Cuenta la historia que a las niñas nacidas en antepenúltimo mes les crecen alas de mariposa.
Las noches que preceden acontecimientos irreales suelen llegar cargadas de tormenta, por mandato universal sus apariciones deben inmortalizarse con el cambio climático abrupto y escandalizante. Fue así, mientras la vecina descolgaba a tropezones la ropa para que no se moje, en dos casas contiguas se preparaba un parto. Sin el gozo de la compañía conyugal y tras gritos casi agonizantes, seguía a un túnel gigantesco una niña que vio la luz.
Para los entendedores de neonatos, los rasgos inusuales de su nariz delicada y la tez blanca significaba un cambio de generaciones. Con la madre agotada por la labor ardua de verse colocada en el sillón, y la nueva relación inconmensurable de la lactancia.
Su cuerpito pequeño asustaba, parecía niña de cristal, como si sus piernas en un mal movimiento podríanquebrarse, con ella, el manejo minucioso de cambiarle el pañal y recostarla sin que ahogase su boquita en los trapos limpios.
Así iniciaba esta niña su travesía por un mundo impávido e inconsciente de los miles de nacidos vivos en ese día, como si fuese una más. Afortunadamente para los viajantes del universo no fue así. Esa niña antecedida por la lluvia, llegaba a cambiar el mundo.
Las manecillas de los años caminaban apresuradas para agitar el tiempo y llegar a lo divertido de las historias. Laniña empezó a crecer con la duda de dos cicatrices en la espalda, esbozos de dos alitas de mariposa, una azul y la otra gris morada. En principio negaba la idea de no ser como las niñas normales, de esas que no tienen alas, a las en que en la espalda no se les nota ningún crecimiento sobrenatural.
Crecía con el complejo de no ser igual, con las alas rompiendo con facilidad su ropita, cada vez más grandes y brillantes. Pretendía evadir las burlas comunes del vecindario, mientras hacía tortillitas de tierra, aprendía a manejar el triciclo o inducirse a las actividades rutinarias de la niñez. Incluso a veces, doblando dolorosamente sus alas, como para no encontrarse en el ojo público, pasar desapercibida y sin que alguien cuestionase el peso que llevaba en la espalda.
Un día, como aquellos importantes, encontró un puñado de hojas, con olor a humedad irradiando desde las letras de perfecta caligrafía. Le pareció un tesoro, un envío del destino para encontrar explicaciones a eso inusual que le sucedía. No podía ser de otra forma, unió hoja por hoja, con hilo y aguja empezó por coser las páginas, una costura casi perfecta. Remendó, pulió las marcas del moho, con su obra terminada se decidió a recostarse debajo del árbol del higo, y leer.
Encendió las luces de la tarde, saboreando de a pocas palabras extrañas, cosas que no entendía, pero que sabía importantes para las adultas. Muchas, pero muchas palabras nuevas: una tal justicia que estaba ciega y un discurso de una loca que se había atrevido a decir: placeres, voto, libertad.
Mientras se adentraba en la imaginación, también llegaba la noche y con ella la voz de mamá diciendo: “estas no son horas para niñas, venga a comer”. Sin más remedio ni resonga debía llegar, claro, primero pasar a acicalar el cuerpo por eso del respeto y modales a la hora de sentarse a comer. Con la cabeza abombada de dudas, sin ser esto lo único que atormentaba una noche como otras. Mientras leía se había percatado de un movimiento inusual de sus alas, con cada palabra un revoloteo energizante, una sensación de poder más, de querer más.
Así pasaron sus tardes, entre lecturas y remiendos de libros viejos, documentos y escritos firmados por nombres falsos, manifiestos, cartas entre amigas, cosas que las niñas no debían leer.
Pronto llegarían tiempos más duros, su cuerpo creciendo y con ella sus dos alas más poderosas como si fuesen alimentadas de letras, de esas que su padre llamaba peligrosas, tontas e irracionales. “Como la naturaleza propia de las mujeres” decía, pero como solo era ella, no parecería representar mayor suceso que el de alguien jugando a ser.
Los tiempos de la escuela fueron duros para ella y sus alitas, incluso a veces pretendía que no estaban, llenaba de manzana la boca en los recreos para no reclamar. Justo en ese momento pasaba algo inusual, al comprimir el pecho yla voz, sus alas pesaban quintales metálicos, descarchaban y parecían deslustradas. Fue cuando encontró una relación directa entre volar y ser libre, entre callar y alzar la voz.
Arremetieron los años, con ellos el desapego familiar, y una que otra herida por las pedradas cada que se decidía alcanzar un vuelo. En el pueblo se veían cambios minúsculos pero inescrupulosos, reuniones clausuradas, librerías quemadas, mujeres que pensaban igual que ella tras barrotes de cárceles frías. Eran tiempos de dictadura, de horror disfrazado de seguridad.
Un día, mientras caminaba contando las piedras de la calle, observó un movimiento inusual, mujeres con canastas de mimbre, vecinas hablando en códigos extraños, pasando desapercibidas para los ojos comunes, pero evidentes para ella. Decidió seguirlas hasta llegar a un zaguán, por fuera una carnicería, ingreso reptando las baldosas, sugiriéndose a sí misma como actriz de un libro de espías.
Eran algunas mujeres reunidas, una de ellas con unaguagua alimentado por su pecho, otra un poco más anciana y un par más atrevidas con pantalones y cigarros. Le pareció un sueño, imposible imaginarlas opinando, hablando del voto, de la voz de las trabajadoras. Las mujeres se percataron de su presencia, como no hacerlo, si tenía dos razones evidentes en la espalda. Con miedo retrocedió lentamente, queriendo llegar al final del zaguán. Abordada por la del cigarro en la mano, solo tuvo opción a pedir disculpas, asegurando que su curiosidad solo la invitó, pero que no pudo oír nada.
Las presentes al unísono de carcajada apartaron una silla, y la llamaron compañera. No fue necesario explicarse, mucho menos aprender. Libros clandestinos y conversaciones sin pudores llegaban a sus manos a diario, con todo este aglomerado de nuevas revelaciones, un crecimiento incuantificable de sus alas, parecería que de acuerdo al tamaño el peso, pero no, entre más grandes, las sentía más ligeras.
Con la situación insostenible, con las calles gritando a voces y la movilización de trabajadores, se presentían épocas grises para las mujeres como ellas. Un día mientras juntaba fuerzas para seguir en su vida clandestina,entrelazando las tareas de la casa, tocaron a la puerta con impaciencia, al abrir, un niño de boina con un papelito mojado de sudor en la mano, se lo entregó haciendo gesto de secreto. Leyó mentalmente el mensaje: vecina en la plaza.
Era un código negro, el terror de lo que podía suceder, significaba: Compañera atrapada. Cambió de calzado, puso en el morral ese primer libro, desató las alas, y limpió rigurosamente su vestido lila, el favorito y única opción para vestir ceremoniosamente sucesos fortuitos.
Caminó rápidamente, casi a tropezones hasta llegar a la plaza, un juzgamiento público, una muestra del poder estatal. Miles de asistentes espectaban un río de sangre rodeando la cara de sus hermanas, una de ellas casi irreconocible si no fuese por el cabello cano y las manos envejecidas, otra en pantalones con el cigarro aún encendido.
Un dolor espeluznante acarició su pecho tibio y sudores helados recorriendo su cuerpo, nada por hacer, “finales desafortunados para las soñadoras” susurraban.
Sin darse cuenta, se encontró en primera fila, observando como pasaban frente a ella memorias de lo que había sido su primera militancia. El escándalo se encendía, gente empujaba, mientras las carabinas respaldaban y encubrían al poder, haciendo un cerco humano inaccesible a quienes quisieran llamarse protectores, o reclamar ese acto como atroz.
Sin darse cuenta, había elevado los pies del piso, con sus alas batiendo logró sobrevolar los fortines y llegar hasta la tarima que exhibía amortajadas a las locas. Sentó pies al piso, y en un eco gritó: “¡LIBERTAD, PODER A LAS MUJERES QUE DECIDEN SOÑAR!”. Cobijó con sus alas, más amplias que nunca, los cuerpos agonizantes de sus hermanas y en un suspiro recibió una bala.
Los sollozos de las madres, hermanas, maestras, abuelas se calmaron y un silencio profundo inundó la plaza, desde el cielo miles de mariposas de todos los colores descendían juiciosamente para cubrir los cuerpos de las que después llamaron mártires. Desde ese día no dejan de visitar la plaza miles de mariposas emigrantes, de todos los tamaños y colores.
Ahora, cada vez que una tormenta se aproxima, las mamas saben que viene al mundo una niña con alas de mariposa, una niña que viene al mundo a soñar.