Con el Negro Cancio, ya hace más de un año, llegamos ateridos de olvido y tiempo, porque me había obligado a contar su historia, al Rincón Literario. Quería recordar que seguía vivo, aunque el gallo lo haya devorado y la casa, con su inevitable árbol de higos, haya sido destruida. Su memoria, y su urgencia, a través del lenguaje, para ser otro de los seres vivos que han rondado los recovecos y las jorobas que anegan las calles de esta ciudad, me obligaban a buscar un espacio para que pueda quedarse a vivir y rondar con sus pies cuadrados la memoria envuelta en sucesos riobambeñamente peculiares.
Que Salomón lo haya asesinado no me parecía de las cosas más disparatadas que le pueden ocurrir a un negro que se dedicaba al narcotráfico y se salvó del bombardeo de Angostura. Recordaba con sorna cómo el presidente Correa arremetía contra Álvaro Uribe, por dizque, violar la imaginaria «soberanía» del Ecuador (como si el Negro Cancio no supiera que esos términos han sido atribuidos, parasiempremente, a la ficción). Él supo sus vínculos con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, y cómo lloraba la muerte de Raúl Reyes.
Por eso conté su historia, con la que llegamos a El Espectador de Chimborazo, cargados de miedo, atiborrados de esa vanidad que produce el acto de la escritura, y envalentonados por la borrachera en la que mi amigo, protagonista de cuento, también, me convenció a entrar. Como si se tuviera consciencia de que se lo hace bien, como si nunca las erratas, la redundancia, o la falta de técnica y de estilo, recorrieran por nuestras rotas venas. Pero le doy las gracias por ser uno de los personajes principales que han abierto este universo que se construye, como si fueran barro, —¿tal vez?—, o adobe, hecho de arcilla y arena, como canta Silvio, «a mano y sin permiso», igualito a los sueños. Con toda esa herencia indígena, en el que también he querido darles protagonismo, busco levantar su mirada, que su actitud lacónica sea recuerdo, y que no caiga en el olvido esa espalda hirviendo por la marca del fuete, y la memoria nos haga prudentes para no cometer los mismos errores.
Y así, también, con el legado de los indios, en mi estadía en el Rincón, llegó el Paro Nacional de octubre, el «Cáliz», de mi escritora favorita que, en su mutismo por elección, me ha interpretado los sueños, y me ha removido el corazón, explicándomelo todo, con esa mirada que devana el seso a quién la encuentre.
Ahora, en cambio, en esos días, una chica demasiado flaca, con las mallas rotas y la falda corta, me exigía que la dibuje entre líneas, que la descifre entre el gas, los palos, y la violencia, de la cual, ninguno supo esquivar con mucha virtud, agarrados de la mano, ella con mascarilla, un preludio de que la desgracia se instalaría en este territorio infestado por montañas, magia, y ceniza volcánica.
Fue una de las experiencias con más apostura el crear a Paancito, con el olor de la plaza, con mejillas rojas, como poncho indígena, y sola, consumida por toda la soledad de la Tierra, en esa lobreguez concentraba toda la tristeza ecuatoriana. Yo la desgarraba de los rincones de mi imaginación, quería hacerla de carne de hueso, por medio del lenguaje. Comprometerme con ella para que deje de ser un personaje, y se convierta en un ser humano, —yo jugaba a ser Dios—, que también echó piedras en las manifestaciones, me dio la mano e, ineluctablemente, me abandonó. Mis amigos, también formaron parte de esas «264 Horas» en las que la gente luchaba por ganarse el pan, pero en esos días, perdía la vida. Octubre, lo saben, volverá, está en la memoria colectiva, como un error, un acierto, la última patada de un ahogado que está condenado a ser visto desde arriba, desde esas alturas imaginarias que solo dividen y empobrecen. Y así yo me despedía, con toda esa memoria que me dio el paro, para escribir una historia, con la inexorable influencia de Jorgenrique Adoum, y Entre Marx y una mujer desnuda. Eternamente agradecido estoy contigo, turquito.
Después, la necesidad de Richard Infante, sus tripas y bolsillos agujereados me arrebataron la razón, comprando mi corazón. Él es «El Barquisimetano». Otro de los negros que llegaron a mis historias, huyendo, debe ser casualidad, o una realidad en la que este pueblo está presto, siempre, a abrirle la puerta al distinto, a los «otros nosotros». Pero sucumbió ante esa endémica actitud machista, xenófoba, ustedes saben, esa que defiende la vida y se bendice entre su grey. No lo mató la violencia, ni la discriminación, ni el amor que se instaló en su espíritu extranjero, de una chica que asistía a las marchas que pintarrajeaban las calles de verde y morado. Ahora Richard Infante, fenece todavía en la inanición allá, en los páramos del Cotopaxi. No he vuelto a saber de él, ni su compañero que enterraba cadáveres, y borracho de angustia, se durmió en su «Amor Desenterrado».
Y tras ellos, y con, apareció el mejor personaje del que no he podido abarcar ni un rastro de sus pasos de pitonisa: Gaia o Kelibell. En su maestría casi la entiendo, menciono cuando escribo su pequeña historia con los elementos que estructuran el mundo de los hombres y los animales de galaxia con los que llegó a envolverme el espíritu, que amenazaba estar cansado. El (re)encontrarnos provocó que yo me esmere por escribir y sentir que, a través de este sistema en el que se refugia la palabra, puedo evocarla y acariciarla cuando no está cerca. Qué difícil es su territorio.
El municipal y guardia hospitalaria Viscaíno, me resulta interesante y conflictivo —así como los humanos— al momento de interferir y pedir, a fuerza de mordiscos, ser parte de cada historia. Siento que es el reflejo del enmierdamiento en la que nuestras instituciones se han ido estableciendo: por eso nadie lo quiere, es enano, y sus tripas, siempre, le arruinan los momentos importantes. Asimismo, llegó, porque yo lo quiero y comprendo sus problemas y sus luchas: Eric Valle. En los momentos más dantescos de la pandemia, con esa elegancia de leguleyo, se enamoró de una voz que estaba al otro lado de la bocina, y por los delirios de la pasión no pudo concretar su número y dirección. Sabía que serían días duros, así que decidió marcar siempre a altas horas de la noche, buscando a la voz que buscaba la suya, y la acurrucaría, su «otra otra».
A veces los personajes me apedrean, me exigen una técnica, un estilo. Pero yo ando a manos rotas, porque no puedo envolverlos en mi imaginación que trastabilla y arredra ante lo inenarrable de los conflictos. Es por ello que a veces siento que ni ellos pueden consolarnos, por más subordinados en los que pretendamos convertirlos. Son independientes, y a mí no me pertenecen. Y con esas lamentaciones, surgen más y más. Cada vez más jodidos en ellos mismos, como la señora de las pulgas que limpiaba los pasillos universitarios, ¿estará muerta?, pues, no lo sé. Aquello ya no me lo contaron.
Quiero agradecer a todos aquellos otros que domingamente me leen cada mes. Considero que gracias a ustedes yo puedo exigirme en este ejercicio de desesperación para relatar lo que se quisiera cambiar a través de las historias, del discurso y el «difícil rigor de la palabra». Les agradezco infinitamente que me den los recursos, me acerquen a los cuentos, y a mí, me nazca esa exigencia de convertirlos en lenguaje porque son necesarios, y no deben caer en saco roto.
Vamos por otro año, por más historias, olvidando aquellas otras tristezas, enamorándonos, siendo necios, tercos siempre y dejándonos invadir por nuestros propios demonios.