Creí que sería tan sencillo como apagar la colilla de un puntapié. No fumo, pero se ve fácil. Incluso placentero. Tentador. Aplastarla con el zapato sobre el pavimento y hacerla girar con cierta elegancia. O remorder su cabeza contra el cenicero hasta verla morir. Contemplar los suspiros, el último aliento del humo. La exhalación. Después pisotear las cenizas, o barrerlas, de ser necesario, para disimular el humo que ha muerto. El olor a muerto que huye, se disipa. Las cenizas que quedan donde hubo fuego. Hacerle un breve funeral al cadáver que ya no existe y seguir caminando como si nada hubiera pasado. Sin luto ni remordimiento a cuestas. Sin la prueba del delito en los labios.
Me habías pedido tantas veces apaciguar ese incendio que yo no encendí. Me lo repetiste tanto que empecé a creer que en serio lo había iniciado yo. Te juro que a veces no dormí sopesando la culpa de haber acabado con bosques y cerebros enteros. Si te digo la verdad, no sé ni cuando empezó. Ya no me acuerdo. Quizá la hoguera estuvo aquí incluso antes de que yo llegase. O nació conmigo. Como sea: creí que sería cuestión de ahuyentar las llamas, pedirles que se vayan. Parecía una buena idea cuando me lo decías tú. Apagarlas, supuse, sería no tan difícil ni tan culposo como encenderlas.
Largas noches de sofoco después, y aprovechando que las lluvias habían vuelto, quise consumar de algún modo este tiempo infernal, que nunca fue nuevo. No es nuevo este encierro, pero tampoco es de antes: llevo menguando la mitad de mi vida. Escapando del peligro, la tentación. La mitad de mi vida aplastando alarmas, llamando a emergencias, persiguiendo ambulancias. Acarreando agua y aventándola al vacío cuando se avivan las brasas. La mitad de mi vida siendo el agua que tiene sed. Con un cántaro en mis manos del que no puedo beber. Tengo agua y tengo sed. Me inundo y no sé beber. Y tú vociferando, exigiéndome que apague el fuego de una vez. Que acabe con el juego de una vez.
Será la mala costumbre de no querer salir nunca ilesa. Los consejos que no sé escuchar. O mi consabida condición de pirómana. No sé. Siempre disfruté prender fuego y contemplar las llamaradas. Ver las horas y su contenido arder. Te invité a descubrir figuritas en el humo, jugar a atrapar las chispas, poner los dedos al fuego y los cabellos al viento. Pero tú tosías y lagrimeabas. Te asfixiabas aquí dentro. Te espero afuera, dijiste (nunca habías puesto tanto empeño en invitarme a salir). Hoy salí a la calle, hace mucho no salía, y me topé con gente que conocía, que alguna vez conocí y ya no conozco. Me sorprendió ver que el mundo sigue girando y las personas se siguen mezclando como las bolitas en un bote de lotería, rebotando unas contra otras, sin que yo acierte una. Como canguiles en una olla hirviendo, saltando para no encenderse los pies, el corazón: aquí nadie quiere enamorarse.
En fin, no sé cuánto tiempo perdí buscando el origen del fuego. Siguiendo su rastro como el de un cordón umbilical, hasta dar con la grieta anidada en mi ombligo. Tapándome la incandescencia con las manos, como si fuera desnudez. Cuánto tiempo hasta vislumbrarme en la pupila una luz. Ver chispas saltando desde adentro, rompiendo la oscuridad. Llevaba pirotecnia en la sangre, y no lo sabía. Aléjate, si no quieres verme sangrar. Si quieres verme brillar. Conserva tu distancia, que soy inflamable. Doy mordiscos cuando hablo. Y en vez de escribir, me atraganto con todo lo que merece ser contado, y nunca seré capaz de contar. Veo chispas saltando desde adentro, pero ya no tengo miedo. Solo una claridad infinita. Inasible. Y un calor tan peligroso como acogedor. Lo escucho crepitar. El incendio está dentro. Yo soy el incendio. Aquí no hay nada que apagar.