Recuerdo que durante mi infancia corría a la sala para colocar mis melodías favoritas. La experiencia se tornaba tal cual como darle un dulce a un niño; lleno de placer y sentires inexplicables.

Mi madre refutaba ante mis gustos un poco peculiares y extraños para la época; al contrario de mi cabeza que a diario me exigía consentirle con piezas inigualables como Canon, de quien escribiré.

Tras varios años de esta constante sensación recurrí en aventurarme en el mundo de la música; mis dedos quisquillosos deseaban brindarle -aunque sea- un poco de honor a quien tuvo la genialidad de crear tan exquisita pieza musical, sin más rodeos, Pachelbel me tenía anonadada.

Día y noche practicaba lo que sería un re mayor y un si menor, sin noción del tecnicismo pero con la cordura necesaria para no rendirme. Al finalizar tan ambicioso reto, tan solo dejaba que mis manos bailasen y mi corazón retumbe al son del compás , como si de una orquesta se tratare ¿Cómo controlar tan puros sentires?

Pasaba el tiempo y entre el romanticismo, los sueños y las fantasías más patriarcales de la época, recuerdo que con apenas 11 años de edad imaginaba con casarme de blanco y bailar al ritmo de Canon, con quien compartiría mi vida para siempre, sin darme cuenta que esta melodía, más bien, me acompañaría en los momentos en que nada es para siempre.

Tras el paso de los años no faltaron las desilusiones y los pesares de la vida; todas estas me derivaban al mismo lugar: un cuarto, un disco de música clásica, un piano y Canon. Supe de inmediato que no vivía por ella, sino ella vivía en mi.

Posdata: “La música compone los ánimos descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu” Miguel de Cervantes.

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