Era viernes, no me emocionaba los viernes, era el sentido que le daba a los días, llovía como si el mañana no existiese. Y tras la ventana que daba al callejón en media noche, yo la observaba.
Una lámpara estaba en la esquina de su cuarto, sobre una mesa llena de hojas y libros, todo desordenado, hasta aparentaba que su vida también lo estuviese. Ella estaba vestida de blanco, llevaba su cabello colorido y una mirada apagada. Quién sabe y qué merodeaba por su mente, quién sabe y qué atormentaba su corazón. Sentada al borde de la cama y con un gato que alegraba su alma, lloraba, lloraba como lo hacía el cielo en ese momento.
Los minutos pasaban, y yo seguía tras la ventana, ella se levantaba con su ser ansioso y caminaba en cada centímetro del suelo de su habitación. Se detuvo por un segundo frente al espejo viejo, y observé su rostro que no decía nada, pero a la vez transmitía todo. Llevó sus manos a su rostro, y los dedos presionaban sus mejillas, de repente no lloraba, ahora reía y bailaba. No existía música ni bailaba al ritmo del silencio, daba movimientos cortos y ligeros frente al espejo, mientras las gotas de lluvia entonaban para ella.
En cada movimiento renunciaba a ella misma, renunciaba a sus recuerdos y sentimientos, su baile nunca me pareció una completa locura, bailaba porque era liberador. Llevaba tanto tiempo bailando y me preguntaba qué pasaría cuando sus pies descalzos se detuvieran. Pero disfrutaba lo que su mirada fría transmitía con cada movimiento cuidadoso de su cuerpo, como si cada movimiento estuviese calculado, uno tras otro, uno tras otro. Cada paso frente al espejo, transmitía una emoción que su alma expulsaba, no era expresiva con su rostro, pero esas manos que jugaban hasta con su cabello, eran movimientos profundos.
Empecé a llorar, porque ahora sentía lo que la chica dentro de esa habitación escondía en su alma, se detuvo y se recostó en el suelo, y de nuevo me preguntaba a mí misma qué pretendía. Su cuerpo empezó a temblar y sus ojos estaban cerrados, la lámpara dejó de iluminar la habitación, no veía nada, absolutamente nada.
Sentí el calor de un pequeño animal sobre mi estómago, ese era mi gato. Estaba sobre mi cama, y miré a mi alrededor pensando que me llevaría un par de minutos ordenar mi mesa. Me levanté para cerrar la ventana, mi cuerpo se sentía demasiado helado, suspiré, miré mi reflejo en el espejo, había olvidado cambiarme de ropa y aún seguía con mi vestido blanco. Era sábado, y lo recuerdo con un vació dentro de mí. Recuerdo sentirme como una hoja en blanco sin su escritor…
Se desprendió de su ser, de su alma, dejó de querer tener el control sobre sí misma y se liberó de las ataduras que la hacía “humano”. Los movimientos que su alma expulsaba, los sentimientos que dominaban, ahora por fin su alma es libre, y no se siente atada a su mente y corazón. La otra se marchó, y no volvió.
Viernes, un viernes a media noche ella murió.
Al amanecer de un sábado cálido, resucito. Vaya locura ¿no?