Manchada de sangre

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Testigos éramos todos de que el Viscaíno le echaba ganas, sí, pobre chico, pero no sabía hacer nada. No pensaba, hozaba días enteros como sus descendientes, primos, familiares: los cerdos.  Y era tan —más— puerco como —que— ellos.  Era ineludible, un despojo de la tierra, un conato de esos algos que, por inefables, execrables, en Tiempos Recios, termina siendo apenas nada.  Ya era joven, también, qué mal, ese coercitivo «ganarse la vida», pero qué más podría hacer que arrastrar su sombra sangrante hacia paciencias ajenas. Así que un día, como mujer que al otro despierta con cáncer y decide ser puta, se lo relevaba el Del Buen Suceso: postularía para agente municipal.  Si no sabes hacer nada, mijo, vaya. Su madre también lo depreciaba: parí huevadas, pensaba. Y él detestaba —como la mayoría, supongo— que le recuerden su ignorancia. Se sentía onírico, elevado, capicúa —porque era gil al derecho y al revés— pero era un gusano, ¿le decían así? ¿«El Gusano»? No. Ese es otro cuento. Este es el mío. Pero, en fin, ominoso como irse por debajo de la tierra sin ser enterrado como nuestros antepasados; polvito enamorado.

—El parque del diablo fue hecho por mi tío el Diablo, mija —le decía el único amigo, creo, que tenía.

La amistad y la solidaridad eran ajenas para el Viscaíno: era un gusano, tan feo con su cuerpo adiposo, la doble papada, y el bigotito mosca, como Su Excelencia, salvo que él sí sudaba, gotitas de sal delataban de su nariz la fatiga y el esfuerzo por mantenerse en pie, las rodillas en derribo.

—Calla.

—Bueno, verás. Te digo que allá postulan, mija. O creo que es en la Brasil, pero ve, verás vos qués que haces.

Se calló, al fin, pensó Viscaíno, pero escuchaba su intestino: tuvo miedo.  Disimulado, se midió la parte posterior del pantalón, no sentía la pasta caliente, todo bien.

—¿Qué vas a hacer, mija? Baja de peso, mija, ponte una colonia, la de Caballito por lo menos, no seas puerco, mija. Y aféitate esa huevada, pareces Hitler.  Se te van a burlar, mija.  Y de paso eres enano, gordo.

—Mido 1,64, meco —pero la mínima era 1,65.

Con sus nudillos negros, la mano aindiada, como empanada, la empuñó hacia su amigo: Me voy a clases, Viscaíno. Estaba para abogado, aunque jugaba a ser publicista o fotógrafo; nunca retrató a su pana. «Es cámara pues, se rompe, mija».  Lo odiaba, ¿el Viscaino?, sí. Pero lo necesitaba, con él recordaba que el lenguaje existía y la comunicación no lo volvía un entero animal. A veces podía pensar, pero no dejaba de ser un gusano, de reptar su sombra por los suelos.

Un día, en una terraza, en el techo, como gatito que busca una que acariciar, para recibir penas purgatorias después, miró la ciudad. Era pequeña, el pañuelo de sus barrios, pero inmensa en las flores que podía arrancar para la urdimbre que guiaba su fealdad.  Sentía que necesitaban de él, que la relegación era tan solo un entrenamiento para forjar su carácter, recalcitrante como grasiento su talle.  «Mañana es todo», pensó. Fue a dormir, acostado, sentía el esfuerzo sobrehumano —sobretripal— de sus órganos para transportar bolos alimenticios que se convertían en agua, involuntariamente.  Al desecharlos deshidrataban a Viscaíno. «Carajo», pensó.  La lengua blanca, pastosa, con restos de saliva seca, sempiternas, en la comisura de los labios, contrastaba con el oscuro, moradoazulado, color de su piel.

No llegaste al trono, nunca estuviste acostumbrado, y tus residuos, calientes aún, lamieron tu pijama, habitaron en ella. «Mierda», sí, eso era.  ¿Cómo controlarlo? ¿No era suficiente ser tan feo para irla cagando, literalmente, por la vida? Y ahora querías arruinarte más siendo municipal, demasiado te odiaba la gente ya, para darles un argumento válido, ahora, para hacerlo.

Dormiste embarrado en tus no sé qués, ¿qué carajo habrías comido? Las cetrinas moscas te rondaban. Te fuiste a bañar, con esfuerzo ingresabas a la ducha y en una sola posición, como busto de estatua, las paredes eran angostas y no podías salir si no estabas mojado, te lastimarías, entonces, te deslizabas. El agua caliente achicharraba las ampollas encarnizadas al final de tu espalda y tenías miedo de tus intestinos aguados, atrofiados, al esfínter exánime.  Saliste, todo bien por el momento, viste la Condamine, ¿caminarías hasta el parque del Diablo? Sí. Tenías pavor a sentir el relámpago, el reflejo intestinal. Cruzaste la calle y viste la entrada al cuarto de esa prostituta que detestabas. «Hombre es hombre y mujer mujer. Marica de mierda».  Odiabas a Kruz Veneno porque era feliz.  Ah, qué no harías por matarla algún día.

—Viscaíno —le llamaron—.  Fuiste electo. Tu uniforme, tu pito.

¿Y la autoridad? Pensaba.

—Te la inventas —dijo el compa fotógrafo

Y el Viscaíno, siempre presente, inerme, perpetuo en la oscuridad de su organización, lamiendo la bota del patrón.  No comprendías el carapacho que ahora protegía tu cuerpo tripudo, envuelto en ese miserable chaleco color que fosforece, la camisita almidonada, el calzado que reventaría tus rollizos pies.  Nunca te los alcanzaste a ver, la pancita inmensa te quitaba su visión, no los conocías, ni sentado, con las piernas abiertas, los veías. Pero ya eras municipal, el mundo estaba abajo, lo veías desde una altura imaginaria hasta que debías desaparecer, porque tu agujero no retenía la deposición que almacenaba tu colon. «Las cuicas no me han jodido», pensaste, Viscaíno.  ¿La vida te estaba sonriendo? Había que apagar la luz de los otros otros, ¿cómo brillarías tú, entonces?

Eras el temor de los vendedores informales, de los venezolanos, de las putas —esas asquerosas—, de las mujeres, en general.  ¿Recuerdas, Viscaíno, a ese veneco? A ese que vendía postres atestados de tierra, y ahora debe podrirse en la Regional de Cotopaxi, gracias a ti, héroe nacional. ¿A ese, al que golpeaste, que detuviste con tus colegas de la Policía? Asesino del carajo. Igual que todos los que entran al país, la delincuencia local, lo sabías, repetías siempre, no aceptaba competencia. 

—Estos no son personas, son perros —repetías contento, cuando ibas de operativos, siempre comiendo mellocos hervidos en sal, arrebatados a las indias que vendían, aplastadas por sus sombreros, desde tu cerro intelectual estos rezagos no existían, a puertas de La Catedral. Esa señora que vende colada morada tendría que justificarse contigo, Viscaíno, próximamente. 

—¿Porr qué rrubás al natural?

Y sus canastos de mimbre te pertenecían, te atragantabas de habas, maíz tostado, quesito, chicharrones, ají de balde. ¿Tu colon al fin amontonaba el quimo procesado? No. La peristalsis te atacaría, tarde o temprano, pero no te importaba; vos, como el cochino que eras, te atorabas con, devorabas el trabajo de aquellas indígenas.

Resultaría que el Viscaíno, igual, multaba, controlaba el tránsito, sin conocimiento de sus superiores, porque competencia tuya, Viscaíno, no era, es por ello que los accidentes en Riobamba son frecuentes y aparatosos. Por más uniforme, más botas, más falsa autoridad, no dejabas ser el inútil de siempre, el excremento, como el que no toleras, más ignominioso de la Tierra.  Hasta tu amigo, el fotograbogado se alejó de ti. El hedor que emanaba tu cuerpo, tus ampollas, la lepra, el orgullo improvisado que te dio tan «honorable institución», tu piel escocida terminó ahuyentándolo. Eras un animal, nadie quería relacionarse contigo. 

También exigías a los infractores un «acuerdo entre privados», herencia de la Revolución Ciudadana, para obviar, olvidar, no ver, sus errores casuales o causales.

Pero la vio, maldita sea. El Viscaíno no habría sentido, sino, en sus más profundos, grasosos, embutidos, pensamientos la urgencia de acostarse con ella. Pero, ¿era el reflejo, el relámpago en las tripas?  También. Corriste, Viscaíno, te desabrochaste la correa, el botón lo tenías reventado. Llegaste al Parque La Libertad, la ausencia, en ese espacio perdido te derramaste, te consumiste, te volviste el cerdo que ni el disfraz municipal tenía la capacidad de disimular, viendo la cúpula de la Basílica, pensando en esa niña, en cuclillas, remodelada recién por el cabildo.  Te salpicaste los talones elefántidos, las motitas cafés contrastaban el azul del pantalón.  Pero no importaba, ella, el primer lenguaje adulto que demostraba desnudez estaba vulnerable, te levantaste, te abrochaste, caminaste.  

En ella viste, comprobaste, el olor a fruta madura. Debías aprovechar el traje, «gordo, las hembritas aman a los uniformados, convéncete».  Y él se creyó las burradas que se dicen de la institución.

—Licencia y matrícula —te faltaba el graznido de un cuervo miserable, o el sincopado de la tecnocumbia.

Nerviosa, con sus manitas que abarcaban el universo, buscaba, pequeña, ¿los perdió, los olvidó?, Viscaíno, con ese bálsamo a hez, se frotaba las manos, se miró las nalgas: nada, solo las salpicaduras del parque, todo bien.

—No tengo aquí —los ojitos pequeños, con miedo—.  No sea así.

—Por eso mismo, mi niña.

Y anotabas, más bien, dibujabas, citaciones ficticias en una libretita que habías comprado y ella:

—No, vea. No sea así, vea. Valen mierda ustedes, vea. No sea así… —se detuvo porque un enmierdado olor trepanó su cuerpo, la inexorable arcada—.  ¡Pucta! ¿Qué apesta?

La quedaste viendo, sonreíste, cómplice, ¿de qué?, guiñaste un ojo, pero fue un parpadeo porque cerraste ambos.

—Arreglemos —sugería Viscaíno, coqueto, ojitos pizpiretos.

—¿Cómo? —con el movimiento violento que produjo el asco en su estómago. Comentaste que vives cerca, en La Condamine, en la Carabobo, que la querías, que el auto allí se quedaba, que no había nada que temer.

—¿Y qué quiere que haga? —aguantando la respiración, sopesando la grasa exacta contenida en la papada doble, pero cariacontecida—. No tengo dinero.

—Sea creativa —sonreías, y después la dulcedumbre de otrora—. Soy un hombre solitario.

—No entiendo por qué —ella sarcástica.

En la habitación, fría, oscura, sinónima a lo que el Viscaíno representaba, reforzando el enmierdamiento y puerquedad en que vivía el agente.  Viscaíno la miraba, la interpretaba, se excitaba, pero su sexo estaba oculto tras la gran capa adiposa, llena de estrías, de su vientre, le llegaban temblores.

—No así, flaquita —le decía agarrándola del hombro—. Mejor dame un besito.

Él se acercó a su boca, taladró sus labios, apresuraba con su lengua los dientes de ella, hasta encontrarse con la suya, el bigotito mosca húmedo, el relámpago, ¿justo ahora?, no.  Esa violencia que sentiste era el amor que crepitaba por ella. Qué importaba su voluntad, su consentimiento, eras autoridad, Viscaíno, tenía que obedecer.

—De rodillas —ordenó y ella obedeció, bañada en las lágrimas que le producían ese tufo tan ácido, tan mierda, tan inextricable porque era imposible que un ser humano husmee o ventanee, como un animal acorralado, carraspearía Roberto Bolaño o Arturo Belano, esa fetidez, inenarrables Detectives Salvajes. 

Pero ella se salvaría de la vejación que significaba encontrar el miembro húmedo, enhiesto de Viscaíno.  Entraron de sopetón a su cuarto y él sintió, con los pantalones a la altura de sus talones, el reflejo, la ingratitud, la impertinencia de sus inertes intestinos.  Embarraste de mierda el uniforme, como históricamente estaba manchada de sangre cualquier institución policial, cualquier clase de autoridad ficticia.  Es tan solo un ejercicio de memoria para no justificar, alentar, normalizar esta conducta. 

Cagado de miedo, exactamente, sin licencias poéticas o metafóricas que perfumen el vahído temor del Viscaíno, con el excrementicio ambiente de su cuerpo, lo detuvieron.  Sabían del cohecho, del uso excesivo de la fuerza, del abuso del traje, y ahora del acoso/abuso sexual que perpetraba.  Te amordazaron, Viscaíno, te esposaron, todavía con los pantalones untados, la camisita almidonada, blanca, con la que te encaramabas, sucia, pestilente, con manchas amarillentas por el sudor y la majada derramada anteriormente, demostraban tu estado natural de bestia. 

En la prisión, nadie quería compartir celda contigo.  Cuando llegaste te apalearon, en nombre de los indígenas y mujeres humilladas por tu adusto carácter, sobre todo por el tufillo de tu cuerpo.  Cada que tus entrañas se derramaban los presos los recogían en baldes, creíste que era solidaridad, pero nada más venganza.  Una mañana, o una tarde, el día no quiero recordarlo, al dormir te levantaste por una lluvia de excrementos.  Los reos habrían acumulado tantos cubos para inundarte con ellos, te detestaban, como toda la ciudad.  Riobamba cambió de color con tu ausencia, un ambiente que dejó de ser sórdido y triste. 

Nadie te echó de menos, y cada mes, los baños en sorullos eran tu condena.  

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