
Foto: La Perinola, Andrés Novillo
El viento sopla apenas en la calurosa zona aledaña al Hospital de la Perla del Pacífico; son las cuatro o cuatro y media de la tarde; poco le importa la hora exacta. Ella, una muchacha sencilla, ató su cola de caballo con el moño después de la madrugada espeluznante. Esa fiebre con tos de la que hablaban en las redes llegó a su casa en la tierna imagen de su padre acostado en la cama, aquella inserta en el cuarto del fondo a la izquierda, a la que caminaba cuando niña, y aún de joven, a pedir la bendición antes de dormir. Ni tan anciano ni tan lozano, Él, un hombre de canas que copan la mitad de su cabeza, desde la nuca hasta la franja de los parentales donde se presume reside la experiencia; personaje manso, pero distinguido a la vez, su estrella en incontables ocasiones, su consuelo ante su primer mal de amores, personaje amable de pasos certeros; compraba el pan a diario, a la misma hora y en la misma tienda de la esquina de la cuadra; aunque hacia seis días dejó de hacerlo, tanto por Doña Matilde que evitó abrir, como porque a regañadientes le prohibieron salir a la invisible amenaza que anunciaron en las noticias.
Pocas ocasiones en la vida el ser humano aprieta el puño con brutal nivel de impotencia, sin opción que volverlo a flaquear, tenía la mano izquierda así, en oscilación de emociones, cada cierto tiempo quería volverlo a apretar; se negó a oprimir ambos, dado que su otra palma la ocupaba sosteniendo la de su progenitor. Esa marquita escondida en los dobleces de la piel, de aquella ocasión en que cayó de la maltrecha bicicleta, artefacto heredado por su tío, que, con aceite y una manita de gato de pintura, empezó a andar en el barrio.
– ¡Cuidado el hueco de la alcantarilla, mijita!–
–Sí, papá, suéltame ya–.
Disparó los pedales recorriendo la cuadra entera en esas escenas de las ruidosas películas de las ocho de la noche, casita a casita de varios colores pasaban en el fondo de los rizos castaños que se alzaban al efecto del choque de viento. Giró de fortuita el manubrio, la pelada era chueca al andar y, por supuesto, al pedalear. Se dirigió apuntando justo hacia el hoyo advertido, no frenó, sus ojos melcocha mostraban que perdió el control y, un segundo antes de hundirse, entre polvo y tubos, el cuerpo muy joven de ése, su padre, que parecía haber adquirido súper poderes para tele transportarse, se abalanzaba en dirección diagonal, empujando el aparato con el brazo zurdo, alejándolo de la amenaza. La niña hiperactiva del barrio, la de las zapatillas celestes, desde ya mostraba carácter: gritó, expidió tres lágrimas y el agraciado susto infantil. Se sacudió y volvió a subirse en la bicicleta. La mano de su héroe se lastimó con tierra y piedritas de asfalto, su huella quedaría en aquel lugar.

Esa marca la veía hoy mientras lo acompañaba, le pasaba el pulgar suavito por encima de la vieja cicatriz. Diez, veintidós, cuarenta, sin saber a ciencia cierta, cuántas personas estaban afuera de la puerta de emergencia: que están preparando camillas, que está lleno, que van a adaptar otro lugar, olvidó cuántos fueron los rumores que pasaron a boca y boca de moribundas y moribundos; desesperados y desconsolados; e incluso los escuchó el pobre niño desgraciado al que dejaron en la silla de ruedas en el margen, allá donde inicia el camino hacia el flanco posterior del hospital y están sembradas las flores rojas y rosadas. En otro momento le habría preguntado a la criatura cómo se llama, dónde está su familia, más éste no era día común y normal.
Tiempos como aquellos martes rutinarios en los que salía del hogar, tomaba la línea 15 con letrero blanco, iba a su trabajo, almorzaba con la amiga que le regaló por su cumpleaños ese libro de aquel minusválido que jamás abrió, algo sobre el agua, algo sobre unas cruces. Ni siquiera recordaba el color de la portada, y se cuestionó por qué estaba pensando eso en semejantes circunstancias; despejar la cabeza quizás, la remembranza, tal vez.
–Hija, vamos a casa, esto es el infierno. Ya me siento mejor–.
–Papito, necesitas que te diagnostiquen, saber qué es lo que tienes, puede ser eso de las noticias–.
Desde el borde, en el flanco frontal, el enfermero derramaba lágrimas, contenía el llanto, tuvo cincuenta y cinco horas consecutivas de turno, nadie entiende cómo le podían seguir llamando simplemente turno a ese descomunal trajín parecido a una escena de guerra, ante los cuales el personal ponía todo su compromiso y capacidad ética. Cuerpos entraban, bolsas salían, los de corbata no las veían, tampoco las contaban. La doctora con la taza de manzanilla, guayusa o alguna hierba para controlar los nervios, se acercó e infirió:
–Tranquilo, de lo que hoy hagamos con las los brazos mañana sanará el alma–.
Un cowboy militar ingresó por el sur del sanatorio. Siete aves plomizas atraviesan hacia el norte, hoy en día han aumentado las aves atravesando la ciudad, el ruido las mantenía lejos, se dirigen en fila caótica aunque ordenada.
¿Por qué usas los zapatos viejos papi?, increpaba a su amado, el cual, al regresar de la tienda con la bolsa de pan en las manos había recorrido idéntico camino entre la tienda y su hogar; las variaciones de esa ruta solo las del goteo distinto de los pasos en otros puntos de la línea memorizada del camino. Tiene contabilizadas todas las rupturas de vereda y envejecimientos de bordillo, cada hierba habilidosa que crece en los intersticios e, incluso, ha retenido en su reminiscencia la cantidad de huellas que los niños traviesos marcaron con las suelas cuando el cemento estaba fresco.
Su camino era salir, tomar la vereda derecha, llegar donde el perro ladrador. –Si ladras, no muerdes– le solía susurrar abriendo apenas la comisura de la boca. Éste, bandido y suspicaz, se lanzaba a la puerta si y solo si se acercaba a metro, metro y medio de distancia. Si, por el contrario, su objetivo quebraba el paso de manera anticipada, entonces economizaba ladridos y continuaba echado en el micro patio en que habitaba. Pasaba la calle mirando a ambos andurriales, hace algunos años su vecino fue atropellado y apetecía mantenerse en vida hasta ver realizada a su hija; llegada a la vereda izquierda, donde el vecino que ¡Llueve truene o relampaguee! ponía música tropical temprano y la repetía en igual orden de lista de soundtracks al obscurecer. Lo sobrepasaba en diagonal y eludía el impacto frontal del sonido, el cual no le afectaba o estorbaba, pero tampoco le placía, además, los vecinos bailarines y cumbianderos eran muy cariñosos y, en cuanto lo veían, lo saludaban con excesivo afecto que él retribuía generoso mediante la simpática sonrisa que lo caracterizaba.

De vez en cuando, mientras cruzaba la calle en ángulo diagonal, recordaba aquella vez en que su nena risueña casi cae de la bicicleta. Se alegraba en sus adentros y proseguía caminando, fue fácil memorizar ese punto porque permanecía la irregularidad del arreglo del alcantarillado, inclusive, en la costumbre de las obras públicas de aquellos sectores, rehacer por varias ocasiones el hueco de arreglos, fugas o malos parches anteriores. Pasada el área de los vecinos musicales, a veces entretenidos comiendo arroz con menestra, se agachaba ligero cinco pasos adelante y así evitaba chocar con las flores que colgaban de ramas salidas en medio de un par de biringas casas con techo de zinc; aunque los pétalos son suaves, vienen acompañados de espinas que ameritan eludir. Llegaba a la reja de la tienda, saludaba con cortesía, hacía su pedido, sacaba las monedas, que guardaba a propósito de los vueltos de los buses, prescindía de comprar con billetes el pan y la leche, que en menos ocasiones a la semana turnaba como hábito de su Economía con aromáticas, de esas que la gente llama aguas de viejas. Al volver mantenía exacto su recorrido, caminaba por el ya grabado trayecto y con los zapatos viejos, solo cambiaba, en el punto aquel del día de la bicicleta, el ángulo de su recuerdo. En este lado veía de frente la cara cachetona de su retoño después del susto.
–Nos vamos a morir aquí–.
Afirmó una señora menor en edad que él, aunque más golpeada por el tiempo, que eso sí, se resistió a que la saquen despeinada; ajetreada traspasó con la vincha el copete y se puso la blusa turquesa que tanto le gusta, –Anciana, pero pinta– decía a los hijos que la trasladaron del barrio al hospital, –Tú siempre bella, mamá–.
–No hable de muerte, señora, acaso ha obrado mal para que le llegue de esta forma repentina e injusta–.
–Si de obrar mal dependiera la muerte, borrados del mapa estuvieran banqueros, diputados, especuladores, y resto de sapos vivos en este mundo señor–.
En medio de la escena incómoda, todos rieron el instante. Es la alegría que tiene ese pueblo, su venerable patrimonio cultural.
Otra vez la doctora, otra vez el enfermero; ahora ella lloraba y él traía el té. El lugar atestado de contagiados sonaba y sonaba, tosían cual coro popular conformado por cuerdas vocales que, al finalizar con tonos semiagudos cada tanda de dos, tres e incluso cinco toses seguidas, buscaban reposo al cuerpo. Tosían ellas, tosían ellos, morían lento sin saber que morían, languidecían provocando la sensación de desahucio del espíritu. Fue tan rápido, ¡tan imprevisto! Hace poco que veían las noticias, buscaban la sección deportiva, se enteraban de las novedades; y hoy están pasmados, algunos solos, otros acompañados, pocos de los segundos, más de los abandonados. Asistentes por aquí, practicantes por allá, auxiliares tomando venas por aquí, internos con termómetros por allá. – ¡Dígale al ministro que estamos llenos, no hay espacio para más almas en este lugar!– gritaba alguien que perdía el control en la oficina del pasillo, lo oían todos excepto los que estaban afuera del edificio. Nadie sabía qué iba a pasar, la ciudad entera se cubría bajo el manto de la incertidumbre.
Una lagartija pegada a la pared blanca trepaba ansiosa sobre la cal seca, a las espaldas del niño con la silla de ruedas; espiaba, paraba, corría y se volvía a detener, sus ojos rojos hablaban: –¿Qué me miran?– parece que decía, –Son ustedes los raros–.
–Papi, ¿los padres nunca se mueren?
Sorbió el agua, dudaba en decirle la verdad a la muchachita, que aún desconocía lo que es la vida y, menos aún, lo que es la muerte. Solo sabía que hoy le hicieron el cacho de cola de caballo que le encantaba con el moño azul y con el cual jugaba con los dulces dedos cuando le arremetió tan grande duda.
–Nosotros jamás nos vamos sin despedirnos de los hijos mi amor–
–Entonces ¿Por qué mi mamá no se despidió de mí?–
–Lo hizo. Solo que berreaste tanto al ver la luz primera que no la pudiste escuchar; prefirió dejarte llorar y que así seas de quienes nunca callan lo que sienten–
–Papá… no te irás sin decírmelo, ¿verdad?–
–No lo dudes, nenita. Ahora acaba tu merienda que debes ir temprano a clases–.
Se quedó en la mesa de madera de cuatro patas fijas, y en la lateral el trozo de papel con el que atasca el vaivén e impide que se rieguen los líquidos. Enmohecida con el pasar de las temporadas, pareciese haberle pegado los codos a la tabla después de las preguntas. Recordó a su compañera del amor, la lucha y los pasos.
Se conocieron en el Parque de las iguanas, la traviesa les lanzaba comida desde la barda, no estaba aún prohibido por los reglamentos, y el perspicaz, caminando por la zona de venta de periódicos pasó alado de los jugos de naranja que esta vez no tomó, y la vio en el centro del jardín. Supo que sería la mujer de quien se enamoraría a perpetuidad. Y así fue, en cuarto de hora, corrió apresurado porque podía desaparecer su amor eterno, sin amilanarse escribió en el papel viejo, trozado del libro que le regalaron horas antes, durante la charla casual después de jugar en la cancha de la parroquia; esbozó breves líneas de inspiración o coqueteo y regresó al campo: la sonrisa alegre, cosquilleos de mariposa costeña y el puro amor en forma de semilla se sembró. Lo triste es que de la emoción descuidó el libro en la mesita del restaurante, ahí donde asentó el lápiz amarillo que le prestaron y que le pidieron enseguida; al devolverlo, debido la cortesía que lo ha caracterizado, al gesticular con palabras afables se desconcentró y su cabeza dejó la obra abandonada. Regresó a reclamarla ya demasiado tarde, alguien que nadie vio antes se lo había llevado. No recuerda el color de la portada, pero era algo de unas cruces, algo de un río.
Apuesto caballero, un poco vagoneta, perdió el semestre, lo cual lo hizo inscribirse en esa aula de clases, sentarse en la banca libre de la mitad del salón, justo atrás de la nueva compañera con moño y cola de caballo. Ese día lo recuerda como si lo hubiese hecho fotografía: debajo de la cola, la tela ligera de blusa beige apretada con tirantes azules que se cruzaban en dirección de la espalda, justo atrás de donde queda en verdad el corazón, de espaldas por ligeros grados hacia el costado brillaba su mejilla, blanda y misteriosa de joven mujer. Nervioso, vaciado de palabras para abrir la boca en el cambio de hora, timorato, arrancó la hoja final de la libreta, esas a las que los estudiantes dedican galletas, poemas o tres en raya, y escribió –¿Cómo te llamas?–. Sin respuesta: los tirantes, la nuca, el moño y la cola de caballo seguían siendo la única escena. Se despide el profesor, enviando extensísima tarea, tediosa y confusa; se levantan los compañeros y él espera con la honda vergüenza. –Me llamo Anabel y sé hablar– Él, estupefacto ante la confrontación y el bello careo, con los bellos de los brazos erizados y las entrañas en la garganta alcanza a responder –Mucho gusto, Anabel–.
Anduvieron en el viejo pichirilo rojo en el que tuvieron su primera cita. Ayudó a trasladarlos a las clínicas, hospitales, seguro social y todos los demás sitios en los que les negaron atención. Contrario al pedido de sus familiares de que se quede en casa y evite el riesgo, tomó con decisión el teléfono y llamó a anunciarle que iba rumbo a verla. Poco después allí estaban, el Sol canicular le golpeaba la cara en el lado de la mejilla en la cual habría impregnado su primer beso.
–Debemos intentar algo distinto, amor; esto no está funcionando–
–Estoy de acuerdo, pero ¿Qué hacer?, ¿A dónde lo llevamos?–
–Aunque sea viajemos a otra provincia–
–No es posible, la ciudad está cercada, los militares tienen órdenes de cerrar la movilidad en todo el perímetro, lo escuché en la radio–
–¡Maldita sea!–
La doctora estaba obsesionada con salir a mirar la ventana, no a falta de trabajo, la empujaba el desespero e impotencia ante aquella multitud que acrecentaba afuera con el pasar de las horas, e impedía la calma espiritual de laborar en total concentración. Se detenía a cada tanda por la que debía trasladarse entre el pasillo del segundo piso que une la zona B y D. Hace dos semanas y media que no veía a sus hijos; de manera decidida y radical rentó dormitorio a unas cuadras del hospital pocos días después de iniciada la emergencia. Quería evitar verlos, los extrañaba demasiado, empero, le aterraba la posibilidad de contagiarlos. Carlitos y Alegría se llaman, el primero extrovertido y la pequeña tan tímida como el papá.
Es paradójico su nombre, una Alegría que con frecuencia pasa silenciosa. Ensimismada en su imaginación largas horas, el único instante en que muestra emoción es cuando su madre llega del trabajo: primero, por su alumbradora presencia; segundo, porque no fallaba las pequeñas golosinas que la viejita de la calle aledaña vendía: chupetes, barriletes, en ocasiones ese chocolate mezcladito que los niños aman y babean al paletear. Hoy tampoco llegó su madre, ha escuchado tantas veces en la televisión con alto volumen debido a su abuela sorda, sobre muertos, heridos, cifras y enfermos de otros países que, con sigilo, imagina que la suya, el ángel de los dulces que llegaba vestida de blanco con los atardeceres, se fue a pasear al cielo.
Solo falla la golosina cuando el ángel tiene eso que llaman guardias, la pequeñuela confundía esa palabra… la asociaba con Don Pedro, el guardia de la escuela. A él también lo extrañaba, o más bien extrañaba a su hija la sambita, casi la única niña con quien se entendía y hacían carreritas antes de que timbre el inicio de la clase. Pero desde hace semanas que suspendieron las escuelas, no ha visto ni a la samba ni a Don Pedro. ¿Qué es lo que pasaba? ¿Por qué para los adultos es tan difícil resolver lo que en su imaginación es sencillo? ¡Y si jugamos a hacernos los muertos, despertemos vivos y ya! ¿Dónde está el problema? En fin, ahora le dijeron que su mamá estaba de guardia permanente, nada le importaban los dulces… quería ver a su ángel. Al otro lado de la ciudad, la madre sanadora cubierta las alas con su mandil, la mascarilla reutilizada varias veces y la gorra plástica rota que les dio el gobierno pegada su frente por segundos al vidrio, con la nostalgia atravesada en el pecho, pensando en Carlitos y Alegría; y los Carlitos y las Alegrías de todos aquellos que estaban afuera.
Pudo estudiar la Universidad gracias al chanchito, apelativo dado por su papá al humilde fondo de la cooperativa en los que ahorró los estudios de su primogénita. Cada mes, infaltable, depositaba parte de los escasos ingresos que lograba mediante camellos, chambas y cachuelos de todo tipo. Vendía cosas, comisionaba en comercios, promocionaba nuevos productos, incluso le pidieron dar tareas dirigidas, y no lo dudó, dado que fue el chispa de su clase en la infancia y adolescencia, escolta de la primera bandera en el colegio al que asistió en el pueblo; recordaba con claridad meridiana asuntos de Matemáticas, Química y Biología.
Proveyó la vida de su hogar, pasaron los años, poco a poco la niña hiperactiva de las zapatillas celestes que vivía previo a llegar a la esquina, atravesó de púber a adolescente y, de repente, estaba rindiendo las durísimas pruebas de ingreso a la Universidad. Aquel desayuno negreó el agua con una pizca de café y esperó hasta el almuerzo. Regresó la peinada saltando de regocijo, entró rebosante, lo envolvió con efusiva emoción, había aprobado los exámenes y el siguiente período empezaba las clases de Ingeniería en Biología. Se abrazaron orgullosos por lo que lograron. Ella, después de conversarle todos los detalles, pasó a su dormitorio a descansar, la noche en vela le absorbió las energías, estaba exhausta. Él, con dulce aliento besó la frente de la chica desde el trasfondo del cuerpo; y, al despedirse con la garganta trémula, de sus ojos acanalados brotó aquella lágrima que, parsimoniosa, cayó al suelo.

Transcurridos meses en la U, algo le disgustaba de su dormitorio. Era demasiado celeste. Los padres decidieron, próximos a la mitad del período de embarazo, que iban a dividir la morada, y a fabricar con sus propias manos el lugar donde reposaría la que venía en camino. Faltó dinero para el eco, la anciana sabia del vecindario de los suegros les aseguró que su criatura sería mujercita, e incluso habría predicho que viene muy inquieta la chiquilla. Ante tal predicción, decidieron pintar la habitación; pidieron al suegro algunas herramientas con las cuales éste hacía cachuelitos en el barrio. De regreso, en la ferretería de la vuelta, sacaron las monedas de la semana; juntaron, contaron y compraron: cuatro tablas de tríplex gruesa, medio galón en lata de pintura celeste cielo, dos brochas peludas, tantito tíñer, alambre y una libra de clavos plomos. Al siguiente amanecer, en esos domingos bellos cuando el Sol brilla prematuro desde las diez, fabricaron el cuartito de la pelada que venía. Cortando, lijando, limpiando, clavando y con brochazos cuidadosos, dejaron listo el humilde aposento; con el tiempo improvisarían el clóset. –Esta niña tendrá su habitación propia– afirmaron haraposos y ensuciados mientras se abrazaban y abrazaban el vientre. Incluso ella, ocurrida, raspando con uno de los clavos que quedaron en el piso, dibujó, abriendo surco en la tinta, dos hermosas nubes gordas en la parte superior de las tablas; del color de la madera que quedó descubierta al ser rayada. Las mismas que acompañaron a su hija al conciliar el sueño, por veintitrés años, en los cuales la veía, la recordaba, la imaginaba allá arriba de su lecho con el rostro maternal dentro, y a veces hasta parecía hablare, reprocharle, regañarle o felicitarle según la ocasión. Dibujos que además vio esa madrugada que despertó en salto por las toses a las tres de la mañana.
Encendió la luz; el cuarto dejó su antiguo color, lo pintó de violeta, con el mismo clavo que tenía guardado en la caja de cartas escritas a su mamá, raspó exacto el relieve surcado de las viejas nubes. Había media lata que sobró años atrás, a pesar del tiempo, con diluyente y el palo de escoba, lo duro volvió a ser líquido, al igual que el rigor de la verdad, podría ser macerada. La novel universitaria compró medio litro de otro color; pensó mucho cómo convertir el entorno en maduro, formalizar las paredes, agregó poco rojo en la mezcla y obtuvo un ambiente no infantil, propenso al nuevo ciclo, resultó en violeta tenue y suave. Fue muy cautelosa en mantener las nubes, a pesar de que conocía con retentiva fotográfica su localización, las volvió a marcar, la volvió a amar, no dejaría de escribir cartas viendo su micro cielo en casa. Le sobró pintura de los dos colores, las guardó porque desde chiquita le enseñaron a ahorrar.
Caminó por el pasillo, movió la tela colgada con función de puerta, su padre asentaba el codo en el banco de palo que fabricó y regaló el abuelo para cuando haya visitas, escupía en la anticuada bacinilla, devolvió la espalda en la pared, cuerpo y cemento mediados con la delgada almohada empapada de sudor de toda la noche. Su cara descompuesta por la fiebre tornaba en rojiza tendiente a amarilla. Los héroes con súper poderes también pueden convertirse en seres desahuciados. ¡Esos que parecerían infinitos! En su brillo inmortal y perenne, están llenos de carne y huesos comunes; propensos, vulnerables, susceptibles al dolor.
– ¿Por qué te despiertas, mija? –
– ¿Estás bien, papi? –
– Se me fue el sueño, nada por qué preocuparse, mi amor, tranquila–
–Estás hirviendo, ardes…–
Voceó exaltada y puso su mano joven en la frente ardiente y mojada con inusual transpiración de su venerado. Desprovista de termómetro, tampoco tenían botiquín, lujo que en el barrio no se permitían. Tal cual le enseñó su abuela, corrió hacia la cocina, buscó en la tablita de estantería alado de los platos de plástico y atrás de las ollas plomas esa lavacara amarilla en la que ponían yucas después de pelar. La llenó de agua en el baño, y tomó la toalla pequeñita de afeitar que su progenitor escondía camuflado debajo del lavabo. Remojó la pieza, la exprimió hasta que no estile y con la humedad suficiente con las palmas ponía alivio en su rostro. Fue hacia su habitación, tomó la camiseta de niña, esa que le quedaba chiquita y que guardaría para su primera hija, si le salía mujer; linda camiseta crema con flores rosadas; y, con similar movimiento, la humedeció y estrujó con fuerza para quitare el chorro y posarla en la barriga caliente. Así pasó cuatro horas, aliviando en parte el severo malestar de su papá, doscientos cuarenta minutos en los cuales habría tosido trescientas veces o más. ¿Por qué tosía tanto? Padecía de los pulmones, tenía el organismo de esos de antes, duro y firme, hecho en la vida, se agripaba cada año bisiesto; el estómago un roble; las infecciones un mito; alérgico solo a la corrupción; intolerante a los malos gobiernos; repelente al exceso de dulce de la gente chismosa; y, de buenos hábitos como él, ninguno. Mientras discernía recordó repentinamente eso que escuchó en las noticias.
Pasó a su casa a las siete, a las seis y media le llamó a pedir ayuda, inusual horario para escuchar el timbre y ver su nombre en la pantalla del celular. Y aquí estaban, con el Sol en la cara, frente al hospital en jaque y con centenares de rumores. Con la incertidumbre apoderada de la corporalidad: ella, apretando y aflojando el puño; él interrogándose alternativas; el mayor, silencioso y prudente; el de la silla de ruedas cuestionándose dónde está su familia; y los demás, con las historias de su existencia hilvanadas y rememoradas dentro de sus cabezas en esas pocas horas.
Así es la muerte, desgraciada inexplicable, repentina e inadvertida, siempre injusta, siempre injusta. Aliada de miserables gobiernos o insensibles poderes de todos los tipos. Quizás estamos muertos y soñamos con ser vivos; el tiempo, una entelequia fabricada por intersticios de luz; ésta, solo la negación obstinada a cerrar los ojos. Caminamos en el imaginario sendero de la vida con rumbo incierto, sobre piedras de viento, soplado, absorbido, caótico. Es el miedo, solo el miedo lo que nos hace recordar que estamos vivos, el terror que golpea el segundero del reloj hacia el fin para volver a empezar. No queremos enterrar a quienes nos empujaron a volar, no queremos asumir la muerte desnuda de prejuicios. La armonía regresa a nosotros en el final del sueño, el filo abismal de la imaginación, la catarsis. Amar es lo más cercano a estar vivos, porque ser y estar no es, ni siquiera en los espejismos, lo mismo. La memoria no está en la mente, la reminiscencia es aleteo de pájaros en el corazón, nuestras nubes en la pared, los adversarios naturales del olvido. Cuando alguien se va, las mariposas suben del estómago al pecho y nos gritan que si sonreímos dibujando los días con sus recuerdos, jamás se irán. La muerte no es la injusta, lo son quienes pudiendo evitarla, han empedrado el camino.
Regresaron al pichirilo, atravesaron la ciudad, vientos discretos rondaban el sector, el crepúsculo caía detrás del río, obviaron verlo a falta de motivos. La esperanza se escondía lejos de las deterioradas casas de los cerros. Llegaron al barrio, los niños desaparecieron de los vespertinos correteos en la calle y veredas, la señora del pan volvió a cerrar anticipada la tienda, las paredes coloridas se veían grises y las plantas entristecieron mientras se diluía el arrebol allá en los cerros. Él se despidió posando los labios cual corolas de cucarda en la mejilla, extendió la mano a su suegro deseando que se mejore, que mañana irían a buscar otros lugares donde prescribir su estado de salud y que estaría allí mañana a la misma hora. Ella, desahogada en parte, por el peso compartido, estiró sus yemas, las que apretó todo el día, y le acarició con sutileza milimétrica la barba, como las gaviotas cuando rozan la espuma de la faz del mar buscando despistados peces –Muchas gracias mi amor–. El señor, que contuvo la tos en ese momento, también agradeció y se dirigieron hacia la puerta.
–Debes descansar, mija. Ha sido una jornada terrible, yo voy a estar bien, ya me siento mejor–
–Papá, necesito estar atenta a cualquier novedad, no está en discusión––Está bien nena, muchas gracias–.
Volvió a preparar la lavacara, lavó las telas usadas e inició el combate a esa infernal fiebre que se no daba tregua. Entre las cuatro y cinco de la madrugada las fuerzas físicas flaquearon. Es joven, pero no durmió durante toda la jornada; reposó por segundos la cabeza colindando al pecho agitado de su amado caballero, quien recíproco, le acariciaba los cabellos con los dedos cercanos a las arrugas de su vieja cicatriz. Despertó al poco tiempo pensando en cambiar el agua y con una nueva idea para resolver el problema del hospital, mas su padre había muerto, el corazón sin pulso, los pulmones paralizados, los ojos cerrados cual hermosas y apacibles lunas menguantes; y, con el pulgar rozando sutil el hombro de su hija, dejó señal de su despedida. Ese, su héroe de mil batallas, el señor que traía el pan todas las tardes, el que le enseñó a andar en bicicleta, quien le acompañó a probarse la camiseta crema y las zapatillas celestes, el que guardó el chanchito de su educación, el que le besaba la frente, ahora es una nube. Apretó los puños y convirtió la impotencia en rabia. Fue a su dormitorio, se arrodilló, tomó los tarros y la brocha de debajo de la cama. Desprendía lágrimas que diluían el color, llovía con los ojos, su cuerpo se movía con espíritu propio. Con la mano derecha y la tinta roja, esbozó las iniciales de los nombres de su papá y mamá dentro de cada nube de la pared, exactamente donde vio veintitrés años el rostro de su madre. Estaban otra vez juntos, partió alado de su compañera, con la cual colorearon su cuarto y ahora colorearán el cielo. Salió con el tarro de celeste, se detuvo unos segundos en la portezuela de tela, pausó el lloro, esta vez quería escuchar la despedida, continuó, salió a la calle y desde el punto exacto de aquel día en la bicicleta, marcó con la mano izquierda empuñada, el inicio de una raya larga y muy ancha en el centro de la vía, la que prolongó a la esquina del sur; regresó y la atravesó con raya perpendicular de igual ancho. La cruz inmensa cubría la cuadra entera. Usó toda la pintura para acentuar, marcando entre lágrimas y polvo el recuerdo porque allí había vivido y caminado alguien, ¡Alguien!, alguien que no es un dato ni polvo que se llevará el viento, el héroe de la historia de su vida. Amaneció con el alba en su espalda, su símbolo estará inscrito hacia la eternidad como insignia de su memoria, no lo arrastrará el agua ni lo esparcirá el aire, hasta que la justicia llegue a la tierra. No fuera a ser que se repitiera lo que cien años atrás su amiga le comentó sobre ese libro, de esas cruces y ese río.
30 de marzo de 2020
Edición: Mariana Moreno