sabía de la ayuda internacional organizada para que escaparan por la «ruta de las ratas» hacia la Argentina, que les había abierto sus puertas. La asqueaba ser descendiente de uno de ellos.
Érica continuó leyendo el archivo desclasificado: un grupo perteneciente a la Organización creada por Simon Wiesenthal había llegado a Villa Edén un mes después de la muerte de Fritz von Schäffer.
Abuelo, ¡qué ironía! No te vi morir, pero sé que el cáncer de pulmón te asfixió. Lo mismo que les pasó a tantos que vos mataste. Cuántas cosas entiendo ahora…
Salió del Registro Civil encorvada y arrastrando los pies, sin fuerzas para seguir andando. Entró a un bar, un pequeño edificio con aire alpino, más por cobardía que por hambre. El aspecto acogedor del lugar y el aire acondicionado le parecieron un bálsamo. La tentó la idea de quedarse ahí hasta encontrar un micro que la devolviera a Victoria y a su vida de jubilada. Sin embargo, le preguntó al mozo si había conocido a Anton Meyer. Él le dijo que era nuevo en pueblo, pero le señaló la casa de enfrente: el dueño había pasado toda su vida en Villa Edén. Seguramente recordaría a su abuelo.
Y yo creía que nada podría ser peor…
El vecino reconoció en ella a la niña de ojos azules, con el pelo rubio, casi blanquecino, y muy delgada; tanto como ahora. Al principio, se negó a hablar; después, cuando ella insistió, le dijo que «el alemán» había sido siempre un vecino respetuoso, aunque muy parco. Nadie imaginaba el pasado que ocultaba. Le contó también que cuando lo sepultaron aparecieron en el pueblo dos hombres que parecían militares. Después de ese día, ella y su madre habían desaparecido. No habían vuelto a verlas.
Sí, algo recuerdo. Cuando llegaron al cementerio estábamos mamá y yo solas. Ella sabía quiénes eran. Se acercó para hablarles. Discutían en alemán, yo no entendía, pero tenía miedo. Algo pasaba. Ahora me doy cuenta de lo que era.
Niña mía, ellos sabían que los cazadores habían encontrado mi rastro. Por eso fueron a advertir a tu madre. Urgía que se fueran de ahí. En poco tiempo, irían también tras ella.
Ya en la casa, Greta había preparado una valija con lo imprescindible. Un auto las esperaba: eran los hombres del cementerio.
Ahora sé que nos estábamos escapando. Cuando le pregunté, mamá me dijo que me quedara callada, pero esos hombres me daban miedo. Mamá me daba miedo. Hasta que tuve los años suficientes para dejar de pelear con ella preguntándole cuál era mi origen, por qué llevo su apellido, quién era mi padre, por qué ella nunca me quiso, jamás me reveló nada. Mi origen es otro vacío negro. Y esas ausencias por varios días… ahora sé adónde iba. Nunca quiso decirme…
Le agradeció al anciano y retomó el camino que iba al cementerio. En la esquina del café vio un viejo Volkswagen negro con los vidrios oscuros. Le recordó vagamente a algo, pero no pudo saber qué era.
Niña mía, ellos están muy bien entrenados. Después de todo, fui yo el que preparó a sus abuelos y ellos lo hicieron con sus descendientes. Serían fieles soldados del Führer…
Cuando Érica encontró la tumba de Anton, no le sorprendió que estuviera abandonada, con la lápida inclinada y casi oculta entre las malezas. Era evidente que el pueblo quería olvidar quién había vivido allí. Rumpelstiltskin, el del nombre secreto.
Concentrada en su pasado, no escuchó los pasos a su espalda. Sintió que la inmovilizaban y forcejeó, dominada por el pánico. Otro hombre apareció frente a ella. Era muy rubio y tenía el cabello tan corto que parecía calvo. Por la puerta abierta del cementerio vio el Volkswagen negro con los vidrios oscuros.
—No pudo dejar el pasado en paz, ¿verdad? No quiso detenerse a pesar de las advertencias.
—No sabemos qué hará ahora con la información que tiene, pero no podemos correr el riesgo –dijo el otro, todavía aferrándola por la espalda.
—No tengo ninguna información –dijo ella-. Sólo lo que fue y lo que hizo mi abuelo durante la guerra. ¿A quién puede importarle eso ahora, después de tantos años?
—El Sturmbannfürer von Schäffer fue enviado a este país con una misión.
—Frau von Schäffer lo sucedió, pero ella nunca quiso que usted lo supiera, porque no tiene sangre pura. Ella cometió un error con un hombre inferior y siempre se arrepintió de eso. Siempre quiso lavar esa falta.
—Ella tampoco confiaba en usted. Además, maldecía su decisión de estudiar Sociología. Decía que le habían inculcado ideas peligrosas.
—Por eso, la hemos vigilado desde que ella murió.
Esta era la causa de que mamá no me quisiera. Por eso era así conmigo. Pero si soy impura, ¿por qué el abuelo me quería tanto?
Niña mía, fuiste un error. El peor error de tu madre. No debiste nacer, pero cuando te vi no pude evitar quererte. Ni yo mismo entendía por qué…
—La comunidad que fundó el Sturmbannfürer von Schäffer todavía no debe ser conocida. Todos estos años, nuestros abuelos, nuestros padres y nosotros estuvimos esperando el momento propicio para el advenimiento de un nuevo Reich.
—Ya falta poco. Recuperaremos el lugar que nos pertenece.
Están locos. Después de tantos años, todavía sienten el odio que les inculcó ese psicópata. Y el abuelo fue parte de esto…
—Pero usted continuará escarbando, ¿no es así? Y se volverá un peligro aún mayor para nosotros.
Después, Érica sintió un golpe en la cabeza.
Hace unos minutos que despertó. Siente calor y sed. No sabe dónde está; sólo que es un dormitorio que huele a moho. Tampoco sabe cuánto tiempo transcurrió desde que fue atacada en el cementerio. En algún lugar de la casa suenan voces masculinas. Discuten en alemán. No entiende qué dicen, pero supone que están decidiendo qué hacer con ella.
Niña mía, si le hubieras hecho caso a la premonición que tuviste al llegar a la Capital… pero ahora es demasiado tarde. Ellos sólo siguen las órdenes que yo dejé.
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Edición: La Tecla Crítica