Entonces, así se sentía estar realmente solo.
Solo de las luchas, del amor, menos del dolor.
Y, solamente de la caricia, huérfano de calor.
Pero habría que remontarme hacia unos días atrás
cuando el hachazo me partió los huesos y me dejó,
infectado, casi cadáver, triste e involuntariosísimanente
sin El Mayor. Porque así es la coyuntura.
No entiendo su muerte, —¿sería real?—,
al igual que Miguel Hernández, quiero escarbar
la tierra con los dientes, «no hay dolor más grande que
mi herida».
Con El Mayor partí a Quito, sentía que debía
hacerlo, realmente no lo entiendo. Yo lo acompañé,
ya sea por sus mareos, por esa su repentina dulcedumbre
que hacía que me enternezca el tiempo con él.
Por la sordera, o porque me encantaba conducir a su lado,
demostrarle que podía. Entre las callejas jorobadas de la ciudad
me contaba acerca de sus días en la congregación de los
Hermanos Cristianos, esos execrables hijos de otro Dios
que le pagaron vida y media, con una espalda magullada por
la traición, el olvido, y sin la subsidiariedad que pregona
la doctrina del Fundador; peor con un gracias.
El Mercado Central, «ah, el Centro Histórico», recordaba.
«Unas corvinas, Estebitan, usted ques tan flaco».
Pensaba en sus olores, y sabores, esa bandera de la diversidad
frutal y gastronómica: «los mariscos hirviendo en ese
aceite que es negro negro, esos motes con tostado y chicharrón.
Las corvinas de don Jimmy, el jugo, la chanfaina y el guagua ville.
Uno comía sino amor, mijo. Convénzace». Lo consideraba medicinal
ante el chuchaqui parroquiano de La Tola y para esos chagras
que vivían en el Centro Histórico. Yo solo respondía con un
«sí… debe ser, papi. Qué rico. ¿Cómo está, papi?». Y a veces
su sordera me daba miedo, porque cuando uno no oye,
se siente apartado, disminuido, un punto aparte en la conversación,
no quería que sienta que lo olvidan, que es morirse en serio.
«Es que así somos los viejos», me decía.
Tuve que volver a Riobamba, presagiando la catástrofe del bicho invisible.
Dejé solo a El Mayor, y ahora siento que lo extraño, me hace falta.
El corazón se encapricha y se me hace un nudo con la «añoralgia».
Abandoné la capital con las justas, tenía que hacerlo.
Echaba en falta a Gaia, y la Universidad comenzaba en nada, habría que
estar listos. El trabajo en el municipio también me anegaba el tiempo,
no podía hacer más que cumplir, ser un «adulto» que responde a la obligación
que le imponen, así sea alejándome de El Mayor y las historias que me contaba.
Al llegar nos confinaron, encerraron, animalitos de cautiverio fuimos todos.
El Mayor, se convertía en una posible víctima más de este extraño,
por su asma y casi 80 años.
—El fin está cerca —cuando se había levantado a las cinco de la
mañana, dijo. Se sentó al pie de la cama y veía, El Mayor, sus manos:
ríspidas de trabajo y tiempo, el anular con la marca del anillo de la mejor
decisión de sus días. Los calzoncillos blancos. Esas venas hinchadas y
retorcidas que se ven justo debajo de la piel de las piernas. Venas varicosas,
que los aceites, las cremas, los masajes no apaciguaron y se instalaron.
No se las extirpó tampoco, puesto que El Mayor era indiferente a la vanidad.
Estaba cansado, pero no de espíritu. Regresó a ver el cuerpo espeso y
soporífero que resoplaba a su lado izquierdo, del que tampoco oía.
Toda una vida…, susurraba viendo su posición fetal, acercándose a acariciar
ese perfil de azúcar, te estaría cuidando como cuido mi vida, que la vivo por ti,
y ella le dio la espalda, porque a veces el amor necesita sus distancias.
Cecilia siempre fue fuerte, paciente, solícita, pero exigía, siempre pensaba,
y nunca se conformaba. Con ese carácter arredraba cualquiera, incluso El Mayor.
Se acercó a la lamparilla de mesa, accionó el botón que prendía la
luz: nada. «El fin está cerca», volvía a repetir. Y empezaba a orar, a pedirle,
a saber, cómo estaban los más pequeños. La nieta primera, abogada, casi,
defendiendo a las mujeres que luchan; que Él la proteja. El Flaco siempre
más flaco, absorbido por los estudios, que se había enamorado en
el mercado. «¿Cuál era el 4 nombre de esa niña?, era la primera que
llevaba en años. Señor, tú los conoces mejor, que no se hagan daño». Le
rogaba a Dios que el afecto y el amor con los demás se haga presente,
visible, que toda esa fuerza que se manifiesta y termina en el abrazo,
sea tangible, real, que le bese los labios y le abra los pulmones.
Echar de menos nunca le gustó. Encerrarse, tampoco. Siempre fue de
viajar, comer y beber. Pero son las cinco de la mañana, hora esteparia,
fría, no podía dormir porque en sueños se había mareado, sentía vértigo.
Se levantó, y todo el peso de la Tierra lo empujó de nuevo a la cama:
«El fin está cerca», había dicho en susurros. Cecilia se despertó:
—¿Qué pasa, papi? —le preguntó molesta por haberse despertado—.
¿Estás bien?
—Sí, amore. Quiero ir al baño.
—Más la bulla que haces —le reclamó y se acomodó de nuevo al sueño de los justos,
aunque estaría atenta, escuchó que el fin estaba cerca.
El Mayor no pudo levantarse solo, tuvo que apoyarse en la cómoda, buscar a tientas,
como los ciegos, o ladrones, sus sandalias de noche, su bata para el frío
y cubrir sus penas.
En el baño, se vio por fin, triste y cansado. Se lavó la cara, pero la descompostura
le machacaba en la cabeza que, aunque el lector y el narrador ya lo tengan
presente, se lo repite porque las verdades no deben caer en saco roto: «El fin puede
estar cerca».
En el desayuno miraba su teléfono, buscaba a sus nietos.
«La Camilita, ya señorita. La Emilia, siempre ubicua, libre y valiente», los suspiros
buscaban camino, consciente estaba de que así se acorta la vida. En el jardín
habló con Cecilia, que enseñaba a Victoria a caminar, mientras él jugaba con las
hojas del limón, ya cargado:
—¿Se acordarán de nosotros?
Inclinada, con los brazos de la niña colgados, regresó a ver a El Mayor con
una mirada de reproche:
—Claro pues, papi, ¿questás pensando?
—Es que me estoy mareando.
—Anda a acostarte, pues.
—Ya no quiero acostarme. Quiero volver a Riobamba.
—¿Para qué quieres volver?, nos vamos a infectar, ya estamos viejos, papi.
El Mayor, por sus síncopes, tenía la respuesta indicada, sabía que «el fin está
cerca», pero esa no era razón válida para Cecilia:
—Tengo que verlos.
—La verdad es que no sé cuándo volveré a estar con ellos —le decía a
Gaia, acostados, enredándome en su cabello—. Deben estar allá más tranquilos.
Acá todo se pudre.
—Yo sé —acomodándose de mi cuerpo—.
Pero habla con ellos. A lo mejor te extrañan.
—El Estebitan ya no me ha llamado —le dijo—.
Tenemos que ir a verlos. Debe estar asustado.
—¿Tienes miedo? —le pregunté a Gaia.
«Asustado…», se reía ella.
—No quiero acostumbrarme a no abrazar, a no poder sentir. ¿Tú?
—No podemos salir, papi —le había dicho molesta Cecilia—: Quieres
irte a enfermar en Riobamba. Los chicos están ocupados con la universidad,
el trabajo y el colegio. ¿Quieres que se molesten porque los extrañas?
—Sí —le respondí y me besó rojamente los labios.
El Mayor se sentía caer. Cayó en cama, rezumaría fiebre en otro sitio.
La memoria le jugaba en contra. Y la llamada, no aparecía. Al día siguiente,
se decidió, le dijo a su hijo: «Gracias, mijito, nos vamos».
—¿Se va nomás, papi? —le preguntó.
—¿Qué mal ha visto? —inquirió su esposa.
—Este papi siempre hace lo que quiere. Dice que está mareado, que les
extraña a los nietos.
El Mayor se hizo el sordo, fue a ver el árbol de limón, estaba verde, salvaje
y verde. Era hermoso.
—Uh, el Esteban y la Doménica pasan ocupados, doña Ceci —dijo la mamá de
Victoria—. ¿Qué van a hacer en Riobamba?
—Sí, ellos están saliendo porque tienen cosas que hacer. El otro día
me contó que ha estado en el Policlínico, donde ya no hay ni camas,
peor respiradores.
—Hágale entender, pues, mijito. La sordera selectiva hizo bien su trabajo,
El Mayor iría a Riobamba, abrazaría a Esteban y a Doménica, les haría rezar,
estarían juntos, desayunarían, almorzarían, merendarían. No había error en su plan.
La Cami, y la Emi, con sus abuelos, reencontradas, nuevamente.
Jugarían, se reirían, el amor de tu grey siempre resiste a ellos mismos y
sus circunstancias. «Ya mismo, tranquilo, Estebitan».
Cerca de San Andrés, El Mayor no alcanzó a divisar el horizonte. Se detuvo estrepitosamente, Cecilia se turbó: —¿Qué pasa, papi? —le preguntó
molesta por haberse despertado—. ¿Estás bien?
—No, amore, ya quiero llegar —le dijo, apresurado, cansado, ansioso.
—¿No quieres descansar?
La pregunta llegó demasiado tarde, El Mayor, se devolvió al sueño, y al
vahído que le exigía su cuerpo. Nunca supo decirme si tuvo sueños extraños,
tan solo, me dijo «alguna vez». El Mayor es sensible, y a veces teme por los
presagios oníricos.
Soñó que «el fin está cerca», y se creía nuevamente en Quito. Se despertó
mejor, desvanecido, triste, pero decidido a encontrarse con ellos. «Vamos,
amore», le dijo. Ella seguía dormida, le alegraba tenerla cerca, la vida matrimonial
podría significar otra cosa, pero siempre era Cecilia. Riobamba estaba tensa,
y fría, no había gente. Las prostitutas seguían con sus huelgas, un municipal
adiposo, rollizo de pies y manos las vapuleaba con el tolete, porque «tienen
que quedarse en su puta casa», y ellas respondían que la calle era la suya. Pasó
por la Junín, por su hogar de la infancia, que ya no era la misma, ahora
estaba demolida; le contaron que un negro, Víctor Cancio, había muerto dentro,
picoteado por un gallo de pelea que se rebeló ante su amo.
Ya llegaba a Bellavista: «Dome, ya estamos», pensaba El Mayor.
Cuando entraron a la casa, la encontraron desierta, con un olor acuoso,
un ambiente pastoso y congelado. Las camas no estaban arregladas. Sentía
como si la prisa hubiera marcado el ritmo que los despidió de sus adentros, o
los fantasmas hicieron fiestas.
—Llámales, pues, papi —le dijo—. Avísales que ya estás aquí.
Pero El Mayor sintió que nadie lo estuvo esperando, que no interesó el
periplo transcurrido desde la capital. La pasión de El Mayor. La indiferencia
ante todo lo que él significaba estaba marcada. Empezó a toser,
a ahogarse, a desequilibrarse, a arder en fiebre. Los síntomas de la soledad
y el abandono son parecidos a los del Covid-19. Se había contagiado.
Cecilia lo recostó en la cama, le puso compresas de agua caliente en la frente,
abrigaba sus pies, tenía miedo. Ella era vulnerable a contraer la infección y
morir. Pero no sentía obstruido el paso del oxígeno, fluía el corazón, no se
olvidaba de latir. Marcó al 171, con la inutilidad de siempre, porque El Mayor
decía: «Hay que desconfiar en los servicios de salud del Estado», y tenía razón.
Las cifras de ese entonces no reflejaban la realidad del ecuatoriano contaminado.
Yo volvía de donde a ustedes no les llama la atención saber, pero al doblar la
esquina, encontré a una ambulancia que se llevaba un cuerpo, grande, robusto,
no pensé que sería la suerte de El Mayor. Se despidió con urgencias, con esa
sirena que, a los animales de galaxia, y a los otros, los terrestres, aterra, porque
saben que adentro se encuentra la muerte. Corrí, vi que se desvió hacia el hospital
más cercano. No me detuve a ver quién se quedaba en casa. Llegué a La Dolorosa,
ya sabía dónde estaba El Mayor. En la puerta, me encontré con el obeso
municipal de otrora. Era curioso encontrar a Viscaíno en este sitio, antes
municipalmente corrupto, y ahora guardia hospitalario.
—¡Déjame pasar! —le ordené, y su olor a hez trepanó mi mascarilla, me azotó
una arcada.
—No hay cómo, joven. Adentro se mueren.
—¡Por favor! —le rogaba mientras todo el tufo que lo envolvía jugaba desde esa
boca a mi alma.
—Una hembrita, mijo, y nada de mecos como esa Kruz Veneno, que me da…
El guardián de la Unidad de Cuidados Intensivos sintió que el calambre, el rayo,
toda aquella tempestad que se removía siempre en sus intestinos, encendió la
chispa de la incontinencia. Alcancé a ver que, desde su bota, aparecía una pasta
caliente y blanda. Él se asustó, se humilló de sí mismo. Tuve la puerta libre para
correr hacia las carpas que el Gobierno habría improvisado para dejar morir
a los afectados por el virus, porque ellos no protestan, porque la muerte amordaza
para siempre. Como todo fracaso político cobarde. Era imposible encontrar a
El Mayor en ese pordiosero espacio. Mi estulta presunción no hacía más que
dirigirme hacia esas carpas. Encontré a una señora inmóvil, con una piernita
atrofiada, la reconocía por la Universidad, pero me alejé porque me empezó a
picar el cuerpo, sentía esos parásitos externos rondarme por la piel. ¿Serían pulgas?
No, atribuyó la comezón al miedo de no encontrar a El Mayor.
Al fondo del último toldo, entre la tos, la fiebre, el miedo, la censura, había
esa esperanza que «es como la sal, no alimenta, pero da sabor al pan», se
avizoraba una puerta de metal. Escuché gritos de Viscaíno que decía que no me
dejen cruzar por allí, que es exclusivo para pacientes con Covid, pero sus intestinos aguados, volvieron a sonreírme. Al cerrar la puerta, los infectados recuperaron el olfato porque el cancerbero de la UCI, volvió a embarrarse el uniforme.
El camino era blanco, atiborrado de puertas, que estaban de par en par, había
más que mi ansiedad por encontrar a El Mayor, infectado o no, sinmigo.
¿Serían los pasillos del sueño? Los internos me ven, pero no se inmutan, ni se
escruta, en su rostro, desaprobación por mi presencia.
Atravesando las puertas, viendo después de ellas, y de sus espejos, lo encontré.
Habría perdido todas las batallas de la Tierra, como el Coronel Aureliano Buendía,
solo que El Mayor habría de reconocer la derrota, y no insistía en la vergüenza inconmensurable de 32 guerras perdidas.
El Mayor limitado a un cuerpo, a una masa, atestado de cables, tubos, sueros,
ampollas, envuelto en una sábana blanca, blanqueras circunstancias. Al sentirme,
despertó del letargo.
—¿Qué le pasó? —grité, porque no entendía otro lenguaje, más que el de
la desesperación.
Suspirando, me vio a los ojos, me perforó el cráneo con esa mirada de sabio,
que los años marcaron. Me daba miedo, volvía a la más remota infancia.
«Sáquese esa mascarilla, que quiero acordarme de mi nieto». Tosió un poco,
y luego un poco más, para que el cubrebocas cumpla la orden de El Mayor.
—Ya ve —exhalando, con la vida a cuestas—. Esto nos pasa a los viejos.
—Pero… —la garganta se me enredaba de lágrimas—, espere un poquito más.
Me arrodillé a los pies de su cama, y me vi sosteniendo las manos de El Mayor,
desesperado, muerto, porque no entendía, yo tampoco, en qué mano él
«traía el amor».
—No quiero que se vaya sin que me vea acabar la carrera —y yo lloraba por
lo egoísta que era mi deseo—. No quiero que se vaya pensando que todo
esfuerzo fue en vano. Espere un poquito más. Es solo un año el que queda.
Conseguiré trabajo —cómo si fuera posible en el periodismo—, pasearemos,
comeremos chocolates, tomaremos CocaCola… recuperaremos el tiempo
perdido. Y yo prometía enmendar todas las penas que le generaron mi ausencia.
El perdón se me repetía, se me ahogaba, se desusaba, perdía su valor,
mientras que las manos de El Mayor me dejaban libre, se desvanecían,
presas del vahído, del miedo que también es recalcitrante en el cuerpo.
—Ya no puedo, Estebitan —me dijo—. Vine a despedirme. El fin está cerca.
—¡Ay, papi! —le grité—. ¿Qué voy a hacer sin usted? Si le falta aire, yo
dejo de respirar.
Vea.
Y dejé de hacerlo, los sacos de mi pulmón me exigían, me obligaban a buscar
ese oxígeno que, por más contaminado que se encuentre, es una razón de vivir.
El Mayor se hizo cenizas, como polvo enamorado. Su cuerpo nunca perteneció
a esta tierra. Esos restos cobraron vida e ingresaron a mi cuerpo para instalarse
en la desgarradura de mi corazón. Su reminiscencia, se asentaba en mi memoria,
aunque haya jurado no regresar. Me quedé arrodillado, triste y solo en los pasillos
blancos. Viscaíno me encontró destruido en el suelo y, de un toletazo, me obligó
a despertar.
Ahora había más de ochenta mil casos en el país, y mi cuerpo empapado del sudor
que producen las pesadillas. Mi teléfono vibraba: era El Mayor.
—¡Hola, Estebitan! ¡Cómo le va! Comerá que está muy flaco.