Plumas

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Nunca estuve en una pelea de gallos. Al menos eso creí hasta hoy. Tampoco tengo —¿tenía?— planeado hacerlo. Las gallinas —y los gallos— nunca fueron animales de mi agrado. Mi abuela tenía muchas, las tiene, hasta ahora, a pesar de que sus hijos se quejan de su inmundicia y poca utilidad. Cuando era pequeña y nos llevaban al campo, a la tierra de los abuelos —a la tierra, literalmente—, el alboroto de su cacareo me hacía espantar. Las imaginaba como monstruos salvajes de un solo ojo, bulliciosos, incisivos, violentos y sospechosamente domésticos, capaces de picarme en pedazos. Me asustaba sobre todo la forma en que te miran ladeando del todo la cabeza para clavarte, con puntería envidiable, su mirada impar. Los niños nos arreglábamos para jugar a las cogidas tropezando con las aves que se interponían en el paso. Correteábamos por el corral minado de excrementos, embarrándonos los zapatos descascarados. Yo, aunque temerosa, no podía ocultar una especie de fascinación por ellas. O quizá por la gana de asomarme al filo de mi miedo en un intento de desafiarlo. Con mi hermana las fastidiábamos parándonos una frente a cada ojo para perturbarles el panorama; después huíamos. Teníamos cierta ventaja: ellas solo podían vernos si estábamos a un lado, al frente éramos invisibles. Hasta que un día una le picoteó la pierna, ella lloró, yo la abracé y salimos corriendo de ahí, ella cojeando. Nunca más entré al gallinero, al menos no por voluntad propia. Pero por más repudio que sintiera por ellas, yo era la primera —sigo siendo— en protestar y chillar y esconderme debajo la mesa cuando mi abuela se arremangaba la blusa para torcer algún pescuezo que luego me servían ahogado en caldo y hierbas al fondo de mi plato, mientras un par de plumas extraviadas flotaban por el comedor. Yo, por supuesto, me negaba a comerlo. No podía soportar la pena. Quizá por eso me aterrorizaba la sola idea de las peleas.

Con el tiempo me fui curando del susto, dejé de ser tan gallina —tampoco del todo, no te ilusiones— y ya hasta podía acercarme a arrojarles un puñado de granos cuando mi abuela me lo pedía (amablemente con un coscorrón). Tampoco es que el miedo se haya ido, simplemente ha cambiado de sitio. Hace poco, en una de mis huidas a la terraza, mi rincón favorito de la casa, descubrí que los vecinos del terreno contiguo criaban gallos para las famosas peleas, esas que yo no había visto ni quería ver —eso decía—. Yo los espiaba desde lo alto: el patio grande y polvoriento, siempre polvoriento, aun en invierno, donde las pobres aves cacareaban presas en sus jaulas. Solo las sacaban para entrenarlas provocándolas con algo que parecía un animal de trapo, que hacía las veces de contrincante. Esa escena era la única que podía sacarme de ahí al vuelo.

Pelea de gallos es el libro que pedí por mi cumple. Yo leo lento, es que releo mucho: me gusta saborear cada palabra, exprimirle hasta la última gota de sentido. Tengo esa obsesión. Pero con este libro no hice más que atragantarme hasta el empacho. Y no me importó: es más, sentía que la única forma de tragármelo era embutiéndome de palabras aunque todavía tuviera la boca llena. Lo abrí con emoción, pero también con un inexplicable recelo. Lo leí con miedo, en tres noches en las que velaba el sueño de mi otra abuela. El horror iba creciendo a cada página, esperando sobresaltarme en los recodos, acechándome: ya estaba detrás de la puerta, en el cajón entreabierto del armario, entre las sábanas, en mis recuerdos. Y miraba a mi abuela, que dormía impasible a mi lado, pero el miedo no se me quitaba. Ver su silueta momentáneamente inerte, acompañándome en la penumbra, solo hacía más escalofriante mi desvelo. Y aun así, no podía parar de leer, ni separarme del libro adondequiera que fuera. No quería ver y seguía viendo. Como cuando de niña me quedaba mirando las películas de terror que pasaban en la tele, aun cuando mi papá me mandaba con insistencia a la cama porque sabía que para las pesadillas yo era campeona. Yo caminaba hasta el pie de las gradas, hacía como que ya me iba, pero al llegar al primer escalón daba media vuelta y permanecía quietita detrás del sillón, empecinada en torturarme, haciendo esfuerzos por mantener la vista en la pantalla aunque con las manos sobre la cara, asomando los ojos entre los barrotes de mis dedos para sentirme valiente. A la madrugada lo cerraba con la sensación de que me vigilaba y que si lo dejaba a solas se convertiría en algo terrorífico. Sí, todavía más. Que cobraría vida, más de la que ya tiene, y me perseguirá en los sueños.

Con la pestilencia de un gallinero, que advierte la podredumbre que nos espera, el libro te sumerge en una oscuridad espesa y repulsiva; que es mía, que es de todos, supongo. Me acordé también de ese tiempo en que era incapaz de subirme a un carro sin que me ganara el vómito. Entonces mi mamá me daba una pastillita, me la disolvía en el café porque yo era muy gallina como para pasármela: temía que se me quedara atascada en la garganta y me matara en un descuido. Y todo parecía ir bien al principio, pero después, sin remedio, apenas el carro empezaba a moverse yo expulsaba la pastillita y todo lo que tuviera en el estómago. Solo entonces llegaba el alivio. Pienso que este libro es como esa pastilla, que me ha removido las entrañas y las ha expulsado fuera para que pueda reconocerlas, y recordar su olor agrio y tibio mientras me quito los restos que se han quedado agarrados del pelo. Me ha revuelto las tripas para que regrese a mi boca el horror que se esconde en mí misma; para recordarme que lo que hay afuera en realidad no me asusta tanto como lo que imagino existiendo dentro de este cuerpo, escondiéndose tinosamente para que los otros no lleguen a descubrirlo. Que lo que más pesa en este cuerpo es mi terror de ser transparente.

Los cuentos te agarran violentamente de la mano —como la madre al niño que se emperra en la calle— y te arrastran por los caminos escabrosos de la infancia. Señalándote con el dedo los escombros de eso que no quieres recordar. Eso que pasó y juraste no volver a mencionar. Eso que no quieres que vuelva a pasar. O deseas secretamente que pase. Vergüenza de eso que fuimos, o seguimos siendo. De lo que somos capaces de hacer. Pero también, asombro ante cuánto somos capaces de soportar. Haciéndote sonrojar de tu propia perversidad, de la crueldad que albergamos desde niños. Recordándote a cada paso el peligro, y el horror, de estar vivos. De ser al mismo tiempo, tan frágiles y tan crueles. Salen a la luz los monstruos a los que temías de niño y que ahora, al verlos de lejos, tienen tu rostro. Eres tú misma. Sale a la luz el lado oscuro de la niñez que cuando crecemos intentamos enterrar para convencernos del recuerdo de una infancia inocente y feliz, pero que está siempre mordisqueando bajo tierra, buscando con desespero alguna ranura por donde filtrarse. Pelea de gallos es esa ranura. Y es también el líquido que filtra a través de ella.

No son solo voces infantiles las que se abalanzan a perseguirte cuando lo abres. Son también de siervas y amos. De sirvientas y patrones. De una forma que yo no conozco, porque en mi casa comemos todos en la misma mesa y nos hundimos en la misma miseria, pero intuyo. La olfateo en el aire de las casas vecinas. Pero también habla de otro tipo de servidumbre que sí que conozco bien: la de haber nacido mujer. Niñas que se destruyen a sí mismas. O son destrozadas sin razón ni culpa por alguien más. Niñas que han sido destruidas por ser niñas. Y aun cuando salen del calabozo que a veces es el hogar, no saben hacer más —no les han enseñado, no han aprendido nada más— que seguir haciéndose pedazos. Seguir desplumándose con sus propias garras. Pero asimismo, habla de la fuerza de los monstruos que contienes aunque parezcas tan débil. De cómo estas niñas se enfrentan y sobreviven. Invierten los papeles y cobran venganza. De sus deseos ocultos, no siempre buenos, no siempre puros, no siempre inocentes. De todas sus culpas y condenas.

 Todo esto en un abrir y cerrar de ventanas: para ventilar la violencia que se vive puertas adentro, las heridas cocidas con el calor del hogar, dulce hogar. Para mirar desde fuera el campo de batalla que es nuestra propia casa. Para identificarte como espectadora o protagonista de la lucha. Para hacernos caer en cuenta de que somos, como los gallos, sospechosamente domésticos. ¿Habrá alguien que apueste por nosotros?

Pero no solo hay miedo y asco y crueldad. Hay también ternura, mucha ternura. Ganas de entrometerme en los cuentos y abrazar a los personajes, decirles al oído que los comprendo, que me he sentido como ellos muchas veces, que no los culpo, que no los juzgo. Bueno, no a todos. Pero sí a unos cuantos. Y al resto reventarlos a picotazos. Ganas de estrecharlos con tanta crudeza como su creadora. Ella dice, leí por ahí, que no quería escribir cuentos tibios —ni mediocres, ni olvidables—. Y no lo ha hecho. Sus cuentos hierven. Y su sazón hace que te apetezca engullirlos aun en plena ebullición, sin la prudencia de detenerte a soplar antes, sino más bien deseando quemarte los labios, la lengua, las entrañas. Son cuentos de verdadero terror, precisamente porque son ciertos. Sí, ya sé que son ficción, pero también sé que en alguna parte —quizá del mundo, o quizá de mí—, son reales.

Nunca estuve en una pelea de gallos. Eso creí hasta hoy. ¿Has estado tú? Presiento que si tienes un clan al que llamar familia, entonces puedes decir que sí.

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