Desde la muerte de El Mayor, la Matrona de la Estancia se entregó, en cuerpo y alma, porque era temerosa de Dios, al silencio.  Pero el mutismo no fue a elección, como en otras latitudes.  No. La Matrona se olvidó del habla porque no sabía, no recordaba, cómo hacerlo. Al final,se quedó con nadie a quien hablar, o mejor, que la escuche.  La soledad invadió el campo, con un vaho espeso, la lluvia intermitente, y el viento que extirpaba las raíces de los árboles.  Un día de estos aplastarían cada una de las cabañas que construyó a pulso con El Mayor.  Se destruiría —por segunda vez— ese Macondo.  El río lo arrastraría.  

    Se acabaron los días, el sol se extinguió para no nutrir la selva.   Y, por ausencia de ese fuego eterno, las tilapias estresadas, panza arriba, morían, se volvíanvíctimas de gallinazos que, contra viento y tormenta, se clavaban con maestría y arte, hacia esos cadáveres de agua dulce.

    Jairo, el colombiano que la acompañaba, desapareció en curiosas circunstancias, como fue toda su vida, desde que escapó de la milicia de ese país.  La Matrona sentía que lo capturaron de nuevo o fue la decena de hijos reconocidos a las prostitutas, reclamando lo suyo, los deberes de un padre ausente.  Nunca lo volvió a ver.   Sentía que la tristeza, el aguacero y la brisa le arrancaban la memoria, como si fueran raíces, y así todo le dirigía hacia las manos de El Mayor.  Los aparecidos y fantasmas se apoderaban de las noches, rondaban y lloraban todas esas ausencias marcadas.

   La plaga de avispas se volvió insostenible.  Acrecentaban su agresividad por el olor dulzón de las cacas calientes de las gallinas, a las afueras de la Estancia.  Ni los tifones que volaban los techos de zinc podían espantar aquella peste.  Rodeaban a La Matrona y se aprovechaban de su piel, generándole ampollas y picaduras que, por la diabetes, no se lograría curar.  Los avisperos no se irían, porque la Matrona, con la lengua hecho un nudo, no podía pedirles, de favor, que se fueran.

    Otro árbol caía en los vitrales de la capilla.  El Cristo no tuvo tiempo para bajarse de su cruz, se convirtió en lo que había sido siempre: polvo e inútil cera.  (No salió sangre de ese costado).  Demolido el oratorio, aterida de lluvia y frío, mordida por la humedad, se lastimaba las rodillas, postradas en ellas, viendo los ornamentos de El Mayor, con los que celebraba la misa, arruinados por la violencia del viento, el agua, y el fango.  Lloraba, y era lo mismo que llover.  Abrazaba con su humanidad, la estola, el cíngulo, el copón y el cáliz, ya no con sangre redentora, sino con barro.  Y más lluvia.  En el pensamiento reprochaba a El Mayor el haberse adelantado: «el amor es más fuerte que la muerte», recordaba esa suerte de su matrimonio.  En el que fueron felices «lo eternamente posible». 

     Agarrada los bártulos de santo, una espada de luz se veía al otro lado del río.  No eran visiones, y en toda la Estancia, empapada de tormenta, se escuchó: «Amore».  

    La Matrona despertó del letargo, y caminó directo al claro.  Hecho sangre las rodillas, sabía que las piernas eran inservibles: «Es tiempo de elevarse», pensó, y en un beso, se transfiguraron, brillando juntos.  

—Te extrañé tanto, Amore.  

Y, sin ataduras, siendo los dos un nuevo lenguaje, reencontrados y naciendo otra vez en el abrazo, refugiados ambos en su presencia, encontrando belleza en la destrucción del campo, preguntó: 

—¿Esta es la eternidad?

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here