L. Miguel Aucatoma Salazar – (Quito, 31 de octubre de 1982). Ingeniero, inquieto lector, curioso de los caminos del escritor, recolector de manzanas, colocador de moquetas, profesor de instituto tecnológico, mal jugador de videojuegos, caminante, usa leña si se presenta la oportunidad.
Hay algunas palabras que son brillantemente evocadoras y al mismo tiempo imposibles de traducir por completo. La globalización ha logrado acercarnos a muchos de esos vocablos, causando incluso que muchos lleven una carga emocional, porque arrancarles esa magnificencia de su origen y su significado en un solo término es un ejercicio casi imposible. Este hecho causa que, por ejemplo, «Tsundoku» llegue a definir/identificar a muchos lectores. Muchas de esas memorias contenidas en palabras únicas que resumen hechos o sensaciones nos llegan desde varios idiomas, aunque en momentos suceden fenómenos particulares, como el aporte elevado de términos técnicos y cotidianos de la cultura angloparlante, que nada tiene que ver con este fenómeno de evocación. Esto hace que los impactos de ciertos términos particularmente interesantes del inglés se debiliten. Por tanto, esa capacidad de emocionar, teniendo un lenguaje tan cercano (por necesario), al punto de ser intrusivo, pierde su propia alma cuando de reminiscencia se trata, esto sucede porque va conquistando, procurando la estandarización y no se detiene en estas particulares seducciones de significado.
Sin embargo, el camino del lector en ocasiones tropieza con esos aciertos, con esos descubrimientos o hallazgos afortunados, valiosos e inesperados que se producen de manera accidental, casual -cuando se está buscando una cosa distinta-, y que en nuestro idioma se resume con esa única palabra: «serendipia», término que, dicho sea de paso, tiene una historia interesante. Horacio Walpole, un inglés, allá en 1754 acuña serendipity, derivado de una fábula siria que había leído una vez: “The Three Princes of Serendip”. Serendip es el antiguo nombre de Sri Lanka, donde se contaba que los príncipes tenían el don de solucionar sus problemas por medio de sorprendentes habilidades. Más tarde, en el español pasó a usarse bajo ese amparo de neologismo, pero no es sino más de 250 años después que esa institución que norma nuestro idioma lo vuelve de uso oficial, interesante camino rescatado Félix de Azúa en el 2016, en su discurso de toma posesión del sillón «H» de la RAE, en el que incluso caracterizó las casualidades que lo llevaron hasta ahí. Sirva esta particular travesía de tan maravillosa palabra para brindar un contexto sobre la valía de tales léxicos. Entonces, amparado bajo interesantes argumentos, decía yo que el camino del lector en ocasiones tropieza con esas “serendipias”, para hallar más de esas palabras-resumen-evocadoras, deslices afortunados que al mismo tiempo sirven como punto de partida del derrotero que conduce hacia las posibles intenciones de autores o de sus obras, haciendo un breve proceso mental que en ocasiones nos llevará a un interesante laberinto.
Para el efecto tomemos una novela con un curioso título, y también subtítulo, en el inglés original: «Stone Junction» – «An alchemical poitboiler». El hecho de hallarse con un juego de palabras que no se explique por sí mismo o que carezca de referencias debió ser la razón por la que en una primera traducción al español, en su publicación de 2007, recibió un nombre poco amigable: «Introitus lapidis», nombre que quizá causó su baja recepción o difusión, puesto que un nombre en latín puede provocar extremos de mucha curiosidad o de completa apatía.
Si la curiosidad nos gana y nos tomamos un momento para analizar el primer bautismo español del título, notaremos que éste es bastante ingenioso; «Introitus» significa entrada, lo cual no es nada novedoso, pero tiene un contexto que es válido explorar. La palabra es usada para designar una parte los ritos de la Santa Misa Católica, y de otros servicios religiosos resultantes de muchas denominaciones cristianas, como la anglicana, en la que representa un canto o himno al inicio de sus ceremonias. También se utiliza para dar nombre a la entrada de los retablos, ese lugar de esplendor detrás del altar. Un caso más, las palabras del Introito del día domingo, día señalado para la celebración de los ritos, generalmente se tomaron de los Salmos o de alguna otra parte de las Escrituras Bíblicas, de este modo el Introito, cantado en latín, fue tan influyente que sus primeras palabras se convirtieron en el título que identificó ese día en particular en el ciclo litúrgico. Así, el cuarto domingo de Cuaresma se designa como domingo de «Laetare». Esto está tomado de las primeras palabras de la «Antífona de Entrada», es decir, la forma musical y litúrgica propia de todas las tradiciones litúrgicas cristianas: «Laetare Jerusalen» o «Regocíjate, oh Jerusalén». En la liturgia bizantina, los sacrificios son llevados a lo largo de la entrada. Una fuerte carga religiosa se aprecia hasta aquí, pero la palabra no cesa de brindar significados. La forma latinizada, Introitus, también se puede aplicar en anatomía, en referencia a una abertura o entrada hacia un canal o cavidad, como el «introtus laryngis», o la abertura superior de la laringe, el «introtus vaginae», el orificio exterior de la vagina, así lo recoge el Tabers Cyclopedic Medical Dictionary. Y si se modifica un poco la terminación de la forma latina, se tiene «introibo», que significa «ir». Y esa variante está presente en la famosa frase de Buck Mulligan, en la apertura (entrada) de ese grandioso libro cumbre de la literatura inglesa ambientado en Dublín, el magnánimo Ulyses.
En todo caso, es evidente que el significado de la palabra entrada, aun con todas sus variantes expuestas, difiere de lo que entendemos por la palabra cruce que vendría a ser la traducción directa de Juction, aquí colocaremos un primer hito en este estudio, para regresar sobre este punto más adelante. Hay que ocuparse de «lapidis», que significa piedra -enseguida la relacionamos a lápida-, y también es el esfuerzo del traductor de hacer referencia a la equivalencia idiomática de «stone». Pero si la mitad del título se tradujo al latín exactamente queda la duda: ¿por qué el encargado de esta obra no pasó la parte de Junction a algo así como crux o crucis, sino a algo tan dispar como introitus-entrada?
Hallar el punto de congruencia en este análisis resulta un acto mental interesante porque hurgando un poco en la historia literaria hallamos que la piedra de entrada, marcada con una cruz, corresponde al tabernáculo representado en el «Códice Amiatinus», que consiste a su vez en la versión más antigua de la Vulgata, traducción de la Biblia hebrea y griega al latín que data de alrededor del siglo VIII. Hallamos ahí, en su inicio (entrada), una representación esquemática del templo de Jerusalén en dos páginas completas. Este plano tiene la cruz y la palabra «Introitus» (entrada) de la puerta de acceso al Tabernáculo indicando que las paredes de la tienda y los límites del patio se ven desde el sureste, esto es, la parte inferior derecha del folio recto. Tal como lo expone Celia Chazelle en su ensayo “Pintando La Voz De Dios: Wearmouth-Jarrow, Roma y La Miniatura Del Tabernáculo en el Códice Amiatinus”, detalle evidente luego de analizar con una captura de alta resolución los grabados de ese códice.
Solo así, y después de un amplio rompedero de cabeza, no exento de serendipias, Cruce – Entrada – Piedra, quedan unidas en esta referencia, histórica como piedra de entrada marcada con una cruz, o tal vez Roca del Cruce, «Stone Junction» y al mismo tiempo «Introitus lapidis». Esa cruz en la entrada del templo de Jerusalén ya genera por sí misma planteamientos interesantes.
Entonces, el proceso del traductor es una genialidad. Escoger para la primera versión en español de esta obra un nombre como «Introitus lapidis» hizo que terminemos en un recorrido de cultismo, y parecería que se halla acorde a las intenciones del escritor original, mostrándonos motivaciones que en gran medida dejan expresadas ideas y abiertas siempre las posibilidades de interpretaciones diversas.
Regresando al trayecto del libro, dando un giro de timón y posiblemente por el ánimo de volver a presentar a los lectores de modo más amigable la obra, en la reedición posterior de 2011 algún editor decidió mantener el nombre original, privandonos de ese particular juego en latín.
Hay que hacer notar que algo adicional sucedió en la primera versión de español, y es que el subtítulo desapareció; solamente el texto de «Introitus lapidis» ocupaba la pasta del libro. Es posible que la decisión del traductor haya residido en el peso que he intentado encontrar. El análisis de esa segunda frase también nos muestra reveladores hechos. Si hasta este punto nos hemos ocupado del título, es momento de pasar a ese subtítulo y, mediante este hecho, regresar a esas palabras-resumen-evocadoras .
«An alchemical poitboiler», bastante característico… Veamos algunas razones de esta aseveración: potboiler no tiene un equivalente en español que conserve su sentido, la traducción literal sería olla hirviendo, pero eso no basta, no es suficiente porque como apreciamos en las secciones previas, tanto un escritor como un traductor despierto debieron rendirse al grandioso juego literario, por eso es que, acudiendo al diccionario de Merriam-Webster, que es considerado el diccionario estadounidense más confiable para palabras en inglés, encontramos algo revelador acerca de ese particular vocablo:
«potboiler extrae su significado de lo que alguna vez fue el latido del corazón de la casa, el hogar (lumbre en las cocinas) y su olla hirviendo. En los días anteriores a las comodidades modernas, era esencial mantener un fuego dentro del hogar de una casa para el calor y las actividades domésticas. Para «hacer hervir la olla» o «mantener la olla hirviendo» para cocinar, se necesitaba combustible, y para adquirir combustible, normalmente se necesitaba un ingreso. Cuando las obras artísticas y literarias, especialmente las inferiores, se convirtieron en el medio para mantener la olla hirviendo en algunos hogares durante el siglo XIX, los literatos no tardaron en criticar esas obras como insignificantes ollas hirviendo (pot-boilers)».
Es importante mencionar lo anterior porque «una olla hirviendo alquímica» tiene una rápida referencia común y hubiese bastado con esta traducción, sin embargo, en el interior de la edición en español del 2007 y la reedición del 2011 este subtítulo aparece como «una epopeya alquímica», no atreviéndose de nuevo a una traslación literal de las palabras. Quizás porque potboiler tiene esa connotación cercana a las obras literarias de baja calidad creadas para pagar las deudas, -uso popularizado en el idioma inglés desde 1783. En este caso, potboiler sería algo menor a una epopeya, tal vez algo cercano a un pulp o a una novela de “baja literatura”. El reemplazo de la palabra potboiler por epopeya clama la atención y da un sentido más amplio, para la ambición del autor versus la astucia del traductor con un uso impecable de múltiples significados.
Pero bien, el recorrido realizado acerca del conjunto «Stone Junction», -aun si llegase a ser una exageración de mi parte por despatarrarlo tan cruelmente-, no explica nada de la trama de la novela. No constituye una novela religiosa, médica, histórica, ni de cocina per se. Considero que es imprescindible resumir las conexiones diversas en su trama, posiblemente la habilidad literaria de algún prudente lector pueda llevar a buen término esta empresa, de un modo más eficiente del que aquí se discierne porque no me ha sido posible hallar ningún documento que relacione el título con el contenido; nada más una referencia escueta y poco fundada a la famosa piedra filosofal, donde entra en juego la alquimia que posiblemente sí tiene que ver con el contenido de la novela. Pero sucede que en inglés ese famoso fin/meta del alquimista se conoce como «philosopher ‘s stone», «stone of the philosophers», o, en latín, «lapis philosophorum». Nada recae en aquello de «cruce de piedra» o «entrada de piedra», tan sólo la obvia sección; por eso insistí en desviar tanto el tren de mis pensamientos, llegando incluso hasta vínculos insospechados.
Y es así como llega a tener gran valía el subtítulo de la obra, porque es ahí donde recae una referencia a esa característica alquímica de la piedra filosofal, o al menos al caldero u olla hirviendo del alquimista que es el contenedor de las mezclas y ensayos, posiblemente ese espacio de comunión en el que la combinación de místicos elementos permitía la consecución del artilugio o elixir máximo. Debo detener el posible hecho de caer, con esta primera impresión, en una conexión única entre la novela de Jim Dodge y el contenido estricto de la alquimia y sus derivados. Hemos visto en estas páginas cómo, sirviéndome apenas de los títulos, he pretendido hallar significados varios, por tanto, la trama se hilvana para hacer que un análisis como el que me ocupa sea solamente una pequeña muestra de ese amplio resultado literario en el que sí existe una mixtura que contempla sucesos fantásticos y de tragedia, con mucho componente de aprendizaje del personaje central, desde su mismo nacimiento y sus varias conversiones, hasta la conformación de grupos paranoico/conspirativos de ladrones, forajidos y antihéroes, lo mismo que dramas. Posiblemente toda esa recolección de hechos ha sido lo que Jim Dodge -a la usanza de guía de aprendizaje- recogió en su propuesta literaria para ganar algo con su trabajo de escritor, y hacerse con sus alimentos una olla hirviendo en la comunidad del condado de Sonoma en California, lugar que eligió para refugiarse y escribir desde sus propias vivencias, mezclando, cual mago alquimista, todos los componentes que llegaron a su mente, relacionados con ese concepto de “olla hirviendo”, para lograr una obra que sería su propia versión de piedra filosofal.
Acaso la novela es también un reflejo de la vida del escritor, hecho que siempre es relevante si se quiere imbuir en las motivaciones detrás de la creación, y puede causar aciertos o confusiones. Pero sin duda resulta difícil desligar a cada autor de aquello que se les antojó llamar “su epopeya”. La breve biografía de Jim Dodge refleja su paso por una variada ocupación en oficios de «recolector de manzanas, colocador de moquetas, profesor, jugador profesional, pastor de ovejas, leñador y restaurador del medio ambiente», diversidad de ocupaciones que tiene inmediata conexión con Daniel Pearse, protagonista de esa larga travesía de hazañas legendarias narrada en el texto de Stone Junction, y que, del mismo modo, se acomoda adecuadamente en el término de «Bildungsroman», otra de esas palabras-resumen-evocadoras que intercambiamos entre los lenguajes.
El autor puede parecer esquivo. Aunque tuvo una época de reconocimiento, se supone que sigue retirado en su comunidad de Sonoma, por eso el paso del tiempo y su reclusión no han permitido aclarar las motivaciones del título y subtítulo tan particulares en esta obra. Con este artículo apenas si se ha logrado rasguñar una parte que bien puede mantener ocupados a los expertos, tal vez a los menos sensatos. Lo que sí parece seguro es que algo debe tener porque el también grandioso y muy evasivo, Thomas Pynchon, decidió hacer la introducción de este libro en 1997, dejando claro el mensaje de una gran complejidad que requiere más de una lectura y grados de erudición que vale la pena explorarlos. Pero aunque se carezca de esos componentes o talentos, bien se puede disfrutar inocentemente, como el viaje inesperado del que no se puede salir impasible.
Por eso será forzoso regresar en cavilaciones a disgregar cada parte de esta obra, porque aquí -apenas detenidos en su portada- ya nos enfrentamos a serios interrogantes. Imaginarse el maravilloso trayecto que nos regala el libro al abrir la página uno (Introitus) es también un acto de transformación, tal como se pretendía alcanzar con esos métodos alquímicos, y esa quizás sea otra interpretación.
Edición: Mariana Moreno