La tarde se filtra en la madriguera. Ha llovido todo el día y el agua, y también su madre, le han puesto a dormir. Las gotitas de luz que ahora se escurren por la rejilla van alumbrando de a poco el refugio, hasta rociarlo ligeramente a él. Migas de sol débil le salpican el rostro adormilado, y en la penumbra del escondite se van iluminando trocitos dispersos de su cuerpo, como piezas de una marioneta extraviadas aquí y allá. Ojitos ondulados. Manos melosas. Cachetes de tierra. Cabecita de coco. Rodillas remiendo. Se estira perezosamente, tanto como la estrechez de la guarida le permite, y bosteza una, dos, tres veces. Cuando por fin despierta del todo y cae en cuenta del lugar donde está, se extraña ante tanta quietud: todavía recuerda el traqueteo del cochecito, el balanceo que lo acunó para dormir.
Afuera se escuchan voces que se diluyen en los charcos, en el goteo de los últimos sorbitos de aguacero. Aguza el oído para distinguirlas: es ella. Sí, es la voz de ella, la reconocería en cualquier sitio. Conversa consigo misma, o tal vez con alguien más, algún comprador, o quizá un transeúnte que se ha arriesgado a salir ahora que la tormenta parece calmarse al fin. Asoma los ojos por la rejilla y distingue, hundidos en la calle mojada los zapatos gastados, los pies cansados que solo pueden ser de ella: la madre que toma impulso y vuelve a empujar el carrito. El carrito de lata que rueda con él dentro, sin que nadie pueda verlo, cumpliéndole la fantasía de pasar inadvertido; el carrito que salta sobre el empedrado de la calle haciendo rebotar su cabeza sobre el coco tierno que hace de almohada. No le incomodan los sacudones: sabe que tendrá que soportarlos por un trecho, hasta la próxima encrucijada, donde otra vez esperarán, con la expectativa de un infiltrado, algo que quizá nunca llegue, descansando de aquella travesía que hoy le resulta tan inútil.
Ahora la llovizna se escucha apenas, y empieza a fijarse el sol, aunque tenue, en el firmamento de la tarde, por lo menos un par de horas antes de que le toque desaparecer de nuevo. Las gotas de agua van cediendo, dejándole el camino libre a la escarcha flotante del sol. Ahora lo que escucha es el ruido de las latas chocando contra las ruedas. Las frutas esféricas que ruedan bajo sus piernas, rebotando en las paredes del cajón. Y el rugir de los océanos dulces que viajan sobre su cabeza: con cada brinco se agita el oleaje de esas aguas que mamá atrapa en baldes para entretenerse después pescando los trozos de fruta que ella misma ha sumergido dentro.
Es domingo. Los domingos son días buenos porque la gente sale despavorida de sus casas y las plazas se atiborran de gente. Y si hay sol, la venta es buena. Y estacionan largo rato en los parques, y entonces él puede corretear por ahí, elevarse en los columpios y aterrizar por la resbaladera. Es el día de la semana que más espera. Ese, y también los días de desfiles, cuando toda la gente sale a la calle. Y se sienta en las veredas, justo como él. Y no hace nada más que esperar que la vida pase. Justo como él. Desfile de burbujas y algodón de azúcar y manzanas de cristal, esas que parecen sacadas de los vitrales de las iglesias. Y la venta es buena. Y está todo el mundo en la calle. Y la calle es fiesta. El lugar donde todos se confabulan. Conspiran. Respiran. Pero hoy ha llovido. Y su madre le ha pedido que se resguarde en el cajón del carrito hasta que la lluvia los deje. Y se le ha ido el domingo entero como un día cualquiera. Como cualquier otro día, la gente se ha quedado encerrada, cada quién dentro de su casa, como si la calle no existiera. Como si él no existiera. Niño invisible, cabecita de coco, manitos melosas. Niño callejero, cachetes de tierra, rodillas remiendo. Hijo del abandono en la calle desierta y también invisible. Solo él sabe que existe, la ha visto venir y sentarse a su lado.
Vuelven a detenerse en una esquina, en busca de algún caminante sediento que hoy no aparece. Cerca se oye el chirrido de un cochecito, pero no es el suyo el que se mueve. Es de otro nómada como ellos. Intercambian un par de palabras, y desde adentro escucha otra vez la voz de su mamá, que murmura alguna frase con la nariz tapada por el frío. La voz de mamá, que casi siempre lo tranquiliza. Casi siempre: ayer, por ejemplo, no. Ayer, que la escuchó cuchichear con una vecina, después de mandarlo a jugar para que no escuchara las conversas de mayores. Sorpresa: en la conversa de mayores hablaron sobre él. Y él fingió no escucharlas, pero escuchó, digamos, sin querer. Hablaron de que ayer cumplió los cinco, y la semana que viene tendrá que empezar la escuela. Para que ir a la escuela, si él hace rato que sabe contar, quiso opinar, pero se habría delatado. Ya tiene edad para ir, dijo cizañera la vecina. Sí, ya es tiempo, suspiró mamá. ¿Cómo? ¿Es que ella no va extrañarlo? Porque él sí que va a extrañarlo todo.
Va a extrañar el aroma de las naranjas, ese olor agridulce de la niñez. Jugar a hacerse cascos de astronauta con cortezas vacías de coco, y anillos con los espirales de cáscara fragante. Va a extrañar las andanzas con su madre, en su espalda o en su pecho, y su mano tibia que se aferra, junto a la suya, al manubrio. Va a extrañar el cochecito de metal. Que nunca ha sido encierro, que ha sido siempre hogar. La cajita musical que para él es el mundo, es cuna y abrigo. Y sus tres rueditas que lo han llevado a cualquier lugar. A ninguno, y a todos a la vez.
Pero, sobre todo, va a extrañar la calle, que lo ha acogido como hijo, que hasta hoy ha sido como su otra mamá. Ella le ha visto andar por sus veredas, y le ha dado permiso para revolcarse en la tierra, patear piedritas, corretear sin rumbo, y mirar basuritas volar. Saltar charcos. Acariciar perros. Esquivar carros. Perseguir bicicletas. Tingar canicas. Juntar tillos. Volar aviones, navegar barquitos. Hacer malabares con las naranjas rancias. Y carreritas con las monedas de los vueltos. Todos los días de estos cinco años de libertad. ¿Qué pretende su madre? ¿Dejarlo en la escuela sin más? ¿Cómo podrá ahora quedarse? Si él nunca se ha quedado en ninguna parte, el tiempo se le ha ido aquí y allá. Y ahí donde va es invisible: la calle le ha dado ese súper poder. Sus ojos lagrimean un poquito. No quiere soltarse a llorar, pero le ganan las ganas. Ay, las ganas. Qué ganas de quedarse ahí para siempre: en ningún sitio.