En un anterior artículo (Historia fragmentaria | memoria disfuncional: Usos y abusos del pasado en Riobamba, Zona Centro, 2018) me referí a prácticas como los homenajes, las conmemoraciones y hasta las devociones,considerándolas entre las contadas incidencias en que los ciudadanos del común se aproximan al pasado y acoté que, frente a los logros de una disciplina que desde hace décadas viene perfeccionándose, resulta imperativo hacer a un lado la falacia, el cuento, la fábula o el mero localismo en pro de una percepción y una perspectiva que, sobre renovar y ampliar horizontes, no entre en conflicto con formulaciones de otras ciudades, formulaciones que, a partir de una distinta labor historiográfica, podrían poneren entredicho las otrora intocables grandezas locales.
Prosiguiendo con el espíritu del aludido alegato, y ya entrados en un lapso al que el prestigio del sistema decimal vuelve propicio para conmemoraciones, me propongo consignar algunas breves reflexiones complementarias en torno a circunstancias y minucias que, de todas formas, envuelven lo que Françoise Hartog y Gérard Lenclud denominan régimen de historicidad,concepto que, entre otras consideraciones, alude a la relación que una sociedad mantiene con su pasado, con la historia y con el tiempo: con el pasado en cuanto campo de experiencia, y con el futuro, en cuanto horizonte de expectativa… La presente contribución, cabe aclarar, no pretende sustentar una discusión teórica en torno a lahistoricidad ni otros conceptos concurrentes, pero sí dejar al menos enunciados algunos casos y aspectos de interés con miras a propiciar reflexiones que coadyuven a repensar tan singular relación.
En el artículo que antecede las presentes líneas, en forma somera pero documentada, cuestioné la acrítica devoción que en el medio parece pervivir con respecto a asuntos como las llamadas primicias, y no por acabar con una narrativa alimentada por la tradición, cuanto por el forzado proceso al que se ha sometido dicha tradición, sin más resultado que encarecer lo que fuera y sin un razonableapego al sentido común; el día a día de muchos medios de comunicación, en este sentido, no solo que se muestra refractario a la necesidad de proyectar enunciaciones que disientan menos de la historia debidamente informada, sino que tampoco se percata de que con su obrar condescendiente solo le hace el juego a voceadores de campanario que, en busca de lucimiento, están dispuestos a pontificar y pontificar sobre el tópico que les fuera requerido, sin olvidarnos de quienes, del mismo modo, se han dedicado a encarecer a personajes de dudosa agencia: lo mismo de vertiente indígena que a allegados y familiares en torno a los cuales, sin el menor empacho, han ido construyendo autocomplacientes representaciones y mitologías por demás perniciosas para la construcción de la memoria pública, es decir de la memoria que, por objetivada, tarde o temprano termina involucrando a todo el conglomerado social.
El pasado, ente complejo por antonomasia, mal puede ser asumido como monopolio de persona o institución alguna; las aproximaciones que al mismo realicen ciudadanos del común, estudiantes, maestros, periodistas, cronistas, investigadores, o acaso con mayor prestancia los historiadores, lo mismo profesionales que aficionados, son válidas, lo cual de ninguna significa que cualquier cosa pueda decirse o admitirse en nombre del pasado, pues, como reiteradamente he venido señalando, el mismo no ha estado libre de usos políticos o intereses particulares, tal como se evidencia en cuartillas, folletos, libros y cada vez en mayor cantidad en publicaciones digitales generadas por lo que Foucault llama “autores inconfesables”, hacedores que, sobre propalar afirmaciones que en muchos casos no pasan de ser fabulaciones, no contribuyen sino a confirmar que la relación entre nuestra sociedad y su pasado es una relación notablemente disfuncional y accidentada, rocambolesca inclusive.
La posesión de títulos, o el ejercicio de cargos, si hemos de aludir a quienes tendrían mayor “autoridad” para pronunciarse sobre la historia, tampoco se revela comogarantía de infalibilidad, y ni siquiera de un mínimo de idoneidad para el desarrollo de labores relacionadas con el estudio del pasado; se esperaría, cuando menos, la concurrencia de una mínima prestancia ética, más aún si recurrentes usos del pasado, como muchos que he denunciado, más temprano que tarde han terminado revelándose falsificados, estrafalarios o anodinos; la mala práctica profesional, en otras palabras, tampoco ha sidocalamidad ausente en quienes han tratado o han pretendido tratar con ese constructo llamado pasado, tal el caso deaficionados sin obra consistente que se hacen llamar investigadores urbanos, o hasta directivos universitarios que, quien creyera, no han mostrado la menor vergüenzapara atribuirse decenas de publicaciones en aseveraciones públicas que, sobre constituir un grosero vejamen a la fe pública, confirman los usos atrozmente delictuosos e interesados que del pasado se han venido haciendo.
Frente a las incursiones de comunicadores o cronistasoficiosos, estos últimos fundamentalmente centrados en la elaboración y difusión de cuadros anecdóticos o costumbristas, la incursión de profesionales, o en todo caso de autores de trabajos historiográficos con mayores niveles de elaboración, se muestra como un campo por demás acotado; no opera en el medio institución alguna que prepare historiadores ni se cuenta al momento con comunidades interpretativas suficientemente visibles y consolidadas como para promover la escritura, discusión y publicación de propuestas que, en cantidad y en calidad,fomenten un debate que coadyuve a concretar un cambio sustancial en el régimen de historicidad vigente; el difuso lectorado, por su parte, tampoco se muestra suficientemente amplio ni receptivo como para acoger nuevas visiones del pasado, aunque no dude, eso sí, en asumir como verdades a toda una seguidilla de tópicos, lugares comunes, o anécdotas al punto de no resultar arbitrario afirmar que los libros sobre historia local no son los que más se leen pero sí los que más se “releen”.
El campo de lo historiográfico, así operante, tampoco se vislumbra como un campo bien comprendido; perviven algunos prejuicios en torno al trabajo de investigadores, como el suponer, por ejemplo, que un historiador puede dar respuestas a toda clase de interrogantes, lo mismo del ámbito local que mundial y, con mayor recurrencia, pervive un sentir espontáneo según el cual el trabajo del historiador no cuesta, sentir reiteradamente alimentado por la enfermiza aparición de voceadores que, por ansia de lucimiento o figuración concurren a cuanto asunto, físico o digital, se los convoque para pavonearse de membretes que, más temprano que tarde, terminan revelándose vacíos de sustancia: sujetos que se chantan el alias de “académico” sin haber publicado libro alguno, o burócratas que hasta se hacen de “requisitos” para acceder a cargos para los cuales, evidentemente, carecen de la deseable competencia intelectual y ética.
En medio de esta balumba, no han tardado en aflorarreclamantes que en nombre de las grandezas locales, –aunque ajenos por demás a los cauces por los que discurren las nuevas prácticas historiográficas–, parecenanhelar, y hasta reclamar la fijación de plaza y partida para el ejercicio de un “cronista oficial”, sin percatarse que esta anacrónica figura, de llegar a establecerse, no podría sino fraguar una historia igualmente oficial, es decir apegada a las exigencias del poder o de la entidad que llegara a sustentarlo, al más puro estilo de las historias institucionales elaboradas por encargo, historias por demáshostiles como para admitir en sus páginas todo atisbo de impugnación, denuncia o crítica.
El acervo historiográfico riobambense, del que elaboré una primera suma en 2010 para el libro Riobamba: Imagen, palabra e historia, se ha incrementado en los últimos años; no obstante, aún está pendiente el consolidar un banco de referencias más prolijo, que facilite el acceso a los archivos documentales, que estimule la simultánea conformación de un banco digital hemerográfico y fotográfico, y que no olvide censar aportes de nueva data y promisorias luces como los elaborados por tesistas de carreras como arquitectura y comunicación que, sin el suficiente ánimo como para reincidir en las tareas de una investigación histórica sostenida, de todas maneras destacan entre parvas y parvas de “tesis” y “tesinas” que trillan y trillan en los mismos asuntos, y en el homenaje al copia y pega, al tópico, al lugar común o a la realización por encargo, práctica que para nada parece quitar el sueño a los regentes de entidades de educación superior.
Tras la conmemoración del bicentenario del pronunciamiento de noviembre de 1820, conmemoración que a causa de la crisis sanitaria mundial no alcanzó el despliegue que acaso alcanzaría en distintas condiciones, y a puertas de otros centenarios (1822-2022, 1830-2030, 1534-2034), de esos que reclamarían para Riobamba el escenario central, se impone con urgencia el imperativo de someter hechos, procesos y actores sociales a un nuevo tipo de reflexión, y, en definitiva, promover un nuevo régimen de historicidad; si la historia, o alguna de sus vertientes ha de continuar medrando a la sombra del poder o de la tradición, que en el mismo sentido aflore una historia que coadyuve a la consolidación de la disciplina como elaboración científica, a la siembra de una conciencia maduramente crítica, a la construcción solidaria del sujeto que ha de protagonizar los nuevos tiempos… El porvenir, sin ser un tribunal de cuentas, dictaminará hasta qué punto se alcanzó o no tan ambiciosa meta.
*Academia Nacional de Historia
COMITÉ BICENTENARIO