Cuánto me fallas, palabra,
si acerca su rostro.
—Andrés Suárez
Agua, fuego, tierra y aire (ríos de lágrimas). Comenzaba a caminar, y a hundir su miel de pelo en la diáfana textura que representaba el primer elemento. De ese dador de infinito, donde cuentan que los peces se creían monos y que de cantantes fueron a parar. Kelibell se reencuentra con Yaku, con su cuerpo de agua, dentro de él, su cabeza piensa y divaga en momentos: «Agua, que reconcome, desgasta y taladra». Ahí, profunda, escondida, está la felicidad. Allí, se empapan sus alas. En el mar se enseñorea de sus profundidades, conoce ciudades perdidas con sus bellos diamantes. En el río, cómo no, cerca al Ojo del Fantasma, rimando las nubes, juega y canta como los pajaritos que de ella beben. Imagina una cascada, cae fuerte y no duele, sino, empieza a hundirse con ella, esparciéndose por todos los rincones hasta llegar a las gotitas de lluvia, sangre de la Tierra, germinante elemento, Kelibell y Yaku, siendo uno para siempre jamás, que guardan consigo memorias. Y ella mira, ve más allá de su horizonte, inmediatamente de sus otros límites y aterriza en firmes campos.
Kelibell siendo Allpa, —Gaia, que alimenta a todos— en aquel polvo enamorado del que salió y al que volverá. Firmes viñas, Tierra, cueva segura. Ella ahora, tiembla, se refugia en su trinchera húmeda, escondite donde guarecerse, para futuras batallas, abastecerse, ser-se. Semillas, Kelibell en la Tierra, siente los latidos que le provoca el contacto con su génesis, la vibración telúrica habita las hebras de su piel. Como al agua, intenta capturarla, se la escapa por las hendijas de sus dedos, intenta asirse de ella, pero pierde, se desvanece, como su presencia que se adapta. Olor a tierra mojada que, fértiles y vivientes bichitos terrestres, recorren el «itinerario de mis venas», las recargan de energía, y me llenan de sus frutos, y se es hogar, un quiebre, un avance, para hacerlo todo de nuevo, para ser mejor.
Kelibell en Allpa, como antes Animal de Galaxia, predomina el paisaje, ella es el paisaje. Sus manos, domingamente abiertas a los elementos que le quedan para apropiarse y constituirse en, volver y ser ellos infinitamente, porque se pertenecen. Un imposible, se sabe, nunca viene solo. Y vamos al aire, al viento que suelta y hace bailar sus cabellos de fuego, que explota las playas, a orillas de algún vicio, elemento piroclástico. Y regresa, ella es el aire, como siempre ha sido la tierra y el agua, se convierte en la única certeza indígena, sin notas desafinadas, «le basta su bocina». Al convertirse en Wayra, siendo aún más esa certidumbre y con el estricto rigor del arte, mece las hojas y recorre montañas. Las erosiona. Les devuelve el don de la palabra, otra vez cantan, ya no están insonorizadas y los dolores sordos son, de un tiempo a esta parte, reminiscencias del pasado que fue mujer. Y así habita los surcos, forma nuevos escenarios, remueve su melena. No se olvida de sus otros nosotros, de los otros otros que dependen, ineludiblemente, de las virtudes, esos dones, los regalos que sus manos de aire, oxígeno en los talegos del pulmón, ofrece a terrícolas necios, tristes e incomprendidos homínidos ya, tiempo pasado, erguidos y consecuentemente encartonados.
Pero los hombres son distintos, y los elementos siguen su trayectoria, dirigidos por ella, la acompañan. Y evita todo, construye lo absoluto, si lo somos ella y yo. Con los pies, esos de azúcar, es aire y en su maestría, casi la entiendo. Con Wayra, Kelibell transfigurada, transmite nueva energía, buenos augurios, un futuro compartido (y «no común, eso es muy común»). No le sobra espacio, y en el abrazo, es mushuk wayra, que trae atisbos de renovación, de buenos vientos, aires frescos. Y nosotros, nos sentimos ciudadanos del amor, como se alaban a los juicios del corazón.
Kelibell comienza a crepitar, como si fuera Nina, ella es el fuego nuevo. Lo mira, y como fuera de otros tiempos, de la historia, siente una atracción universal. El fuego la observa, existe porque ella arde, su corazón se enciende, pulsaciones sincopadas, en sus ritmos y procesos provocados por Pacha. Kelibell es combustión. Se vive como fogata de aquelarre, en una suerte de memoria por esa herencia de aquellas brujas, mujeres libres, que no pudieron incinerar, no sus cuerpos, tampoco las ideas, esa de libertad. Y en Nina se inflama, se consume, se da cuenta que la vida es ineluctable para ellos. Les da y devuelven ofrenda, rendidos a sus pies, adora al Universo porque siendo Gaia se siente parte de y lo estructura. Y el fuego se consume, se libera, ya se había hablado de esa sobre-muerte y sus etcéteras.
Ella se despierta, y el ciclo en Yaku, Allpa, Wayra y Nina tiene el valor de recomenzar, lo deshizo todo, y… me encontró, entre el hollín y ceniza de una pasión, «con animal desmesura», que se busca y «parasiempremente», se renueva por la libertad inenarrable de ambos cuerpos. Kelibell, mujer de tierra, de agua, de fuego y viento, odorífera especie, cuerpo de flores, un mes de junio, solsticio de verano, «días sagrados, ella ha cumplido un ciclo y brinda a las personas sus frutos».
Al salir de su eterno retorno, de los dadores de infinito, me habitó, —y espero—, para quedarse. La amo y me ama. Ella siente libre, conmigo y, así sea, luctuosamente, sinmigo. Hay tiempos en los que la echo de menos, me aferro, al igual que un preso, al recuerdo, pero existe, y yo, insisto, en su paz, y su alegría.