Papá Segundo

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Ilustración; Ricky Oña

Conservo entre la memoria sutiles recuerdos de sus ternuras, esta no es la historia de un hombre común, en las siguiente descoordinación de letras hablaré del topógrafo, agricultor, zapatero, carpintero y mi viejo.

Observé en los ojos de mi padre un brillo extraño de respeto al pedirle la bendición casi automática al llegar a su casa, y mi niñez cursó siempre con la restricción de su figura estricta, su caminar apresurado, y la ropa con la viruta de las sillas que cuadraba casi con el desatino de su rústica artesanía, su imagen conservaba cierto impulso de quien debe tener mucho por hacer.

Pocas veces fui testigo de la dulzura de su paternidad, pero su importancia nunca dejó duda, era el invitado principal y quien dirigía la batalla familiar, entre su silencio al comer o su discurso casi siempre coherente.

Así mantengo en el recuerdo de su figura pequeña, inagotable y casi intocable por el tiempo, ese mismo tiempo que no da tregua, como dicen por ahí, “no pasa en vano”.

Los años posteriores, los tengo inmovilizados en los viajes, siendo el copiloto que de memoria reconocía los caminos, los que en sus
años jubilosos abrió entre las selvas y montañas.

Su independencia era casi un reto a la transformación de sus canas, un alma aceptando poco a nada el curso de lo que conocen como vida, y ahora entre sus lunares el desacorde de sus 99 años. Para mi fortuna, la vejez lo ha premiado, y mi reflejo en su mirada solitaria enternece las historias del abuelo.

El jardín tiene las huellas de sus pasos lentos, las rosas y la uvilla son el fruto de su agricultura minuciosa, su taller conserva las astillas de las pequeñas nostalgias que hoy se vuelven más fuertes, la dinámica de su día a día con seguridad podría ser el mejor testimonio de la paz con la que se debería terminar el recorrido, y si existe justicia, el merece las mieles de los ensueños.

Conserva sus deseos por descubrir tesoros, pero hoy con la diferencia de que su aventura no es tan lejana; pasando un día beso su frente como recordando que le protejo, nos damos la mano y sonreímos juntos con la pequeña complicidad de quien cura y se siente curado, debo confesar que entre mis satisfacciones de los últimos años está la sensación de conocerle mucho más de lo que el a mi, me ha enseñado la dosis de sus meriendas y las pretensiones de sus caprichos.

Al llegar a su patio, la luz encendida se manifiesta a mi espera, me recibe con la voz ronquita, cuento sus respiraciones y los corazones laten, en silencio nuestras almas viejas se entienden, somos vecinos de la tierra y amantes de los detalles pequeños.

Agradezco la posibilidad de recrearme sus historias, escucharlo es una invitación a mis imaginaciones, que en ocasiones me permiten tocar hasta la humedad de los paisajes que pisó hace tanto tiempo, con la serenidad que aporta la experiencia.

Nos dibujamos en las pupilas de los solitarios -esto es de los pocos gustos que me reservo- el dolor en el pecho no deja de abordarme al imaginar una ausencia, ya no concibo la idea de volver sin saber que me espera, terminaría mi anclaje al retorno, es más con certeza absoluta considero que me perdería por un par de días en el balcón de mis penas.

Ahora que nos va devorando el tiempo, justifico mis amores poco cariñosos con la forma más delicada que encuentro, hablándole a extraños sobre lo dorado de su alma, el alma de mi viejo.

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