(Advertencia: uso indiscriminado de lo que su imaginación le permita)
Convivo esporádicamente con visitas inesperadas, desesperanzadas e improvisadas. Entre ellas: Violeta. Una niña de mentalidad oscura, consumida en un pantano, alimentada de peces rancios bien adaptados a las aguas hostiles de las cloacas. Parece chiquilla engomada por la pegatina de los chupetes: melosa y con olor dulce.
Así es Violeta, poco habitada por un alma, sin habla, porque las palabras le restan importancia a su imagen. Inocula planes y los guarda en el bolsillo del mandil hasta el deseo de ver surgir una próxima travesura. Ella sabe el momento preciso para volver, vuelve en el tiempo menos pensado, menos deseado supongo; con el dolor amortajando los espacios intercostales, cuando no queda otra alternativa más que el pensarla.
Llega a colocarse por cada partícula de sus huéspedes -en este caso, mi cuerpo- poniendo música triste porque la feliz le aburre, esa es una tarea inútil para los seres espectrales. Solicita con premura los ojos de sus víctimas, como un buitre alimentando su ayuno de meses. De la misma forma, sobrevuela vigilando mis necesidades inmediatas y los sueños que a sus expensas he vuelto a crear.
¡Ay! la Violeta es tan astuta que sabe cuándo detenerse, incluso cuando ya ha sido suficiente para ambas. Conoce tan bien mi rutina que tiene absoluta certeza sobre fascinación por dormir. Sabe que detesto no hacerlo, y de mi desesperación con el amanecer llegando sin haber pegado un ojo. Por ejemplo, ayer acudió toda la noche a mi cama, ronroneando en mi oreja para que la cabeza se consuma entre pensamientos repetitivos y bombas de alucinaciones.
Violeta conoce el arte perfecto de la manipulación, se asoma a mi puerta en los momentos más incómodos, probablemente cuando ya la consideré historia terminada. Timbra en mi casa como si fuese suya, sabiéndose dueña de mis espacios, de mi propio ser.
Sus estrategias son tan avispadas, incluso las que pensé ya conocidas. Que deliciosa la ingenuidad del creer saberse, cuando hace tiempo ella se burló en mi cara, se carcajeo disimuladamente de mi titilante seguridad. ¡Ay Violeta! que compleja tu manera de arribar, mejor dicho: derribar todo lo que ya quedó sobreentendido, la despedida.
Después de un año manteniendo ocultas sus espontáneas formas de hacer daño, regresa recargada y con nuevas proyecciones, más intenciones de revolcarme en el lodo familiar de su pantano. Y pensar que llegado un momento adoraba arrullar tus pasitos para que decidas nunca irte y ahora añoro una fuerza omnipotente que me permita echarte.
Son sus formas sutiles de invadirme las que nos mantienen acompasadas al mismo baile, lenguas de lija y terciopelo pasando por la piel, entre el gusto y el susto de verse consumir en el polvo, nuevamente como cada cierto tiempo. La lección queda aprendida: dar por sentado el haber llegado a una conclusión sin vivir el desenlace no siempre es la forma correcta de cortar los hilos.
Definitivamente, Violeta siempre vuelve, entre cenizas, nudos marinero o migajas de pan para no perder el camino como esas del cuento. Muy en el fondo, creo prepararme para un nuevo arribo, para abrirle el pecho y que tire directo entre las heridas que aún no cierran, colapsando el espacio muerto entre su piel y mi piel.
Entre dimes y diretes, queriendo sin querer: la Violeta siempre vuelve. ¡Ay, siempre vuelve!