Por Liliana Fassi
—¡Nalcahuasi va a morir, Marcelo, y vos tuviste tu parte en esa sentencia! -dijo el sacerdote, apuntando al joven con el índice.
—Padre Damián, por favor. Eso no es cierto. Usted sabe que el Gobernador está decidido. Ya no hay vuelta atrás.
—Como Intendente tu obligación es defender a tu pueblo. La gente te votó para eso. ¡Pero no! ¡Vas a permitir que desaparezca!
Décadas atrás, el pueblo serrano prosperaba. La cantera de la que extraían caliza daba empleo a la mayoría de los hombres de Nalcahuasi, pero cuando la piedra se agotó, quedaron sin trabajo y muchos eligieron irse.
—Padre, usted no debería encabezar esta resistencia. Después de todo, el proyecto no es tan malo para la gente. Van a recibir una compensación a cambio de sus propiedades.
—¿Compensación? ¡Como si no supieras que con lo que les van a dar no podrán comprar ni siquiera una vivienda decente! Si quisieras, harías algo.
—Usted sabe que no, Padre.
—Pensar que yo te casé, bauticé a tus hijos, y ahora ni siquiera sos capaz de mirarme a los ojos.
Los pobladores que quedaron en Nalcahuasi, después del cierre de la cantera, se habían dedicado a la cría de cabras y al cultivo de vides, pero eso apenas les resultaba suficiente para vivir.
El Padre Damián sintió un profundo cansancio. Sin embargo, su porfía innata lo llevó a insistir, convencido de que algo debían hacer para evitar la desaparición del pueblo.
—Y así el poder siempre termina imponiéndose sobre la gente. Para ustedes somos solamente un número a la hora de contar los votos; pero no importa lo que hagan, Marcelo, seguiremos luchando.
—Padre…, pero el portazo le indicó que el sacerdote ya no estaba en la oficina.
Desde que saben que el gobierno provincial firmó un convenio con una empresa privada para construir una represa, una comisión se reúne semanalmente en la casa parroquial para buscar una solución: Valentín, el médico del pueblo; Sofía, su esposa, directora y maestra de la escuela; Eliana, la farmacéutica; Sebastián, un viñatero nacido y criado en Nalcahuasi; Reinaldo y Guillermo, los residentes más ancianos, y Carolina, Marisol y Clara, las madres de los pocos alumnos que quedan en la escuela.
En el sector del río que abarcarán las obras se encuentra Nalcahuasi. La presa generará energía eléctrica para proveer a un gran sector de la zona serrana y las autoridades consideran que los beneficios serán mayores que las pérdidas. Nalcahuasi es sólo una mota blanca que ensucia el lienzo verde de la sierra.
Hace tiempo que los especialistas contratados por la Gobernación evaluaron el valle: la ubicación, la composición del suelo, el ángulo y la profundidad de las pendientes, los posibles riesgos de desmoronamiento y otros factores importantes para el proyecto. La conclusión fue rotunda: ese es el mejor lugar. Pronto se iniciará el reasentamiento de los vecinos.
Esta noche, en la reunión de la Comisión, el Padre Damián relata:
—Hoy a la mañana hablé con Marcelo. Según él, no hay vuelta atrás.
—Pero sabemos que las obras tardan unos años en completarse. Mientras tanto, vamos a seguir peleando –dice Sebastián.
—Parece que Marcelo se olvidó que fue uno de nosotros, que creció acá, –dice Reinaldo.
Saben que el gobierno los tentará con la entrega de títulos de propiedad de terrenos situados en la parte alta del valle, pero piensan rechazarlos. Están seguros de que ese ofrecimiento los empobrecerá más; las familias se desintegrarán; los vecinos de siempre perderán sus lazos.
—Padre –dice Valentín-. Nosotros solos no podemos seguir enfrentándolos, ni al gobierno ni a la empresa…
—¡Claro que sí! – lo interrumpe su esposa. Vinimos acá para olvidarnos de lo que era la vida en la Capital. ¿Ahora vamos a dejar que el pueblo desaparezca bajo el lago?
—¡Nos van a quitar las tierras!
—¡Van a borrar lo que fue este pueblo!
—Todo lo que tenemos…
El volumen de las voces aumenta; ya nadie escucha a los demás.
—¡Por favor! –pide el cura con las manos en alto, como suele hacerlo durante la misa de los domingos-. Así no podemos escucharnos. Tratemos de calmarnos.
—¡Van a tener que sacarnos por la fuerza! –dice Sofía.
—Sin dudas llegarán a eso –dice su marido-. Elegimos este lugar porque siempre soñamos con trabajar donde fuéramos necesarios. Y ahora… ¡esto!
—Los trabajos apenas están por empezar –dice el cura–. Como dice Sebastián, van a demorar unos años. Mientras tanto, podemos seguir buscando cómo frenarlos.
—Pero tampoco tenemos mucha fuerza. Somos el único pueblo que se va a tragar el agua. Todos los otros están más arriba y no los va a alcanzar –dice Marisol.
—El cementerio. ¿Qué van a hacer con el cementerio si nos vamos, Padre Damián?
El cura mueve la cabeza con un gesto de pesar.
—Quedará sumergido, Guillermo.
—Yo no voy a dejar a mi Etelvina enterrada en el agua –dice el anciano. El resplandor de las lágrimas vuelve transparentes sus ojos azules-. Yo me quedo al lado de ella. Total, ya no tengo a nadie en el mundo.
—Yo también me quedo –dice Reinaldo-. En mis 86 años de vida jamás se me cruzó por la cabeza la idea de irme y no me voy a ir ahora.
—Esa es otra razón por la que no podemos permitir que pase esto –dice Sofía-. Hay que seguir con lo que empezamos.
Insistirán con las cartas a la Gobernación, con las solicitudes de ayuda a ONGs, a los medios de prensa, a los partidos opositores… nada dará resultado. Son pocos y defienden un pueblo desconocido. Nalcahuasi todavía no atrae a los turistas. Mientras tanto, se iniciarán las obras: topadoras, tuneladoras, perforadoras irán apareciendo como alimañas hambrientas.
Enojado por la impotencia, el Padre Damián hizo un nuevo intento con el intendente, aunque no albergaba esperanzas.
—Marcelo, todavía estaríamos a tiempo.
—Padre, usted sabe que no.
—Hay muchos lugares en el valle que no están habitados. Podrían hacer la represa ahí.
—Es imposible. Usted sabe que las prospecciones…
—¿Qué te hicieron, Marcelo? ¿Qué te prometieron? Ya no te reconozco. No sé si sos cómplice o nada más que un títere.
—Padre, usted no puede decirme…
Pero el cura ya adquirió la costumbre de irse dando un portazo después de decir lo que piensa.
Ninguno ignora que, a medida que sigan resistiendo, las respuestas se volverán más duras. Cada acción recibirá represalias; llegarán las maniobras legales y las amenazas. Cuando nada dé resultado, empezará la represión: armas antidisturbios; máquinas para demoler las primeras casas; sin importarles los sentimientos de la gente, los obreros cumplirán las órdenes recibidas.
—Nos vamos. Al menos tendremos algo -dice Carolina en la reunión semanal.
—Está visto que no le podemos torcer el puño al gobierno. Y a la prensa no le interesa un puñado de locos que defienden un pueblito insignificante.
—Contra el Poder nadie puede. Ya deberíamos haber aprendido eso.
—Nosotros… nosotros… también decidimos irnos –dice Clara-. Los chicos no pueden quedarse sin escuela… y si seguimos así…
—¡No pueden abandonarnos! –dice Sofía.
—Sí, Sofía –dice el cura-. Están en todo su derecho.
Cuando nadie la ve, Sofía se acerca al cura y susurra:
—Padre, ¿qué va a pasar con Reinaldo y Guillermo? Están solos en el mundo. Acá nos tienen a todos nosotros, pero ¿adónde se van a ir?
—Hasta eso también han previsto, para que no sirva de excusa ni como arma para usar en contra de ellos. Los van a alojar en geriátricos en forma gratuita. Dicen que son lugares de categoría; que garantizan su bienestar. Yo no lo apruebo, pero pude convencerlos a los dos para que acepten.
—¡Categoría! ¡Bienestar! Los arrancan de sus casas, de su pueblo, del lugar donde pasaron sus vidas y donde tienen enterrados a sus muertos… ¡y a eso le llaman bienestar!
—Sofía, ya sabemos que nuestros políticos se caracterizan por mentir con palabras elegantes, rebuscadas. Cuanto mayor es la mentira, más florido es el discurso.
No lo saben, pero en tres semanas más quedarán pocos habitantes en Nalcahuasi: el cura, Valentín y Sofía, Ezequiel y su familia, Guillermo y Reinaldo, ambos aferrados a un pasado que se resisten a soltar, y unos pocos que persisten más por lealtad al Padre Damián que por convicción. Cuando reciban la última advertencia, dispondrán de 72 horas para abandonar el pueblo y no ser desalojados por la fuerza.
—Yo voy a ser el último en irme –le dirá el Padre Damián al jefe de policía-. Debo velar por mis feligreses hasta el último momento.
El día en que celebren la última misa, después de darles la comunión a todos, el sacerdote dirá:
—En otra ocasión y en otro lugar diría “hijos míos”, pero ahora les voy a decir: “amigos míos”. Difícilmente volvamos a vernos. Mis acciones merecieron la reconvención del Obispo. Me envían a un pequeño pueblo situado al sur de nuestra provincia. Me quedaré con ustedes hasta que estén acomodados y después me iré. Los voy a extrañar. Lamento que nuestra lucha no haya dado frutos, pero tenemos la tranquilidad de haber hecho todo lo posible para salvar a Nalcahuasi.
Lo que aún no saben es que Reinaldo y Guillermo morirán de nostalgia y desamor antes de que se inauguren las obras. El Padre Damián no se sorprenderá cuando se entere. Pidiéndole perdón a Dios por su ira, rezará una misa por los dos ancianos. Tampoco saben que, cuando el Gobernador, el Ministro de Obras Públicas y otros funcionarios de menor categoría inauguren el dique “La Cruz”, Marcelo Ferrone no estará entre ellos. Aún ignoran, aunque lo sospecharán, que el público habrá sido persuadido de diferentes maneras para estar presente. Los medios de prensa provinciales y nacionales enviarán imágenes de la multitud a todo el país.
El único orador será el Gobernador de la provincia:
—Sé que para todos y todas los discursos políticos son largos y tediosos. Por eso voy a decir unas pocas palabras para transmitirles la inmensa satisfacción que nos invade en el día de hoy. Esta obra, fruto del esfuerzo conjunto del gobierno nacional y de este gobierno provincial, es una respuesta a las necesidades de nuestra gente, cuyos pedidos jamás desoímos. Esta represa, construida en un lugar del valle que era improductivo, generará energía eléctrica para un amplio sector de nuestras sierras. Cuando llegamos al gobierno, el 70% de las obras públicas estaban paralizadas. En estos años hicimos una inversión histórica para tener una provincia más justa y equitativa y vamos a seguir adelante: nos espera un importante trabajo para continuar haciendo obras hídricas, viales, sanitarias y de infraestructura social. Han transcurrido cuatro años desde aquel memorable día en que se dio inicio a este proyecto trascendental y hoy estamos demostrando que pasamos de los discursos a los hechos. Hoy estamos demostrando que, si queremos, podemos. Logramos concretar una idea que parecía imposible. Hoy demostramos que sí es posible dejar de lado los intereses espurios y profundizar la solidaridad, el respeto y un diálogo constructivo, teniendo en cuenta las necesidades de nuestro pueblo. Estos son los pilares sobre los cuales sustentamos nuestros planes y acciones. Estamos comprometidos en aportar nuestro mayor esfuerzo para consolidar el bienestar de nuestra gente. Hoy llega a todo el país el claro mensaje de que este Gobierno es capaz de cumplir con los desafíos asumidos. Muchas gracias.
Un día, años después, un niño viajará con sus padres en uno de los miles de autos que circularán por la autopista que bordea el embalse. Algo le hará decir con asombro:
—Papi, mirá eso que sale del agua. ¿Qué es?
—Es el campanario de una iglesia –responderá el hombre-. Hasta no hace mucho, ahí había un pueblo. Se llamaba Nalcahuasi. Cuando el agua baja, se asoma la torre.
—Sí –dirá la madre-. Era un pueblo muy lindo, pero nadie sabía que existía. Se dice que hubo gente que no quiso irse cuando hicieron la represa, pero al final les dieron a todos una casa y un trabajo. El gobierno cumplió con lo que les había prometido. Para ellos fue lo mejor que les pudo pasar.
—¿El pueblo está bajo el agua, mami?
—Claro. Ahora vienen muchos turistas para bucear ahí.
—Se cuenta que todo está intacto: las casas, la iglesia, el cementerio… igual que antes de que hicieran el dique –dirá el padre-. Algunos que bajaron han visto fantasmas… o eso dicen…
—¿Fantasmas, papi?
—¡Esos son cuentos! Los fantasmas no existen –dirá la madre.
—Un día te voy a traer y vamos a bajar juntos –prometerá el padre-. Hay buzos capacitados para guiar a la gente que no se sumergió nunca.
—Me gustaría ver a los fantasmas, papi.
República Argentina