Recomendaría escuchar Llamadas Anónimas de
Fernando Delgadillo para leer este cuento.
¿Recuerdan al amigo, a ese fotograbogado, de Viscaíno?, ese de Manchada de Sangre, que le dijo dónde se inscribían los Municipales y que nunca le tomó una foto. Ese muchachito que estaba para leguleyo, pero la pasión se precipitaba por la publicidad y el diseño. Le ocurrieron rarezas y esos sucesos que se viven confinadamente, de los cuales quiero aprovecharme para contar la siguiente historia.
La pandemia nos había azotado, zarandeados todos como en un inicio lo fuimos por Inti, por algún Aya, otros Dioses exportados, que no existen, pero han aniquilado civilizaciones enteras. Pero, ya, ya. No nos pondremos pesados con el consuetudinario lenguaje que exige lo que pretendo hacer, que no es literatura, sino, digamos, desesperación. Y es triste el genocidio ocasionado por el bicho silencioso, pero siempre habrá, aunque el mundo se derrumbe, espacios para sucumbir ante las exigencias de los delirios de la pasión. Mi amigo, y del chapita municipal, Eric se llamaba, tenía apellido de hoya, hondonada, una quebrada a lo mejor: Valle.
Se ocupaba de sus asuntos, que se dirían, importantes. También caminaba, tranquilo, por las calles, y avenidas jorobadas, olvidadas, de Riobamba. Se sentía solitario, pero eso le sobraba, se enriquecía con sus caminatas nocturnas por La Campana, aunque nunca fue a visitar ese santuario que significaban para él los clubes nocturnos: «Ya el colmo pagar para que me quieran, ve», decía siempre. Iba al Sesquicentenario, por esa larga avenida, o me iba a ver para que yo me intoxique con el veneno de un mal trago, demasiado barato para el consumo humano. Pero ahora que se mudó, y nos cayó La Peste, que siempre estuvo dentro de nosotros, lo he dejado de ver. Lo echo en falta. Era divertido, intenso, cálido, ¿el único que tiene derecho a ser cruel en esta maldita Tierra? Él, querido por mi memoria, y mis segundos. Somos eternos ambosdós. Me actualiza siempre el pasado. Pero el protagonista es él.
«¡Carajo!», pensó. Mientras se anunciaba el toque de queda a nivel nacional, y en el país se registraban, apenas, (lo minimizo, porque eso aprendí del Gobierno), 58 caso de Covid-19. La mayor preocupación era el modelo exitoso de Guayaquil, en particular y Guayas, que ahora se llora con la ría y los astilleros, en general. «Está muy lejos», pensó de nuevo, olvidó que nuestra provincia-isla limitaba con ella. «Acá qué va a llegar. Obvio voy a trabajar, no solo se vive del aire». Al día siguiente, entonces 111, se disparaban las curvas, los pronósticos: tuvo miedo. «Ya no salgo de la casa», me había dicho y remató el mensaje diciendo: «Bueno, amigo, yo sí me voy a recostar y esperar que me llegue la hora. Estoy con tos y fiebre. Gracias por ser mi amigo, amigo». Y constantemente se reportaba con las nuevas habilidades, o los lugares de la casa, que se descubría, a la gente que solía convivir con él, era exagerado al referirse a su madre y su hermano pequeño, como si hubieran sido extraños, mientras se devanaba los sesos armando un rompecabezas de miles de —desorbitante número— piezas. El 20 de marzo, se sintió suicida, «ya tenemos un caso aquí ve», y empezó a tocar la guitarra, sería canción suya, inventada, siempre señalaba su mala suerte en el amor, lo mal que le han pagado, la fidelidad que tiene guardada en el pecho para su otra otra, para ella, la que sería su «destino» y encontrarla no debería representar un esfuerzo. Un símil con la historia de este paisito que todos pisotean, incluso malignos no-seres microscópicos, que ni siquiera tienen patas para moverse y otros, encartonados y erguidos, reliquias de la prehistoria, de otro siglo, para los cuales la Patria «solo va de su bolsillo a su bragueta», o de esos «adefesios» que solo necesitan su cuerpo para la «fOtto», y mueren porque se los recompense como mártires. A los ritmos paupérrimamente mal concebidos de una salsa, celebran el deber cumplido, vitorean que hacen su trabajo. Héroes de la pandemia, al fin y al cabo. «El Gobierno de Todos», se burlaba mi amigo «de todos los giles» porque consciente era que, si perdía el humor, el virus, y sí, ese, el del miedo, habría triunfado. «Ah, los padres de la patria, nos creen cojudos», se lamentaba cuando la abulia lo acosaba dentro de la cama. Con 981 casos, me había dicho: «es el orden de la vida, aparece la chica y los panas quedan a un lado», recriminándome el hecho de que no le haya comentado que el cuento ya estaba publicado, o que mi último día en la calle haya sido para ver a Gaia y no a él. Sufría inconmensurablemente, le ardía su soledad, más triste que el silencio, quería, por lo menos, un anhelo, una piel que acariciar en la clandestinidad de la cuarentena, romper el Quédate en Casa, «cometer todo delito que este amor exija», haciéndole caso a Serrano. Pero no era ese el caso, resulta que el aislamiento detiene al virus, su propagación. «¡Qué dura es la salud y el celibato!», estaba seguro que pensaba, el drama era, a veces, su color de identidad. Me consolaba pensar que todavía existían bromas que le hacían reír, como ese supuesto Tour Vacacional que te llevaban a Punta Cama, que empezaba desde las 08H30 y su salida era desde el baño a la cocina. La alegría debería durarle siempre, no merece toda la tristeza, que se le concentre en el pecho, del planeta.
El Gobierno, que demostraba su magnífica inoperancia, tuvo que esperar los 1403 confirmados para extender el Toque de Queda, era una obligación, un dolor inexorable, quedarse en el hogar, desde las dos de la tarde hasta el día siguiente. Los vivos debían hablar en voz tenue, baja, inerme, para no perturbar a nuestros nuevos muertos. Le ardía Pichincha, pero más Guayas, porque sus contagios se confirmaron comunitarios. «Vamos es a morirnos», había dicho nuevamente. Yo con la risa apenas podía aportar a su ansiedad puesto que los noticieros y las redes, que nunca eran sociales, contenían sino productos suicidas, pero para el Gobierno no eran más que noticias falsas, intereses políticos de un loco que se pudría en ático. Aunque con el tiempo, y la arena que contiene en sus relojes, daría razón a la crisis sanitaria en la que el Ecuador se iba sumiendo, olvidándonos cómo era estar vivo, volviendo a la gente suicidable, la salud una epopeya e, incluso, la educación un privilegio de clase.
—Eric —le llamaron—. Ve, hazte un favorzote.
—Dime.
—¿Te acuerdas de ese teléfono viejo, de cable enroscado? —le preguntó su mamá.
—Sí, está conectado ahí, en el velador —desinteresado, un tanto molesto por lo que ya se imaginaba—. No me gusta, nunca puedes ver quién te llama.
—Date vendiendo.
—¿Ahorita?
—Sí, ahí vele quién quiera, es que como no sabemos hasta cuándo puede ser la emergencia, ponte algún día necesitamos la plata.
—Chuta, pero…
—Ve, vos hazte el favor, y espero que esta semana vendas —le cortó la réplica.
—No hay ni cómo salir —alcanzó a gritar.
«Chch», pensó. «Al más mudo siempre». Me preguntó por algún caso si yo necesitaba un teléfono que no tenía más que número naturales, y un radio de distancia supeditado por un cordón de caucho. Sin conseguirlo, maldijo la presencia del aparato, rezumaba todo el desprecio de la situación, de las cadenas nacionales, de los ministros con su brutez atroz mientras los contagiados no dejaban de crecer y crecer, sobremorir la crisis se hacía cada vez más sencillo. 1.627, 1.835, 1.924, 2.302, el teléfono seguía en el velador, nadie se acordaba de que su número existía, no hacía falta, nunca lo hizo, no entendía por qué seguían pagando por ese servicio. ¿Servía?, no lo sabía, habría que averiguarlo. Levantó el auricular negruzco de un plástico que sería púdico en sus días, cuando la comunicación era lenta, fría, no había la interacción de la que ahora todos éramos testigos, por lo tanto, más manipulables, barro, ¿tal vez? Escuchó la nota intermitente: funcionaba.
—¿Qué fue que no
vendes? —preguntó.
—Es que, mami, ¿quién va a querer eso?
—Verás —señalándole
con el dedo—: responsabilidad tuya es.
Xavi, ya vamos a dormir.
El día habría acabado con 3.465 casos confirmados, los muertos comenzaban a no
tener dónde enterrar a sus muertos, y la situación global no podía ser encaramada
con soluciones locales. El paisito
amazónico caía y no, no tenía pista de aterrizaje, al igual que en Guayaquil se
había privado la pista con chapas y sus parafernalias a un vuelo
humanitario.
«¿Qué hago ahora contigo?», mirando la telefonía. Se instalaba la madrugada, porque todos nos hemos impuesto un horario europeo a la hora de hacer la siesta e ir a descansar. Fue al baño, se recostó en el sillón, maldiciendo el haber nacido en un país que era «tan pequeño, y tanta su desgarradura». Entonces, vibró, cantó, sonó, como olvidándose de los siglos, como recordando cuál era su función.
Era imposible que supiera quién podría llamar, sonó el teléfono y él alzó el auricular. Era una voz, que acariciaba, de miel, las
arrugas en la voz eran notorias, pero sensuales, para mi amigo.
—Escucha, no me cortes —le suplicó—.
Estoy sola y no tengo quién quiera hablar conmigo y es tan tarde.
«Verás, entonces, yo miré el reloj y le iba a colgar, pues, tenía razón», me dijo. Pero algo escuchó en ese tono solicitante que le interesó. «Ya pues», pensó, «interés profesional».
—Claro, no tengas cuidado, mi niña —meliflua estuvo su voz—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Te lo agradezco tanto —estaba contenta—. Siempre tuve la necesidad de decirle esto a alguien.
«Así que sin querer marqué tu número al azar porque tengo la fantasía de acariciarte esta noche por detrás de las piernas, me dijo, loco. ¿Cachas?»
No le creí, prosiguió:
—Y no parar hasta
llegar a tus caderas. Y luego
desabrocharte despacio el pantalón.
Eric pegó un salto, que tuvo terror despierte a su hermano pequeño, a su madre,
o a quién esté presente en esa amanecida cómplice entre los dos.
—¿Qué le dijiste? —pregunté
«Corazón, ¿dónde te
has metido todo este tiempo? Dime, adónde tengo que volar para hacer tu
fantasía realidad», me contestó.
—Te prometo, mija.
—¿Y de ahí? —yo curioso, alagado por el fasto chisme.
«Antes de besarte el cuello, te voy a mordisquear el lóbulo derecho de la oreja», él sintió cosquillas detrás de la bocina, sentía desfallecer con la melodía de la voz.
—Es que no saber tu nombre, ¿sabes? —respiró profundo—, no sé, me recorre el cuerpo, me enciende, me excita.
«Casi la cago, mija, le iba a decir me llamo Eric Valle, pero le dije otra cosa, al final».
—Yo soy lo que necesitas —y se rio.
«Me contó con detalle cómo se tendía en la cama, cóncava y solícita», me dijo y él se contuvo de no arrancarse la pijama. El pantalón de la misma empezaba a inflamarse, a acrecentar sus contenidos, a sentirlo apretado, incómodo. «Empecé a morderme el dorso de la mano mija, imaginándome cómo me llenarían de besitos esos labios».
—¿Y después? —le pregunté.
Hasta ahí todo tenía tonos de una erótica locura, hasta que le gritó que «se lo hiciera entre basura». Entonces, creyó que todo este asunto tendría que requerir toda su astucia.
—Me empezó a decir cosas sucias —me dijo.
—¿Pero…?
Él pidió sus datos, su dirección para atenderla, la cuarentena sería nada, bastaría una llamada, salir corriendo, violar el Toque de Queda, recurrir ante las impertinencias de la locura, del amor, del deseo, del sexo. Gritaba apasionada, preguntando qué era lo que él le iba a hacer.
—En cuanto me digas dónde topar, voy y empiezo por quitarte con los dientes toda tu ropa interior.
—¡Veese man! —me reí ahora yo.
«Pero el pensarlo presa fui de un arrebato de pasión».
—Chuta mija, voy jalando mucho el teléfono y se desconecta y ahí en medio de la noche, yas de imaginar.
Conectó el cable, por ver si seguía ahí. Pero no contestó, le esperaba solo la intermitencia de las llamadas que están prestas a ser marcadas. Entonces no, desde esa noche, mi amigo se acuesta con reproches, no logró, ni quería, vender el teléfono. Esperó, esperó mucho, todas las noches. Se fundía en la desgana, al ver cómo el país se fragmentaba. Antes de echarse, y se siente solo, marca siempre un número al azar, y si le contesta una mujer suele decir:
«¿Qué tal?, estoy solo y no hay nadie que quiera hablar conmigo y es tan tarde». «Tengo algo que contar… te juro que va a ser algo muy… muy excitante, de verdad.» «¿Aló?… ¿Hay alguien allí?… ¿Es que no hay nadie que quiera conversar conmigo a estas horas? …»