Tanto se ha degradado la política que, de solo nombrarla, al rato se asocia a este alto concepto con toda clase de actos de corrupción y desgobierno, que si no es por el reparto de los hospitales, o los sobreprecios en la compra de insumos sanitarios, lo es por la impunidad, por esa impunidad paradójicamente fomentada por jueces y fiscales cuyos actos, –piensa mal y acertarás–, terminan por revelar una arraigada, sostenida y sistemática actitud de complicidad, sumisión y obsecuencia con toda clase de delincuentes. Este deplorable contexto, para variar, se muestra elevado a escala prácticamente mundial si consideramos que Interpol, en tratándose de concretar la difusión roja contra el cabecilla de la “década ganada”, vuelve a asumir una actitud de impavidez y obsecuencia, como confirmando que hay mafias tan poderosas como para socapar y proteger al criminal más taimado.
Las redes sociales le echan también su macabra sazón al conflictivo escenario de nuestra contemporaneidad: mientras los prófugos son tan sueltos de huesos como para verter en ellas todo un arsenal de injurias y amenazas, la sociedad en general parece asumir esas recurrentes disfunciones como parte de la “nueva normalidad”; hay quienes, sumidos en la desesperanza y todo denuncian su mal empleo pero al rato llevarse una nueva decepción: resulta que ni los improperios, ni las maldiciones ni las amenazas, por evidentes y graves que sean, violan “las reglas comunitarias”; ¿quién entiende esto?, ¿será que el abrirse un perfil, con datos ciertos o falsos, es una patente de corso para la perpetración y el cometimiento del delito?
Reduciendo la escala de observación, todo cuanto se observa en las más altas esferas se repite: nada qué hacer con la habitual tardanza en una justicia que de tal solo tiene el nombre ni nada que esperar de unas instancias burocráticas que, de tan digitalizadas, van perdiendo los últimos resquicios de humanidad que les quedaban: quédese sin un servicio bancario, de televisión de pago o de internet y compruebe cuanto tiempo y fastidio debe afrontar para superar los gruesos percances aparejados.
Y la pesca a río revuelto no para, que si desde antes atributos como la urbanidad y el sentido común se han visto menoscabados, hoy da lo mismo empeñar la palabra que no empeñarla, en honrarla que en deshonrarla o en mostrar un comportamiento que, sobre mostrarse desvergonzado, no tiene empacho en revelarse necio, que si el politicastro ratero se emperra en jurar que sufre “persecución política”, el falsificador de barrio no duda al momento de proclamarse santo e impoluto, más todavía si nunca falta otro tal que le dé la razón.
Quién creyera, pero hasta estas minucias parecen hacer parte de la llamada aceleración de la historia en tiempos de pandemia. A este paso, pocas esperanzas quedan de que de esta calamidad terminemos saliendo “mejores”, que si unos terminamos de perder la confianza en las personas, otros no dudarán al momento de ensayar nuevas maneras de perfeccionarse en las artes del dolo y la desvergüenza.